martes, 20 de noviembre de 2012

Última tarde con Elena


En Zu Galería, el Día Mundial de la Poesía,
21 de marzo de 2010



La tarde era brillante y fresca, a pesar del verano. Elena me esperaba en la casa de Kendall donde vivía con la familia de Nazim, su único hijo, la luz de sus ojos. Estaba bien, bonita como siempre. Tal vez un poco más flaca, con el pelo cortito porque iba a recomenzar la quimioterapia, y unos lentes de armazón de pasta, de los de moda. Abrazarnos fue una reconexión, ese saber que seguíamos siendo las mismas.
“Aquí paso la mayor parte del tiempo, Odetta”, me dijo cuando entramos a la habitación. “Aquí y en el jardincito”, agregó señalando hacia el pedacito de verdor que se veía a través de las persianas, “cuidando las flores que le gustaban a Osvaldo”. Hablamos toda la tarde: yo le conté cómo iba mi vida; ella, de los tratamientos que recibía contra el cáncer, de los dolores y la miseria del cuerpo enfermo, de la crueldad de ese segundo exilio, pero también del trabajo de Nazim, de sus nietos, de los amigos a los que adoraba, de lo que estaba escribiendo.
Y recordamos la presentación de su poemario Habanera tú en la Casa Universitaria del Libro y la gran fiesta por el número 0 de la revista Nao —el único que logró salir— en el restaurante La Valentina de Insurgentes Sur. Y los encuentros de amigos en sus casas, la de Olivar del Conde, la de Vértiz casi esquina con Eugenia, la de Gabriel Mancera; ella y Osvaldo, los grandes anfitriones.
“Ahí está Osvaldo”, me dijo en determinado momento, y junto a un cuadro de Yemayá vi la urna con los restos del poeta. La misma que habíamos llevado ella y yo desde el crematorio hasta el departamento de la Condesa. Aquel día de febrero de 2008, Carlitos Olivares Baró me llamó al amanecer para darme la noticia. Cuando llegué a la funeraria de Tlatelolco, Elena estaba sola en medio de la sala. Poco a poco fueron llegando los amigos y entonces la acompañé a buscar el certificado de defunción. Iba contándome los pormenores que antecedieron a la muerte de Osvaldo, tratando de explicárselos ella misma.
“¿Cómo está México?”, me preguntó con la añoranza de quien habla de uno de sus grandes amores. Cuando nos nacionalizamos, en el año 2000, ella fue seleccionada entre todos los nuevos mexicanos para leer un mensaje de agradecimiento ante el presidente de la República, en ese entonces Ernesto Zedillo; su discurso fue de tal altura poética, que más de una lágrima dejó escapar. Éste fue el México de sus glorias, pero también el de sus traspiés. La recuerdo en un cuartito del Centro Médico Siglo XXI, recién salida de una de las operaciones a la que debió ser sometida. “Odetta”, me dijo con un hilo de voz, los ojos perdidos aún entre las brumas de la anestesia; yo la besé en la frente y le leí mi último poema.
Aquella tarde de Kendall recordamos sus vestidos vaporosos, las noches en Zu Galería, los tiempos de la Ibero y del Claustro de Sor Juana, del Tec y Casa Lamm; la sangre súbita, las risas y los llantos, los amores todos. Abrazadas sobre su cama, su cabeza en mi pecho, me contó por primera vez esa historia terrible que no repetiré.
Ya de noche llegó Ena con varias órdenes de pollo para la cena. Comimos junto a sus nietas, en el comedor familiar, y luego nos despedimos en la entrada de la casa. Me dio un beso en los labios, como siempre hacía, y no sé, no recuerdo qué cosas nos habremos dicho antes de que su mano y la mía flotaran sobre el aire denso del sur de la Florida mientras el carro se alejaba.
Es muy difícil escribir acerca de quien se ha querido de veras; miles de cosas se quedan por decir o se refugian en ese sitio de lo que es sólo nuestro. Pero esta mañana, mirando la foto que puso Manny para recordarla en el primer aniversario de su partida, el brillo de su mirada me dijo, desde quién sabe dónde, que Elena está bien. Ella y yo sabemos comunicarnos; siempre supimos.

jueves, 11 de octubre de 2012

Casa que ya no es

Balcones de Centro Habana




La de la esquina, una de aquellas casonas señoriales de la Narvarte Poniente, semioculta por una barda cubierta de enredaderas y bejucos, con gran portón de fina madera labrada, acaba de ser tirada a mazazos para construir un edificio de apartamentos.
Quienes pasamos diariamente por allí vimos caer, en sólo un par de semanas, las ventanas, los robustos muros, los arcos ornamentales. Cada día, mientras escudriñaba entre las maderas que los albañiles acomodaron en lugar de la fachada, me volvía el recuerdo del ruinoso edificio frente al que vivíamos en Centro Habana muy a principios de los noventa: la marca de los viejos lavabos, los bellísimos azulejos decolorándose al sol y al sereno.
Y pensaba en cuántos meses, años, décadas, tardó en ser levantada, equipada y acondicionada esa casa de la esquina; en cuánto de la familia que la habitó se derrumba con sus muros. Porque las paredes oyen, sienten; en ellas se quedan grabados la risa y los lamentos, la sangre y los humores, toda la angustia. No en vano el paso del tiempo se lee y se calcula sobre las capas sobrepuestas de sedimentos geológicos.
El derrumbe de esa casa me parece un símil de la vida: el envejecimiento inevitable de todo, la necesidad del cambio, la muerte, el renacer. Tal vez así hubiera querido ver —o al menos saber— la casa donde crecí, con sus fantasmas añejos, la mugre en los rincones, la invasión de gatos, el techo a medio desprenderse, el costurón de cemento mancillando los mosaicos de la sala, los trebejos guardados —para qué, para cuándo— en el cuarto de desahogo. Casa metáfora de un país que también se caía a pedazos.
Siempre quise tener una casa nueva, limpia y recogida, pequeña e iluminada, como aquel apartamento de mis primos frente al teatro Aguilera, que se quemó —un atentado, dijeron— y nunca volvió a construirse; en la enorme explanada hicieron un parque y un espacio para ferias, otra metáfora del país. Me hubiera gustado que se construyera algo nuevo —lo que fuera— sobre las ruinas de mi casa de Santiago. Tendría al menos la sensación de que el tiempo no se detuvo para siempre en un macabro punto sin regreso ni futuro.
La casa de la esquina será un edificio. En dos o tres meses lo veremos elevarse sobre el recuerdo de lo que un día fue. Nuevos vecinos se amarán, llorarán y harán planes en espacios recién hechos para ellos. Los amueblarán y decorarán a su gusto y la luz entrará por las ventanas relucientes. Tendrá escaleras pulidas y hasta un elevador con espejos. Pondrán banderitas de colores de un lado a otro de la calle anunciando su venta. Lo miraré con un poco de envidia cuando pase en las mañanas y sé que sonreiré sabiendo que hay esperanza, que ese edificio es la metáfora de un país que sigue vivo.

