martes, 30 de agosto de 2011

¡Basta ya!





El día de ayer amanecimos, sorpresivamente, con una nueva configuración en la privacidad de Facebook. Usted tal vez diga: “¡Bah, pero qué importancia tiene eso!”… Pues fíjese que sí la tiene y le explico por qué: como evidentemente el público meta de las redes sociales son los jóvenes y adolescentes de los estratos más consumistas —sólo hay que ver la edad y procedencia de sus creadores—, para mantener cautiva su de por sí dispersa atención es imprescindible hacer modificaciones constantes —aun de lo que funcione con excelencia— para que no se aburran ni migren a otras redes.
Pero a los mayorcitos —los que no queremos quedarnos al margen del “progreso” porque ya se sabe que quien no está en las redes, no existe—, a los mayorcitos, decía, necesitados de estabilidades y tranquilidad espiritual, ese cambia cambia nos viene fatal. Nos pone en un nervio tener que aprendernos de nuevo para qué sirve cada botoncito, qué debemos apretar y qué no, cómo subir ahora los enlaces que antes eran tan fáciles, quiénes ven lo que ponemos y a quiénes debemos ocultárselo. Y como la vida tecnológica va celera y a galope, todo lo nuevo tenemos que aprehenderlo a una velocidad que, a nuestra edad, resulta casi criminal y, cuando menos, nos refuerza el insomnio.
No falta quienes se despierten a las tres de la mañana dudando si habrán apretado algo incorrecto en el nuevo diseño que, al actualizar el estado, pretende que agreguemos el lugar en donde estamos y los amigos que nos acompañan. Uno, que ha vivido vigilado toda la vida —por los padres, por las parejas, por el G2—, vocifera: “Bueno, chico, y a ti qué te importa”, pero acabas levantándote a revisar mil veces la “seguridad de la cuenta” y preguntándoles si se ve tal o cual cosa a todos los contactos que, a esa misma hora, están poseídos por la misma angustia.
No señor, no señora: no cuestionen, incrédulos y desafiantes, para qué sirve todo ese tira y jala. Las redes sociales son uno de los pocos medios para estar cerca, diaria e inmediatamente, de quienes están lejos en la geografía. ¿De qué otro modo podría saber con regularidad de mi gente de La Habana o de Miami, de Lacho que está en Madrid y Margarita en Normandía, de Guedea y Miriela que viven en Nueva Zelanda, de Aleisa en el Polo Norte o Damaris y Héctor en Chile? ¿Dónde, si no, puede uno preguntar en el momento en que lo necesite, sin estar sacando la cuenta de qué hora es en Europa, "Oigan, ¿en la menopausia da comezón en la espinilla o eso será otra cosa?", u "Oigan, ¿por dónde va el ciclón? ¿Ya está lloviendo allá?"... O compartir mensajes de urgencia como: "¡Júrenme que el Tylenol envenena! ¡Entonces ha sido un milagro que no nos hayamos muerto hace veinte años!"
Las redes sociales son como una fiesta donde están (casi) todos y quién puede decir que no es real si el encuentro se produce y nos hace felices o nos pone nostálgicos de verdad. Si las noticias y los rumores, como ése tremendo que anda circulando hace un ratito, llegan en un dos por tres a los más remotos confines del globo terráqueo. Además, son de lo más propicias para realizar círculos de estudio de la Esfera Ideológica donde se debata —con todo y acto de repudio incluido— temas tan capitales como quién tiene la razón, si Edmundo García o Pablo Milanés, o si Javier Sicilia debe o no darle de besos a los legisladores.
Por eso los cambios repentinos nos desestabilizan, nos hacen sentir nuevamente al borde de la orfandad y el abandono en que vivíamos antes de que las redes se inventaran. Cada uno tirado en su esquina del mundo, sin dinero para llamadas frecuentes y esperando por meses al correo postal. Por eso es impostergable tomar acciones drásticas e inmediatas. En otros tiempos llamaría al boicot, pero como me siento incapaz de dejar de usar Facebook, convoco entonces a una gran marcha mundial en las principales plazas de todo el universo y galaxias circundantes, para hacer valer nuestro derecho a la democrática libre expresión. Dejemos sentir nuestras voces indignadas. Gritemos: ¡Basta ya de aguantar imposiciones! ¡No queremos que cambien ni un pinche botoncito más sin consultarnos!
O exijamos que sin ningún tipo de discriminación, división ni menosprecio nos diseñen una plantilla especial para adultos. Y otra para adultos mayores. Y otra para personas con capacidades diferentes. Una para revolucionarios y otra para gusanos. Una para quienes creen que Fidel Castro acaba de morir, y otra para quienes tienen duda de que eso sea cierto. Una para radicales y otra para conservadores. Y con todo respeto a las diferencias y especificidades, una para gays y otra para lesbianas, una para bisexuales y otra para intersexuales, una para travestis, otra para transexuales y otra más para transgéneros. Una para sadomasoquistas y una para zoofílicos. Una para curas pederastas y otra para los montones y montones de pederastas que no son curas. Una para feministas y otra para lesbofeministas. Una para feministas autónomas y otra para lesbofeministas autónomas. Una para académicos y otra para protestantes. Y si queda todavía alguien sin mencionar, una más para heterosexuales normalitos. ¡A ver si puedes, Mark Zuckerberg (con ese apellido tan comprometedor)! ¡A ver si de verdad eres tan chingoncito, mijo!
Mexicanas y mexicanos feisbuqueros, hermanos y hermanas solidarios de todos los estados de la República y de todas las naciones, marchemos todos esta noche del Ángel de la Independencia al Zócalo capitalino. Digamos al muchacho de Facebook que “¡Ya basta!”
(Habrá base de taxis para los mayorcitos que no tengamos ganas de echarnos esa caminadota.)

