martes, 17 de enero de 2012

Vencidos



Para/ por/ con Piri


Al fondo de mi casa de Santiago había una habitación a la que llamábamos el cuarto de la televisión porque en ella estaba el viejo aparato en blanco y negro. Allí había también un radiotocadiscos Phillips; una caja como de medio metro cúbico a la que se levantaba la tapa superior para colocar —y escuchar— las placas de acetato. También había una colección de discos de los abuelos, de la que recuerdo la exótica portada de South Pacific, una selección de canciones mexicanas, óperas y zarzuelas. Piri y yo solíamos bailar, según nuestra propia coreografía, “Por la calle de Alcalá” y el “Pichi”, cuyo talante ya traía impregnado en mi ADN.

En ese cuarto vimos —como media Cuba— las transmisiones de aquel mítico Festival de la Canción en Varadero y Piri —que tendría cuatro años— se enamoró de un jovencísimo Joan Manuel Serrat. Sospecho que mi madre también, porque fue ella quien compró aquel long play de Mediterráneo, nuestro primer disco propio, repetido y repetido como un himno. Todavía no sé elegir una favorita entre ese puñado de canciones magistrales. Todavía las canto de un tirón, recordando su orden exacto, como si se tratara de una sola pieza, de una sinfonía. Todavía sé en qué punto le dábamos la vuelta para escuchar su lado B.

Qué va a ser de ti lejos de casa, nena, qué va a ser de ti… cantaba el catalán anticipando nuestra suerte. Porque tiempo después, con las crisis —sucesivas, interminables—, no volvió a conseguirse la aguja, al mueble lo devoró el comején, la casa se perdió en la permuta para La Habana y yo me vine, sola, para esta pradera —a ratos páramo— que el destino señaló.

Pero como también predijo el Nano, el olvido sólo se llevó la mitad. Ahora mismo nos recuerdo a Piri y a mí una tarde de mediados de los ochenta cantando a todo pulmón mientras caminábamos por las calles de Miramar: Barquito de papel, sin nombre, sin patrón y sin bandera, navegando sin timón donde la corriente quiera… Porque uno se cree que las mató el tiempo y la ausencia, pero no hay nada más bello que lo que nunca he tenido, nada más amado que lo que perdí. Y una, que ya casi junta los diez lustros del Tío Alberto, que ya es mitad juicio y mitad, mueca burlona, que está harta de preguntarle al mundo por qué y por qué, sigue cantando: Si alguna vez amé, si algún día después de amar amé, fue por tu amor… Y Lucía tiene todas las caras y todos los cuerpos porque la mujer que yo quiero no necesita deshojar cada noche una margarita y porque si alguna vez fui bello y fui bueno, fue enredado en tu cuello y tus senos

En mi gusto musical —que siempre ha sido bastante limitado—, Serrat y su Mediterráneo —al que siguieron los discos dedicados a la poesía de Miguel Hernández y de Antonio Machado— fueron la puerta a todo lo demás: Silvio y la Nueva Trova, la canción protesta, la nueva canción española y latinoamericana, los brasileños, Fito, Charly, Sabina…

Y esta mañana, cuando no hallaba las fuerzas para arrancar un día que se avizoraba como Blue Tuesday, en el muro de Facebook de Cira Andrés estaba "Vencidos", el poema de León Felipe, la última canción del Mediterráneo de Serrat. Va cargado de amargura, que allá encontró sepultura su amoroso batallarHay días en que declararse derrotados, reconocer la propia vulnerabilidad, es lo que nos da fuerzas para levantarnos y seguir adelante; días difíciles en los que alivia tener a quien pedirle hazme un sitio en tu montura y llévame a tu lugar. Aunque sea —¡quién mejor!— el lunático irreductible de don Alonso Quijano.

jueves, 12 de enero de 2012

Todo sucede en la Víspera



Anoche, al llegar a casa, busqué ilusionada en el buzón de la correspondencia; estaba vacío. Subí rápido las escaleras, esperando encontrar, pegado sobre la puerta, el aviso de la empresa de mensajería; pero no estaba. Traspasé el umbral con la esperanza de que lo hubieran colado por algún resquicio. “Nada sucede en la víspera”, decía aquel refrán que repetían los abuelos. Y tan cierto, que fue esta mañana cuando el cartero puso en mis manos un sobrecito amarillo con los cinco primeros ejemplares de mi nuevo poemario, Víspera del fuego, que acaban de publicar las Ediciones Intempestivas en Monterrey.

2011 ha sido, sin duda, el mejor año de mi vida, literariamente hablando. El récord de cuatro libros publicados me será muy difícil de romper: en enero pasado se incrustó en los etéricos aires de la red Escombros del alma, un ebook editado por Margarita García Alonso en sus ediciones Hoy no he Visto el Paraíso; una semana después salía en Valencia la Antología de la poesía cubana del exilio que compilé; en mayo presentábamos en la FILU de Xalapa el Manuscrito hallado en alta mar y el 10 de noviembre, según indica su colofón, veía la luz norteña esta Víspera del fuego que hoy ha llegado a mis manos.

Pero si tomamos el año como el tiempo comprendido entre dos aniversarios de nacimiento, todavía falta un libro más: Bajo esa luna extraña, una antología personal, la más completa, que el martes próximo saldrá al mercado en España desde los hornos tibiecitos de Efory Atocha, inaugurando —¡qué honor, Chago!— su colección de poesía hispanoamericana. Un año de poesía ha sido 2011, el regreso a esa Ítaca de versos, mi única tierra firme.