jueves, 16 de agosto de 2012

Mis lecturas del verano



Cristina Rivera Garza
El mal de la taiga
México, Tusquets, 2012


¿Cuántas veces, ante una situación adversa, decimos: “Quisiera irme ahora mismo al fin del mundo”? ¿Cuántas veces soñamos con huir? Eso es la novela más reciente de Cristina Rivera Garza, El mal de la taiga: el viaje de búsqueda ―y de autobúsqueda― de quien ha decidido “irse muy lejos”, un diario en el que se alucina y se inventan un bosque, otra mujer, tres astronautas. En la taiga, ese sitio donde algo muere, la cabaña sucia y maloliente es nuestro propio cuerpo con los huesos rotos y un hilo de sangre que sube hasta el cielo gris tormenta. Allí todo es símbolo: los niños mínimos, el vómito, el ojo acuciante del observador, el feral adolescente, los leñadores, el antro, la noria inútil, el agua sucia y las arenas movedizas. No en vano se cuestiona la aparente ternura de las fábulas infantiles: el lobo ―dice la autora― “no sólo triunfa, sino que lo hace de la manera más atroz”. ¿Acaso Hansel y Gretel querían regresar a la crueldad? ¿Qué diferencia puede haber entre la taiga y una ciudad cualquiera? En la respuesta está la clave, el hilo de Ariadna que pudiera desentrañarnos esta enorme alegoría. “Todos llevamos un bosque dentro […]. Un cielo gris. Las cosas que no cambian”, eso dice la autora antes del salto definitivo.




Yosie Crespo
Solárium
Miami, Ediciones Baquiana, 2012


“De ciertos enigmas despierto”, anuncia el cuaderno inaugural de Yosie Crespo, que obtuvo el año pasado el primer premio del concurso Nuevos Valores de la Poesía Hispana otorgado en Miami por el Centro Cultural Español y Ediciones Baquiana. Y agrega: “He aquí el hilo negro de sombras/ que delata mi amor”.
Habrá una luz, se vislumbra, pero todo empieza antes. “Cierro la noche y me trago su llave”, dice Yosie y se dispone a explorar la oscuridad. Incluso, y sobre todo, la de “aquella adversa/ que refugia en metáforas su propia vida”. “Ella con su soledad de pájaros/ llegaba cada noche”. Temblando frente al mar, en medio de este mundo de inútiles urgencias, la poeta repara en que no hay fuego en la desnudez ni en el secreto más profundo. Le duele “el vacío terrible de la eternidad”. Tampoco en el espejo encuentra una esperanza. Ni en el verso del suicida. Sólo algo en el horizonte pudiera ser puro todavía; Yosie propone alcanzarlo y despliega sus alas a pesar de la tormenta.
Solárium es un vuelo poético del despertar a la despedida; como el amor, esa “rama oscura” que llega y al final, irremediablemente parte. Pasado y presente fundidos en un punto que lo es todo. Versos en los que son recurrentes el deseo y la lluvia, la noche y luego, el sol, “los minutos que cría el viento en su viejo reloj”. Porque este libro es eso: un refugio donde esperar la luz.




Sandra Lorenzano
Fuga en mí menor
México, Tusquets, 2012


Una noche de septiembre de 1944 avisaron a Nina que Giulio no regresaría de la guerra. Ella echó alguna ropa en una maleta, tomó la fotografía que estaba más a mano y emprendió la huida hacia un país, al otro lado del océano, donde poder darle al pequeño Leo una vida mejor. Leo, que tenía tres años, no recuerda a su padre. Ni su cara, ni su figura, ni los cariños que le prodigaba, ni sus interpretaciones en el violonchelo cada tarde al regresar del trabajo. “¿Se puede tener nostalgia de algo que no conocemos?”, se pregunta durante más de medio siglo, huérfano de padre y de patria, arrancado de sus raíces, sin poder hallar firmeza o seguridad en ningún sitio, y se impone como misión hallar “las huellas de una sombra”, inventarse un lugar al que pertenecer.
 “Nunca cargaré el cuerpo de mi padre anciano. Nunca podrá él sostenerme”, se lamenta y entonces, durante un año rehace con sus propias manos a su padre en forma de violonchelo mientras deshoja su vida contándosela a un viejo lutier también llegado de otras tierras. Éste es un libro sobre las migraciones, sobre la vida y la muerte, sobre las decisiones que llevan a los humanos hacia uno u otro lado. Una épica sin héroes, sin grandilocuencia ni protagonismos. Y sobre todos, como un manto, la sombra de la guerra y del exilio. Tres veces extranjero, Leo acaba abrazado a ese chelo sobre las ruinas de su propia historia. Una pregunta queda volando al final de la lectura: ¿Es inexorable el destino? 

