En Zu Galería, el Día Mundial de la Poesía,
21 de marzo de 2010
La
tarde era brillante y fresca, a pesar del verano. Elena me esperaba en la casa
de Kendall donde vivía con la familia de Nazim, su único hijo, la luz de sus
ojos. Estaba bien, bonita como siempre. Tal vez un poco más flaca, con el pelo
cortito porque iba a recomenzar la quimioterapia, y unos lentes de armazón de
pasta, de los de moda. Abrazarnos fue una reconexión, ese saber que seguíamos
siendo las mismas.
“Aquí
paso la mayor parte del tiempo, Odetta”, me dijo cuando entramos a la
habitación. “Aquí y en el jardincito”, agregó señalando hacia el pedacito de
verdor que se veía a través de las persianas, “cuidando las flores que le
gustaban a Osvaldo”. Hablamos toda la tarde: yo le conté cómo iba mi vida;
ella, de los tratamientos que recibía contra el cáncer, de los dolores y la
miseria del cuerpo enfermo, de la crueldad de ese segundo exilio, pero también
del trabajo de Nazim, de sus nietos, de los amigos a los que adoraba, de lo que
estaba escribiendo.
Y
recordamos la presentación de su poemario Habanera
tú en la Casa Universitaria
del Libro y la gran fiesta por el número 0 de la revista Nao —el único que logró salir— en el restaurante La Valentina de Insurgentes
Sur. Y los encuentros de amigos en sus casas, la de Olivar del Conde, la de
Vértiz casi esquina con Eugenia, la de Gabriel Mancera; ella y Osvaldo, los
grandes anfitriones.
“Ahí
está Osvaldo”, me dijo en determinado momento, y junto a un cuadro de Yemayá vi
la urna con los restos del poeta. La misma que habíamos llevado ella y yo desde
el crematorio hasta el departamento de la Condesa. Aquel día
de febrero de 2008, Carlitos Olivares Baró me llamó al amanecer para darme la
noticia. Cuando llegué a la funeraria de Tlatelolco, Elena estaba sola en medio
de la sala. Poco a poco fueron llegando los amigos y entonces la acompañé a
buscar el certificado de defunción. Iba contándome los pormenores que
antecedieron a la muerte de Osvaldo, tratando de explicárselos ella misma.
“¿Cómo
está México?”, me preguntó con la añoranza de quien habla de uno de sus grandes
amores. Cuando nos nacionalizamos, en el año 2000, ella fue seleccionada entre
todos los nuevos mexicanos para leer
un mensaje de agradecimiento ante el presidente de la República , en ese
entonces Ernesto Zedillo; su discurso fue de tal altura poética, que más de una
lágrima dejó escapar. Éste fue el México de sus glorias, pero también el de sus
traspiés. La recuerdo en un cuartito del Centro Médico Siglo XXI, recién salida
de una de las operaciones a la que debió ser sometida. “Odetta”, me dijo con un
hilo de voz, los ojos perdidos aún entre las brumas de la anestesia; yo la besé
en la frente y le leí mi último poema.
Aquella
tarde de Kendall recordamos sus vestidos vaporosos, las noches en Zu Galería, los
tiempos de la Ibero
y del Claustro de Sor Juana, del Tec y Casa Lamm; la sangre súbita, las risas y
los llantos, los amores todos. Abrazadas sobre su cama, su cabeza en mi pecho,
me contó por primera vez esa historia terrible que no repetiré.
Ya
de noche llegó Ena con varias órdenes de pollo para la cena. Comimos junto a
sus nietas, en el comedor familiar, y luego nos despedimos en la entrada de la
casa. Me dio un beso en los labios, como siempre hacía, y no sé, no recuerdo
qué cosas nos habremos dicho antes de que su mano y la mía flotaran sobre el aire
denso del sur de la Florida
mientras el carro se alejaba.
Es
muy difícil escribir acerca de quien se ha querido de veras; miles de cosas se
quedan por decir o se refugian en ese sitio de lo que es sólo nuestro. Pero
esta mañana, mirando la foto que puso Manny para recordarla en el primer
aniversario de su partida, el brillo de su mirada me dijo, desde quién sabe dónde, que Elena está bien.
Ella y yo sabemos comunicarnos; siempre supimos.