jueves, 25 de agosto de 2011

Virgo (historia con un poco de Facebook)

Algo así, aunque menos adornada, más tosca...






Era una casa al estilo de las viejas haciendas mexicanas, con gruesos muros de piedra rojiza o anaranjada y una iluminación tenue. Allí vivía una familia entrañable: había trabajado alguna vez con el patriarca y quedó una amistad muy bonita con sus hijas, especialmente las dos que cada año me invitaban a la gran fiesta que se ofrecía en ocasión del cumpleaños de su padre. Asistí un par de veces, y como la casa quedaba en las afueras, ellas me permitían pernoctar allí, por lo que el suceso se convertía en una especie de aventura o vacación.
Ya estaba a punto de recibir la llamada anual pero por alguna razón, de ésas que no sabemos explicar —hormonal tal vez—, en esta ocasión no quería participar y me resultaba angustioso tener que negarme. Sobre todo porque yo misma no podía hallar la causa de mi rechazo ni encontraba pretexto que esgrimir cuando ellos siempre fueron tan cariñosos y generosos conmigo. Cuando desperté, me resultó aun más desconcertante que aquella situación, tan vívida, no hubiera ocurrido nunca en este plano de la “realidad” y no conozca un lugar similar ni a una familia como ésa.
Como en los tiempos actuales las redes sociales son una suerte de internados o comunas en las que compartimos casi todo, lo primero que hice, después de poner el café y realizar algún que otro ejercicio fisiológico, fue contarles a mis correligionarios de Facebook el sueño y la sensación. Al instante, Aura, asombrada, confesó que ése ha sido su sueño recurrente desde que tenía siete años. “Los sueños”, me dijo, “son superiores a nuestros egos, la física cuántica existe, los vasos comunicantes están abiertos, la vibra de las auras rebasa kilómetros y minutosluz, se abren puertas dimensionales, todo es paralelo”. Al mismo tiempo, mientras ella escribía en su casa y no había “dado enter” al comentario anterior, yo había escrito en la mía: “Son los misterios de los planos cohabitantes, esas cosas que todavía no alcanzamos a entender con nuestras mentes lógicas y absurdas”.
Un rato después, cuando me bañaba —el sonido del agua a veces propicia un profuso fluir del pensamiento—, recordé algunas escenas de la más reciente película de Woody Allen, Medianoche en París; ésas en las que el protagonista viaja al pasado y se encuentra con las grandes personalidades de los años veinte y de la Belle Époque. “Todos los tiempos han sucedido, suceden y sucederán sobre el mismo espacio”, me explicó una vez mi querida Maya Islas. El espacio es limitado; el tiempo, infinito. Me lo dijo cuando le narré un suceso que me había contado otro amigo queridísimo —a quien no mencionaré, porque no le gustaría—: viajaba él en un autobús que se detuvo ante un semáforo en el madrileño Paseo del Prado. Miraba hacia fuera por las amplias ventanillas cuando, de pronto, todo cambió: la calle ya no era pavimentada sino terregosa, había carruajes tirados por caballos y las personas vestían a la usanza de algún tiempo indefiniblemente pasado: coquetos parasoles floreados y amplias y largas faldas las mujeres; levitas y sombrero de copa los hombres, que además portaban pelucas de ricitos. Aquella escena duró los poquísimos segundos que tarda el semáforo en cambiar de luz. Cuando la guagua —diríamos los cubanos— aceleró, todo volvió a ser como antes, algunos afirmarían que “normal”.
Salí del baño apurada porque el tiempo convencional no se detiene y ya se me estaba haciendo tardísimo, pero no pude evitar volver a asomarme al Facebook donde Carlos Barahona bromeaba: “Feliz cumpleaños, Dios... ¡Gracias por todo lo que nos has dado en estos 60 años!” Mientras me vestía me dije: “Si hoy es cumpleaños del Viejo —Virgo... ¡ahora lo entiendo todo!—, tal vez tenga sentido mi sueño...”
Cuando alcé las cortinas ahí estaban las palomas del vecindario, gordotas, rozagantes, meciéndose en el cable que tarde o temprano tumbarán porque son como los elefantes que se columpian sobre la tela de la araña. Me quedé viéndolas fijamente —y ellas a mí, tan desafiantes, tan atrevidas—. Recordé que es precisamente una paloma —supongo que tan cagona como éstas— la representación del alma del Señor aquel. Sin titubear pegué en el vidrio, como cada mañana, y las espanté: “Chu chu…” en medio de otras imprecaciones irrepetibles. A lo lejos, en sordina, se oía un sonsonete: “Se compran/ colchones,/ estufas,/ lavadoras,/ tambores,/ microondas/ o algo de fierro viejo que venda”…