Mi poema Óleo

Composición gráfica de C-Queer Laboratorio Corporal

jueves, 2 de agosto de 2012

La vida, este obituario






En memoria de todos ellos



El domingo amanecimos con la terrible noticia del fallecimiento en Honduras de dos sobrinos de Patty. Si la muerte de personas mayores conmueve, aun cuando ese final sea esperado, natural, la de dos jóvenes menores de 20 años desmorona. ¿Cómo enfrentar un suceso tan inesperado, fulminante, irreversible? ¿Cómo entender que alguien se adjudique la prerrogativa de segar otra vida y sumir a una familia —y a todos sus allegados— en la impotencia más indescriptible?
En medio de ese doloroso desconcierto, el martes se cumplió el primer año de la muerte de Eliseo Albeto, nuestro Lichi Diego. De ese 31 de julio de 2011 a la fecha, hemos visto despedirse, en una sucesión que a ratos llega a parecer macabra, a Puchi Fajardo, Ileana Alonso, David González Lago, Elena Tamargo, Vicente Revueltas, Humberto Arenal, Ramiro Herrero, Heriberto Hernández Medina, José Ramón Morales, José Nicolás, Ernesto Lozano, Zenaida Manfugás, Javier Fernández Jure, Jenny Beltrán y Hamlet Casals. Personas conocidas, cercanas, admiradas o queridas; con muchos compartí versos y proyectos, cálidas noches del trópico; algunos eran aún muy jóvenes para la idea que tenemos de que la muerte es cosa de viejos.
A veces pensamos que nos han acostumbrado a convivir con la muerte las noticias de los medios, que se han convertido en una sempiterna nota roja; pero no: si la muerte se acerca, no hay palabras que alivien suficiente. El espectáculo de la guerra —¿alguien duda que vivimos tiempos de guerra mundial?— suele parecernos ajeno y lejano hasta que nos toca. Y la muerte, la simple, la de todos los días, nos toca siempre y nos deja heridos.
“La vida se ha convertido en un obituario”, me dijo Minerva, con esa exactitud de los poetas, el lunes en la noche cuando se supo de la muerte en Miami de Antonio El Niño Conte. Y ayer, al abrir el correo, encontré el mensaje de Rotmi Enciso avisando del deceso de Tatiana de la Tierra, esa mujer alegre y luchadora con la que tuve el privilegio de compartir y con quien publiqué mis primeros textos de tono lésbico en Conmotion, una revista que fundó en Miami.
"Aunque sabemos que quienes se van es porque ya cumplieron lo que venían a hacer, no deja de ser humano el dolor", me dijo ayer una amiga muy querida y me dejó pensando, a pesar de que comparto esa opinión (a excepción lógica de quienes deciden por voluntad propia irse antes o de quienes les es arrancada la vida). Los que me conocen saben que tengo una idea de la muerte y una relación con ella un poco distinta a la “normal”, pero lo cierto es que sólo sabremos qué es la muerte cuando nos ocurra. Cualquier apreciación desde este lado resulta aventurada, infundada, y en momentos como éste acaso sirve, cuando más, para darnos consuelo, el soporte necesario para seguir andando hasta que nos llegue la hora de despedirnos también.
Cuenta la familia que el lunes, al momento en que entregaban los cuerpos de Kevin y Katherin a la tierra generosa, en el cielo, sobre el pequeño camposanto, se elevó la curva perfecta y luminosa de un arcoíris. ¿Hace falta decir más?

jueves, 5 de julio de 2012

Los olores del cuerpo


Con Bladimir Zamora en la presentación de su libro


(Texto leído en la presentación del poemario Los olores del cuerpo, de Bladimir Zamora, el miércoles 4 de julio de 2012 en la Casa del Poeta, ciudad de México, actividad que dedicamos a la memoria de nuestro amigo el trovador santiaguero José Nicolás, recientemente fallecido en Barcelona)