Pero lo que ahora se ve —y a ratos pareciera increíble— es sólo la cosecha de tantos años. Cuando abrí mi nuevo libro esta mañana, uno de los primeros recuerdos fue la recomendación de Barquet, allá por 2004 o 2005, de quitar el artículo en el título original. Porque La víspera del fuego —como entonces se llamaba— empezó a nacer en la última década de la pasada centuria. Entre sus páginas está el inicio de mis enrancias y aun antes, las veladas en el asteroide de Soleida, una tarde de café con menta en La Isabelica, los viajes en el tren lechero hacia La Habana y el espejo que se hizo añicos una noche de febrero del año 91.

21 son los caminos de Elegguá y otros tantos los que transcurren en esta Víspera. Una llovizna con olor a yerbabuena, un dominó en Bizancio, dos estrellas binarias ocultando sus nombres. Y una caja de té, un aeropuerto que son muchos y un tocadiscos de aguja con sones santiagueros. Bajo ese olor a café recién colado hay mil ciudades, ciertas noches desveladas en el cuarto de mi madre, varias mujeres y algunos hombres que me toman de la mano. Y los rieles de un tranvía y el muro de una iglesia y en cada una de sus páginas Cuba, eterna, como un estilete, como una inquietud salobre debajo de la lengua.

El tomo editado por Intempestivas, con la generosidad de Héctor Alvarado y Livier Fernández Topete y el cuidado diseño y diagramación de Alan Flores, tiene cuatro bellísimas ilustraciones de Erika Kuhn. Cuatro mujeres que esperan. Entran y salen pájaros de sus bocas, de entre la tela de sus vestidos. Dos de ellas tienen una expresión sombría; en las otras persiste la esperanza.

La Víspera del fuego es un periplo —o muchos— desde los cantos de sirena hasta los días sin fe. El viaje de este corcel sin riendas, de esta hija del aire que soy. Y al final de ese viaje no estamos intactos. Ojalá esas tempestades no dispersen muy rápido —o muy atroz— ese espejismo de humo que palpita, como despedida, en la contraportada.



Para adquirir el libro siga las instrucciones que se explican AQUÍ.

Víspera del fuego se presentará el domingo 26 de febrero a la 1 de la tarde en la Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería.

viernes, 6 de enero de 2012

Esos magos que del Oriente llegan




Las redes sociales son un observatorio privilegiado de la naturaleza humana, de las costumbres y hábitos, dudas y certezas, alegrías y decepciones de quienes nos rodean. Y esta mañana, apenas desperté, me encontré en ellas con el ambiente fantástico del día de Reyes.

El adjetivo no es gratuito ni azaroso —como casi ninguno de los que utilizo— porque a mí, que nunca me han movido una sola fibra esos magos llegados del Oriente y me he pasado la vida cuestionando el ménage à trois que dio lugar a la Sagrada Familia; a mí, para quien constituye una especie de suplicio someterme al inquietante concurso de degustar la rosca de Reyes sabiendo que en cualquier momento, entre las migas del pan seco, aparecerá el muñequito que —aunque los viejos insistan en llamarlo bendición— nos hará perdedores y seremos castigados a pagar los tamales del día de la Candelaria; a mí, pues, me conmovió —hasta la envidia— la emoción y el tono travieso, juguetón, con los que algunos amigos se referían a la fecha y sus rituales.

Algún recuerdo hermoso han de conservar de la infancia, de aquellos días niños, para que sigan reproduciendo ese hálito mágico que me sorprende. Eso pensé y mi memoria voló hacia cierta atmósfera expectante, muy lejana, y hacia un pianito de cola, rosado, que le llevaron los Reyes a Piri. O tal vez lo estoy confundiendo con los juguetes que después se compraban sólo el Día del Niño. Y quizás confundo aquella cabalgata, que desfilaba por la calle de mi casa, con las carrozas del carnaval. Como confundo la vivencia navideña con una foto en blanco y negro —que veía después en el álbum de los tíos— en la que estoy, de poco más de un año, sentada junto al árbol de adorno, examinando con curiosidad algún juguetito que tenía entre las manos.

No quiero hablar de lo que pasó después en aquella tierra en la que nací: ni de hombre nuevo ni de trincheras, ni de milicias y agricultura, ni de acusaciones, delaciones, depuraciones y defenestraciones, ni de prohibiciones ni de amenazas cumplidas. Sólo quería contarles de esta indescriptible sensación de vacío que me provocó la ilusión de mis amigos. De cómo pensé, entonces, en la importancia de las tradiciones para el tejido social de un pueblo, en su papel como parte del sentido de pertenencia e identidad, en los procesos de asimilación y elaboración de la fantasía en la mente infantil que dará lugar a la mente —y al alma— adulta.

En medio de mi arrobamiento, alguien me señaló el contenido profundamente consumista y desigual del día de Reyes. Me dijo que los niños no necesitan alimentar su fantasía con una celebración tan vacua y materialista porque la magia les es consustancial. Pensé entonces en tanta magia aplastada y reducida a golpes de materialismo, pero tampoco de eso quiero hablar ahora.

La variedad existe y cada quien es libre de elegir en lo que cree y lo que fomenta, lo que le enseña a sus hijos y lo que no; eso diría cualquiera en este otro mundo que nos ha sido permitido conocer. Pero nosotros, los cubanos nacidos después de 1959, no tuvimos esa libertad. Por eso no debe asombrarles que me asombren las cosas que he visto y sentido hoy, éstas que les comparto.