Cuando Omar Mederos me entregó este ejemplar del libro de Bladimir Zamora y leí su título, Los olores del cuerpo, el olor que evoqué fue, sin embargo, el del gas doméstico e industrial que flota sobre La Habana. Ése era el primer olor que sentía el viajero cuando la guagua interprovincial llegaba a los barrios de la periferia; ése era EL “olor de La Habana”, aquella Habana que fue, en los años ochenta del siglo pasado, punto común donde confluimos tantos escritores, artistas e intelectuales.
En aquella década ―sin dudas prodigiosa―, ésta que aquí les habla con cualquier pretexto inventaba un viaje a la capital, en ocasiones hasta dos veces al mes: que a ver a mi hermana, que estudiaba en el ISA; que a visitar a una novia o a la otra; que a recibir algún premiecillo; que a tal o cual festival o congreso... Muchas de esas veces llegaba a la redacción de la revista cultural El Caimán Barbudo, emblema también de aquellos años, donde trabajaba y aún trabaja Bladimir Zamora, y no pocas de esas veces acabábamos, junto a un puñado de amigos, sentados en el parquecito de Paseo y 23 tomándonos una botella de ron que pasaba de mano en mano y nos la empinábamos ávidamente sin ningún protocolo ni solemnidad.
El último año de esa década, decidí trasladarme definitivamente a la capital y entonces nuestros encuentros fueron más frecuentes. Nos unió el proyecto de la Casa del Joven Creador y la Asociación “Hermanos Saíz”, la poesía y la cultura recorriendo la isla de punta a cabo en la voz, la obra y los afanes de la entonces más joven generación de creadores; nos unieron la palabra, los afectos, los amigos.
Dos momentos recuerdo especialmente. Uno, el día en que en La Gaveta, como llamamos cariñosamente a su cuartito en las lindes de La Habana Vieja, en un edificio de la calle Monserrate, Bladimir me contó de un “almuerzo cubano” compartido con Gastón Baquero, me describió el apartamento del gran poeta en Madrid, lleno de libros y símbolos patrióticos ―almuerzo y poeta al que dedica uno de los poemas reunidos en este libro, “cetro de la imaginación”―, y después me dejó escuchar, por primera vez en mi vida y un tanto clandestinamente, la voz de Celia Cruz en un disco ―o ahora no recuerdo si era casete― que había comprado en España. El otro fue una noche de sábado en el patio de la Casa del Joven Creador de la Avenida del Puerto, mientras esperábamos el inicio del BarTolo; alrededor de la mesa, él, Camilo Venegas, Sigfredo Ariel y yo; en el aire las notas de Mesié Julián en la voz inconfundible de Bola de Nieve.
Al abrir este libro, que es una antología personal, reencontré algunos de sus poemas de entonces y otros más recientes. Allí me volví a topar, por ejemplo, con aquel verso: “donde la noticia zumba como un ángel oscuro”, que me sirviera para encabezar mi “Poema para la indecisión y una muchacha” a finales de los ochenta. Allí, entre esas páginas, está el río Cauto de sus primeros años, el olor de la tierra, la ceiba que era el ombligo del mundo, los caballos, la mazorca, las yerbas medicinales. Allí están la madre y el padre, el abuelo, los amigos. Por allí pasan “los que van manchados de camino”, ésos que señalaban una ruta, un más allá.
Y luego está La Habana, esa “cuarentona oronda” ―como le llama Bladimir―, ese mundo colectivo de Bítles y revolución, esa “rutina de locura común” donde “un hombre que necesita flores” se duele y se regocija, se rebela o se deja llevar por “el impertinente animal de la belleza”. Un hombre que amontona palabras mientras ve “a la noche soltar con elegancia/ la pesada oscuridad de sus vestidos”. 
Y está la música como telón de fondo, ésa que nunca falta en los papeles ni en la vida de Bladimir Zamora. Ahora se estila ―moda reciente en cierta narrativa― agregar al final del texto el playlist, es decir, los temas musicales que oía el escritor mientras hilvanaba sus historias. En el caso de Los olores del cuerpo, las melodías ―¡y el ritmo!― se desgranan desde adentro, desde la misma entraña: Sindo Garay y la vieja trova, los danzones, los sones, la guaracha, los boleros, los Beatles y hasta el tango forman la banda sonora que acompaña, ineludible, la lectura de estos versos. 
Leo ahora a Bladimir, a esta distancia ―veinte años, que dijo Gardel que no eran nada; incluso un poco más de tiempo― y puedo ver cuánto de él, de sus versos, hubo en los míos, en los de muchos de mis contemporáneos. Ese cierto modo de decir y de jugar con la palabra; esa cadencia a veces abrupta, a veces como son de palma al viento; esa manera de separar las frases, de ahuecar el poema como un queso Gruyere o un campo minado. Ese humor ácido y esa soberbia de los pocos años, cuando nos creemos ―y acaso lo somos― dioses. Aunque Bladimir dijera, precisamente por eso, nunca es en vano lo dicho: “nadie/ si presume de dios/ toque a mi puerta”.
Han vuelto con este libro, con Bladimir, algunas noches tibias, el olor del mar, aquellos días que tenían, como él mismo menciona, “el signo de la eternidad”. Son pájaros que vuelan ahora mismo alrededor nuestro. Fragmentos de conversaciones, los ecos de su voz, el fuego de los años en que éramos promesa. Y los amigos. Los que todavía están allá, en la isla; los que estamos acá, en todas las orillas de este mundo; los que emprendieron antes que nosotros el último viaje. Ellos, nosotros, todos, estamos aquí en esta sala hoy celebrando este libro donde Bladimir dice ―y repito, nada está dicho en vano―: “qué buen invento los amigos”.


Bladimir Zamora Céspedes
Los olores del cuerpo
La Habana, Editora Abril, 2009

jueves, 17 de mayo de 2012

Fotografías con Donna Summer






Esta mañana me puse mi camiseta Polo morada para sumarme a la campaña de protesta que convocaron para celebrar el Día Mundial contra la Homofobia y la Transfobia, que conmemora el 17 de mayo de 1990, fecha en que la Organización Mundial de la Salud eliminó la homosexualidad de la lista de enfermedades mentales donde había permanecido por décadas.
Me subí al metro, como cada mañana, pero hoy sentí un aroma especial y recurrente. Supongo que como amaneció nublado y fresco, algunos señores sacaron del fondo de sus armarios —¡qué a propósito con lo de la homofobia!— los suéteres y chamarras que guardaron, a todas luces —y olores— sin lavar, cuando terminó el invierno. Y vine todo el trayecto preguntándome si ellos no se dan cuenta del tufo que despiden o si, acaso, les agrada. Y pensando si las mujeres que los aman —que seguramente las tendrán—, tampoco reparan en ello o cómo hacen para pasarlo por alto.
Llegué a mi oficina —que ya saben que es el medio de un pasillo—, encendí la computadora —que tardó en abrir la misma eternidad de cada día— y cuando después de otra eternidad llegué a Twitter, allí estaba la noticia: Ha muerto Donna Summer. Entonces nada más importó: me trasladé mentalmente al Santiago de los setenta, me puse la manhattan de las palmeras que costuró mi tía Migdalia para mis 15 —o los de Piri—, y me fui a YouTube a ver a la reina viva, cantando On the radio, I feel love, Hot stuff, Love to love you, baby y Last dance tonight, las mismas canciones con las que bailábamos —y/o apretábamos— en las fiestas de entonces.
Todavía empalagados por los panegíricos dedicados desde antier a Carlos Fuentes, algunos amigos sugirieron que hoy todos —incluso aquellos que durante años han criticado la superficialidad de la música disco y los ambientes de la década de los setenta— se pondrían a escribir crónicas o a sacar sus fotos con Donna Summer.
Mis fotografías con Donna Summer —pensé entonces— son todas mentales. Y son muchas. Las salas a oscuras de las casas de mis amigos y de mi propia casa, la música retumbando en las paredes, Manolito y Vicente, algunas muchachas a quienes no debo mencionar. Escaleras, rincones, sudores de la noche tropical. Pantalones de mezclilla, tennis y camisetas que por primera vez usábamos, muy orondos, gracias a las tías del Norte, ésas que antes habían sido traidoras impronunciables. Discos de los Bee Gees y de Tavares, de la Streisand y Bonnie M, de KC, de “Saturday night fever” y de “Hotel California” que nos regalaron esas tías y los primos a los que por décadas tuvimos prohibido escribirles.
Ni siquiera es que haya muerto Donna Summer, a quien hace años no escuchaba con detenimiento, como tal vez ella tampoco cantara en medio de los dolores del cáncer. No es Donna Summer en sí misma: soy yo, somos nosotros, es nuestra juventud. Aquellos años que hoy no son ni fotografías, porque entonces muy pocos teníamos cámaras y muchos de aquellos papelitos se han perdido.
Lo cierto es que esta mañana, cuando leí la noticia, no me importó nada más: ni la camisa morada, ni los tufos del metro, ni los furibundos seguidores de los candidatos a la presidencia, ni el alma del mismísimo Carlos Fuentes. La reina ha muerto… ¡Viva la reina!

viernes, 11 de mayo de 2012

"Si no es para cuestionarlo todo, ¿entonces para qué escribir?"


                                                                    Foto de María Arechaga (2005)




En su número 23, correspondiente a este mes de mayo, la revista hispanoamericana de cultura OtroLunes ha dedicado su dossier de autor a mi obra literaria. Muchas gracias a los editores y a todos los amigos y colegas que durante estos veintitantos años han comentado algunos de mis libros o han dedicado su atención a algunos aspectos de mi quehacer creativo. A continuación, les comparto la entrevista exclusiva que para este número me hizo su director, Amir Valle y al final, el enlace donde podrán leer el dossier completo.


"Si no es para cuestionarlo todo, ¿entonces para qué escribir?"


Entrevista con Odette Alonso
Exclusiva para OtroLunes

 

 

POR AMIR VALLE



Lo más incómodo de estar entre esas personas a las que la escritora cubana Odette Alonso llama “amigo” o “hermano” es que uno olvida de pronto que está ante una de las voces más importantes de la literatura cubana; mérito que se ha ganado con una de las obras poéticas más originales y prolíficas de las últimas generaciones de poetas de su generación y apenas con dos libros de narrativa, uno de cuentos (Con la boca abierta) y una novela (Espejo de tres cuerpos), ambos de una altísima calidad que sorprenden más cuando uno recuerda que Cuba, a pesar de su espacio insular, posee una de las narrativas más ricas estilística y temáticamente en la lengua española.
Y quiero remarcar lo anterior: Odette Alonso es ya una voz imprescindible de las letras cubanas, porque en los muchos encuentros que he vivido con escritores cubanos de la isla o de esos tantos exilios que vive nuestro pueblo, la que viene a sentarse entre nosotros, cuando hablamos de literatura, de poesía, y tenemos que mencionarla, es el ser humano y no la escritora. Y pasamos largo tiempo hablando de sus picardías, su alegría y su optimismo, su rabiosa defensa de los amigos, sus mensajes en internet, su fidelidad… y al final, sólo al final, algo de su literatura, aun cuando sabemos que está ahí, en su segunda patria: México, escribiendo y que cada año nos sorprende con un nuevo libro, siempre diferente, como debe ser, seguro haciendo honor a un comentario que nos dijo a los entonces jovencísimos miembros del Taller Literario “Luis Díaz Oduardo” alguien muy querido por todos aquellos aprendices de escritores, allá en la Santiago de inicios de los 80s: “Se dice mucho que Cuba es una isla de poetas y de cuentistas, que levantas una piedra y salen cinco cuentistas y das una patada entre las yerbas y salen 10 poetas. Pero nadie dice que a veces lees tres libros de un poeta y parece que estás leyendo fotocopias del mismo libro, o lees cinco libros de cuentos y si le quitas el nombre a la portada no sabes a qué autor estás leyendo. La literatura no es seguir la moda, es escribir el libro como uno vive la vida, para que sea distinto con ese sello que sólo es tuyo”.
No sé si Odette estuvo ese día en aquella sesión del taller, porque a mi mente vienen solamente León Estrada y Mirna Figueredo, sentados junto a otro poeta, José Manuel Poveda, pero sí me atrevo a asegurar que escuchó esa idea del narrador Jorge Luis Hernández, porque era una tesis que defendía en todas partes: “un escritor no tiene que escribir muchos libros, tiene que escribir SUS libros”, decía remarcando el “sus” para recordarnos que un libro es, en primera instancia, el alma desnuda de un escritor y, como se sabe, cada quien tiene su alma y cada cuerpo, desnudo, es siempre distinto.
Por esas razones, porque cada uno de sus libros es una aportación significativa a nuestra literatura; porque ya son 25 años de prolífica carrera como poeta, escritora, ensayista, editora y promotora cultural; porque me aterra pensar cuánto farsante va por esos mundos llamándose “poeta” y proclamándolo con todos los ardides, trampas y enredos egocéntricos posibles, entretanto una escritora de la talla de Odette insiste en la humildad y la sencillez como ley de vida; me dije que ya era hora (y razones muchas existen) de que diéramos un poco de protagonismo, merecido, a la escritora que habita en Odette.
Una vez enviadas las preguntas vía email desde Berlín a México D.F, cuando le dije que había descubierto (otra vez, pasados tantos años) que nuestras carreras literarias empezaron con libros ganadores del mismo premio, el 13 de Marzo, en 1986 (ella en Crónica y yo en Cuento), me contestó: “Así mismo, corazón: somos hermanos por varias razones y muchas fechas”.
Bajo ese signo, el del respeto en la literatura y el cariño en la vida compartida, y encabezada por una frase de la mexicana Cristina Rivera Garza que Odette hace suya, llega esta entrevista.

  

 

Odette, piensa, luego existe

 
 
Perteneces a ese grupo de casi tres millones de cubanos que habitan en las distintas arenas del exilio, un exilio tan diverso que es imposible de abarcar, aunque por motivos que no vienen al caso ahora analizar ha sido dividido mayormente en “económico” y “político”. ¿En qué exilio habitas tú y qué razones decidieron tu salida de la isla?

Mi salida de Cuba, en 1992, respondió a una fusión de ambas condiciones: ya se había decretado elPeríodo Especial y no se avizoraba mejoría alguna en las condiciones económicas, sino todo lo contrario, y además, tenía claras mis divergencias políticas con el modelo de gobierno de la isla. En lo personal, sin metáforas, en aquel principio de los noventa pasé hambre: días sin comer, bolsitas de té hervidas una y otra vez, magros platos compartidos entre varios, bistec de toronja y picadillo de cáscara de plátano. Sin embargo, a estas alturas, veinte años después, ambos motivos —económico y político— se han fundido paulatinamente con una tercera opción: la humana. Porque mi actual residencia fuera de la isla no depende de ella: no vivo a disgusto ni en la espera. No creo que un cambio, favorable o hasta milagroso, en el actual estado de cosas de allá modificara mi lugar de residencia. Al menos en este momento, regresar definitivamente a Cuba no es ni un plan ni un sueño.


 
He dicho en alguna que otra entrevista que hay una Cuba íntima, personal, que va conmigo a todas partes y, precisamente por eso, nadie puede arrebatarme, aunque no pueda decir lo mismo de la Cuba geográfica. ¿Cómo es la Cuba que en ti habita?

La Cuba de la memoria, de la niñez y la juventud, la que ya no existe. Recuerdos hermosos y recuerdos terribles: días de playa y plan Escuela al Campo, besos furtivos y miedos abiertos, calles soleadas y tardes lluviosas. Casas viejas pobladas de fantasmas, un barquito de papel bajo el aguacero, paseos de domingos a mediodía con Piri y mi mamá, a tomar coppelitas rizados de vainilla y chocolate o merendar en Las Novedades. El cine Cuba, que olía a semen, el teatro Oriente, las pizzas y los espaguetis de La Fontana, que jugábamos a quién acababa primero de comerlos. La lanchita cruzando de Ciudamar a La Socapa o al Cayo, ese olor de la bahía, el Barrio Técnico y Punta Gorda, el humo de la refinería, el mar azulísimo y brillante visto desde el Morro. Universidad, oficinas, asambleas, compromisos, amenazas, disimulos y risas. Cafés en el Parque del Ajedrez y La Isabelica, viajes por toda la isla, desde Moa hasta Sandino, en Pinar del Río. Noches de alcohol y Escalera, noches de inventar otro mundo, la cultura desbordada por doquier, el arte y la creación como centros alrededor de los cuales se acomodaba el resto de la vida. Y La Habana y el malecón y las noches del BarTolo en la Casa del Joven Creador. Amores y pasiones, un mapa de amigos y lugares, una especie de novela. Una autobiografía.



Entre amigos (o una versión más personal de Odette)

 
 
Quienes te conocemos desde hace ya unos cuantos años, quienes te leemos, quienes te seguimos en tu blog Parque del Ajedrez, damos fe de que sientes un respeto casi ciego, suicida en ocasiones, por esos otros seres humanos a quienes podemos llamar “amigos”. Pero la amistad suele ser, también, una escuela de la vida para darte lecciones de cuán cambiante puede ser la especie humana de cara a sus circunstancias históricas y a sus credos, filiaciones y preferencias. Quiero entonces que valores, desde estas dos perspectivas: la de la complicidad y la de la traición, cuánto ha definido a la Odette que hoy eres la experiencia de la amistad.

Es posible que peque de inocencia o de ingenuidad al prodigar esa condición con tanta generosidad, pero cuando digo que alguien es mi amigo —y lo hago con mucha frecuencia—, es porque así lo siento y lo creo. Cualquiera habla mal de otro en algún momento, cualquiera repite un mal chisme, cualquiera se enoja, o se burla, o tiene diferencias políticas con un amigo, y no por eso se deja de serlo. Quieres me conocen, saben que no guardo rencores, o al menos no por mucho tiempo. O al menos no por cuestiones que me parezcan de importancia menor, o pasajera. También sé que la amistad es dialéctica, por usar un término tan repetido en nuestra educación escolarizada en la isla: los amigos van y vienen; unos permanecen, otros se retiran, otros nos sorprenden apareciendo como joyas nuevas en la edad madura. Hay algunos de los que no tenemos noticias en años; otros a los que vemos diariamente, aunque sea en las redes sociales, ese invento maravilloso de la época tecnológica. Para mí, son un componente fundamental de mi existencia; son mi familia elegida, compañía y amparo, ese grupo de soporte y de aliento que siempre está cuando le necesito. Mis otros hermanos. Partes de mí.

 
 
Si quisieras rescatar de la memoria esas personas que han sido fundamentales para la formación de tu personalidad, tanto de la mujer como de la escritora que eres, ¿en quiénes piensas y por qué razones?

Tal vez los primeros serían mis tíos Noris y Pepín, con ese carácter siempre afable y simpático que les heredé, con esa valentía que desafió su tiempo, y mi abuelo José, el asturiano —cabezón, necio, atrabancado—, que me crió en esos años fundamentales de la primera infancia. Mi hermana Ludmila (Piri) ha sido la compañera perenne; creo que los momentos de complacencia y los de disgusto, con ella y en común, moldearon mucho del carácter de las dos, nuestras certezas e incertidumbres. De mi abuela Cristina siempre evoco el sentido del humor, el placer por la lectura y otras circunstancias que, por menos favorables, también marcaron lo que soy. Mi mamá, que a algunos podría haberles parecido demasiado permisiva, me enseñó —aun desde sus silencios y sus dolores— que uno debe seguir el camino que elige sin prestar demasiada atención a la maledicencia de los demás.
Si bien el componente escrutador y cuestionante forma parte de mi personalidad, en la universidad, con Lino Verdecia, mi asesor de tesis, reforcé esa responsabilidad de decir y defender lo que pienso aunque el resto esté en contra. En aquel entonces, a veces sin medir consecuencias; ahora, con los años, un poco más razonada y prudentemente. Por esa época del despertar a la vida profesional, fueron importantes la cercanía, los consejos, la guía y el aprendizaje con Pepe Fernández Pequeño, Jorge Luis Hernández y Marta Mosquera. También la convivencia con los poetas y demás artistas de la llamada Generación de los Ochenta, especialmente mis compañeros de trabajo en la Casa del Joven Creador, ese palacete casi mítico de San Pedro y Sol, en la habanera Avenida del Puerto.



Debo confesar que gracias a ti, al modo natural, abierto, libre en que te proyectas como ser humano, aprendí que el más vital de los sentimientos humanos: el amor, cuando ocurre entre dos personas del mismo sexo no es cuestión de “desviados” o “raritos”, como nos metieron en las venas allá, en la Cuba machista e intolerante en la que crecimos. Verte amar con la misma naturalidad con la que yo lo hice y lo hago ha sido a lo largo de estos años de amistad una hermosa lección de vida que te agradeceré siempre. Pero, ¿cuánto de trauma y de liberación te ha traído el amor?

El amor me ha traído las mismas alegrías y sinsabores que a cualquier otra persona; lo distinto en mi caso —si pudiera llamársele distinto— es el destinatario —es decir, la destinataria— de mis amores. Hay modos en mí que no puedo explicar, que acontecen naturalmente en un dejarme fluir. No te diré que los inicios fueran fáciles, pero no recuerdo haber tenido traumas internos, dudas, inquietudes morales, confrontaciones íntimas. Los problemas eran externos: la familia, los amigos, los vecinos, la escuela o el trabajo, la sociedad; cómo vivir aquello que no era permitido ni bien visto, que debía ocultarse, disimularse, camuflarse, porque siempre implicaba un riesgo, una pérdida inminente, una espada de Damocles. Un peligro que iba más allá de mí misma, porque a cuántas de mis amigas no les cuestionaron su sexualidad o las miraron con sospecha por frecuentar mi compañía o visitar mi casa; cuántas y cuántos se alejaron cuando “lo supieron”; cuántas y cuántos se entretuvieron especulando acerca de mi vida privada y hasta trataron de “salvarme” o de limitarme espacios para que no propagara ese mal ejemplo
Pero yo no tengo remedio, hijo, y para mí ha sido una liberación eso que la moda designó con el término salir del clóset o del armario. Es un alivio poder ser abiertamente como soy, y escribir y hablar sobre eso, como los otros hablan de sus hijos, de sus maridos o mujeres. Porque realmente no es tan distinto, si es que algo de distinto tuviera. Es simplemente una vida. Como cualquier otra. Si alguien tiene problemas con eso, son sus problemas, no los míos.


Odette Alonso Yodú, la que escribe

 
 
El primer poema. ¿Recuerdas cuándo y en qué circunstancias ocurrió?

Exactamente el primero, no. Recuerdo un manojo de poemas estructurados en cuartetas, muy bien medidos y rimados, que le escribí a una muchacha de la que estaba enamorada en el Preuniversitario. No recuerdo si se los enseñé alguna vez. Los tenía escondidos dentro de un libro en la gaveta de un escritorio abandonado en un rincón de mi casa. Cuando decidí irme a La Habana, me deshice de muchos papeles viejos y “comprometedores” y entre ésos, fueron destruidos aquellos poemitas.



Define poesía

La poesía es una cosmovisión y un modus vivendi. Algo indefinible, indescriptible, que está dentro de mí, en mi esencia. Una manera de mirar, de organizar mentalmente lo que veo, de sentir y ya después de digerido todo esto, sólo después, una manera de escribir.



¿Recuerdas el momento en que escribiste el primer cuento? ¿Qué ocurrió que decidiste saltar de tu género más “caminado”, la poesía, hacia el riesgo de escribir, como diría Cortázar, “una novela depurada de ripios”?

Fue una tarde del verano de 1993 en el apartamento donde entonces vivía, en la zona de Santa Mónica, Estado de México. El primer párrafo de “Santa Fe” describe el ambiente real de aquella tarde: “Llueve torrencialmente. Las gotas golpean el techo y la música sube de volumen. Me sirvo un trago largo, como triple. Un ron añejo, color miel. Lo huelo mientras veo la lluvia a través del cristal de la ventana“. Después de haber hecho exactamente eso, me senté ante la máquina de escribir mecánica y redacté de un tirón la primera versión de “Santa Fe” y a continuación, como poseída por un frenesí, escribí, también sin interrupción, “Examen final”. Ambos cuentos forman parte del que sería años después mi primer libro de relatos, Con la boca abierta, y marcan las dos líneas que ha seguido hasta ahora mi narrativa: historias y personajes ubicados en Cuba, historias y personajes ubicados en México.
Ya te había dicho que hay modos en mí que no puedo explicar, ese dejarme fluir. Así fue también el salto a la narrativa, sin traumas ni cuestionamientos.  Después he pensado, ya más razonadamente, que las estructuras de la poesía no me permitían decir algunas cosas de manera menos sintética y menos metafórica, que era una necesidad explorar nuevas formas de decir, pero no fue, entonces, una decisión consciente ni planeada.



Para hacer justicia a quienes dicen que yo soy muy apasionado, repetiré aquí algo que ya he dicho y escrito: tu novela Espejo de tres cuerpos es una de las mejores obras de tema lésbico que he leído (y ya sabes que, como dice mi mujer, leo hasta durmiendo). Quiero que lances tu mente a ese momento en que nació la idea y me digas qué obstáculos creíste tener entonces para lanzarte de cabeza al género.

Fue en los primeros años del siglo. Estaba fascinada con el “descubrimiento” de la narrativa y muy divertida contrariando ciertos cánones y paradigmas.  Tú que me conoces desde hace tantos años, sabes que siempre he tenido una premisa que resumiré con esta frase de Cristina Rivera Garza, una de mis más admiradas narradoras actuales: “Si no es para cuestionarlo todo, ¿entonces para qué escribir?” En la búsqueda de anécdotas provocadoras, que subvirtieran lo “aceptado” y pusieran en un temblor a las buenas conciencias, se me plantó en la mente la imagen del triángulo amoroso lésbico que es el centro argumental de Espejo de tres cuerpos. Lo que pensé inicialmente como cuento, fue convirtiéndose en novela ante mi propio asombro. Era como si los personajes me tomaran de la mano y me llevaran adonde ellos querían o me empujaran sin cortesía alguna. A veces pienso que fui simplemente su escribana. Pero me divertí a mares escribiéndola.



Llama la atención que mientras en tu obra poética hay un amplísimo muestrario de temas, asuntos, situaciones, impactos íntimos o sociales, en tu obra cuentística y novelística publicada parece que tu mirada se fija en un punto específico: el conflicto existencial que genera en los seres humanos la intolerancia de nuestras sociedades hacia la homosexualidad. ¿Cómo lo ves tú?

Ése ha sido un azar más editorial que creativo. Con el boom de la “cosa gay”, casas editoras especializadas en la temática se interesaron por mi obra y le abrieron las puertas al poemario El levísimo ruido de sus pasos (Barcelona, Ellas, 2005), la colección de cuentos Con la boca abierta(Madrid, Odisea, 2006) y la novela Espejo de tres cuerpos (México, Quimera, 2009). Mientras, cuando menos otro libro de cuentos, de “temas varios”, Hotel Pánico, y una selección de crónicas publicadas en el Parque del Ajedrez, duermen el injusto sueño de las gavetas desde hace unos cinco años, sin que las editoriales a las que los he propuesto hallen los patrocinios necesarios para dejarlos existir.



México es curiosamente un país con índices de lectura muy bajos pero con una de las más ricas literaturas en lengua española, una verdadera fábrica de excelentes escritores. ¿Qué experiencia has tenido en relación con esa realidad?

Es un país con muchos contrastes y uno de ellos es ése. Aunque pareciera que no, porque a estas alturas los esfuerzos van dando frutos y porque no dejo de trabajar ni un instante, realmente ha sido muy difícil insertarme en los circuitos culturales mexicanos. Alguna vez le decía a un amigo que cuando uno emigra, tarda cuando menos una década en alcanzar el nivel de trabajo y reconocimiento que tenía en el país que dejó. Y en un ámbito tan competido como es la creación literaria, en un país con más de 100 millones de habitantes, las puertas y los caminos no se le abren tan fácilmente a un extranjero. Hay que picar piedra —y sospecho que durante toda la vida— para tratar de paliar esa condición de advenedizo, aunque siempre ha habido y habrá personas y grupos inclusivos y solidarios.
Por ejemplo, no hay como las ferias del libro —de las cuales se celebran decenas anualmente en todo México— para constatar las cantidades asombrosas de personas que se interesan por la literatura y la creación en sus más variados géneros. Desde hace seis años he tenido la oportunidad y el privilegio de organizar en el marco de la Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería, la más importante de la ciudad de México y la más antigua del país, un ciclo que incluye lecturas, charlas, debates y presentaciones de escritoras latinoamericanas. Resulta siempre satisfactorio ver cuántas personas, y sobre todo jóvenes, se acercan con respeto e interés a las actividades y a las escritoras.



Específicamente en el plano literario, intelectual, cultural, ¿qué enriquecimientos y qué pérdidas te ha traído el exilio?

Ya lo he dicho en otras ocasiones, para mí la migración —no sé si seguirle llamando exilio a estas alturas, con la carga de resentimiento y pesimismo que envuelve a ese término— ha sido una bendición, un beneficio, una fortuna. Soy ante todo, por encima de cualquier otra cosa, una observadora, una viajera, una persona que necesita moverse constantemente. Y la posibilidad de insertarme en otra realidad, que es a su vez muchas realidades, me permite una amplitud de visión y análisis y una multiplicidad de enfoques. Trascender no sólo el espacio geográfico, sino la condición insular: me aburren las cosas de un solo color, de un solo tipo, de un solo tono; he tenido y tengo parejas y amigos de distintas nacionalidades con quienes comparto una riquísima convivencia intercultural, he podido acceder a circunstancias, lecturas, viajes, que no habría podido tener —o hubiera sido más difícil— en los marcos reducidos —no sólo topográficos— de la isla. Sin México, no existiría la mitad de mi literatura, no tendría la mitad de mis amigos, no conocería la mitad de lo que sé. Sin México, sin el exilio, no sería la persona que soy.



Voy a mencionar, intencionalmente en total desorden, algunos (sólo algunos) lugares, momentos, ciudades, que bien sé, parafraseando a cierto poeta romántico,  “pasaron por tu vida”, con la intención de preguntarte qué quedó en ésa, tu vida, de ese paso y qué personas te vienen a la mente cuando piensas en ello. Espero que no hagas trampas y escribas lo primero que te vino a la mente:

Santiago de Cuba: el inicio de todo

Los años 80: la explosión
México, D.F., específicamente 1992, tu primer día: llovizna sobre la Catedral iluminada

La Universidad de Oriente y su Taller: molestia, desconcierto, no entendí por qué “destruían” mi poema

España: el mar de Alicante, las calles de Madrid, la bellísima Barcelona, Valencia tan parecida a Santiago, mis amigos

Los talleres literarios en Santiago: Aida Bähr

El Parque del Ajedrez: café y amistad

La Habana: la novia

Casa Heredia: los talleres, la oficina, el patio adoquinado, las galerías frescas

Premio 13 de Marzo 1986: el paquete con mis primeros libros en la oficina de la FEU de la Universidad de La Habana

Casa de la UNEAC de Santiago: los balances de la entrada, La Jutía Conga

Premio Internacional de Poesía “Nicolás Guillén” 1999: Insomnios en la noche del espejo, ¡por fin quedé conforme con ese libro!

Miami: la delicia de ese mar y los amigos

México, como experiencia de vida: enorme, insustituible, mi verdadera casa.




Para leer el dossier completo: OtroLunes número 23