martes, 2 de agosto de 2011

Lichi

Eliseo Alberto de Diego García Marruz
(Arroyo Naranjo, 1951-Ciudad de México, 2011)



La mañana del domingo era espléndida. El sol relumbraba y un vientecillo fresco nos mantenía enfundados en los suéteres y chamarritas ligeras de esta época. Mientras lavaba los trastes del desayuno, escuché el anuncio de mensajes de mi celular y pensé que Movistar había empezado demasiado temprano la jodienda de sus “promociones”. Sonó la alarma una segunda vez y minutos después el timbre del teléfono. En ese instante, antes de levantar el auricular, supe que no se trataba de las boberías cotidianas de mi empresa de telecomunicaciones.

La infausta noticia punzó al mismo tiempo la oreja y la mirada. Fernando lo decía en la pantalla del móvil y Margarita me lo estaba confirmando con su voz rajada: Lichi se había ido. El resto del domingo fue una cascada de cristales rotos. No dejé de acordarme, una y otra vez, del apartamento de la avenida Pacífico donde lo conocí en el 92, de María José chiquita y de las dos ollas, una de frijoles negros y otra de arroz blanco, que cocinaba —yo las vi, no es sólo un mito— para que comieran “algo” quienes lo visitaban cada día, mientras caían fascinados por su locuacidad e ingenio, como moscas en la telaraña.

Todas mis memorias de Lichi tienen que ver con su verbo enjundioso, su honda cubanía, esa manera de ser tremendamente amigo, y con los chistes y ocurrencias que soltaba a manojos. Ahora mismo lo recuerdo, por ejemplo, en una de las salas del Centro Cultural Bella Época, entre los presentadores del libro de otro compatriota. Antes de empezar su intervención prometió tratar de ser breve, pero advirtió que debe tenerse sumo cuidado cuando se le da un micrófono a un cubano, porque se corre el riesgo de que se pase cincuenta años hablando sin parar.

Tres gestos tuvo conmigo —entre tantísimos otros— que hablan de su enorme gentileza. El primero, haberme incluido en la lista de los artistas de la diáspora cubana que cita en su Informe contra mí mismo cuando era apenas una desconocida y recién llegada aprendiz de poeta; el segundo, reproducir en su columna semanal del Milenio algunos fragmentos de un artículo publicado en este Parque del Ajedrez a raíz de la aprobación en España del matrimonio entre personas del mismo sexo; el tercero, confiarme su soneto “Por el barrio chino” para mi Antología de la poesía cubana del exilio:


Huele a semen, de noche, el barrio chino.

Cuatro putas usadas se pasean

por la calle. Dos griegos las desean.

Lleva el chulo camisa azul, de lino.


Una señora grita a su vecino,

de balcón a balcón. Su voz se apaga.

¡Cómo sangra la noche por la llaga

del loco y la borracha y su asesino!


Espías, camajanes, atorrantes

se ofrecen a buen precio como amantes.

“Chinito tú, chinita yo, ¡mi chino!”


La noche es una vieja puta enferma.

La basura se mezcla con la esperma.

“Si no vino a templar, ¿para qué vino?”


A fines de 2003 fuimos parte de los convocados por la Universidad de Alicante a un simposio para pedir la libertad del poeta Raúl Rivero y todos los prisioneros de la primavera negra. No olvidaré aquellos desayunos frente al mar, sus anécdotas de la noche habanera que los más jóvenes no conocimos, o de las andanzas de su mítica familia, o de las tramas de su próxima novela. En una de aquellas opíparas cenas de tapas, contaba de un amigo al que cierto extranjero le preguntó, sensiblemente preocupado, qué haríamos los cubanos cuando muriera Fidel; el susodicho respondió: “Enterrarlo, compadre, enterrarlo…” Y el verbo salía de la boca de Lichi con esa erre arrastrada, tan entrañable.

“Tú no me visitas, poeta”, me reclamó, con razón, una de las últimas veces que nos vimos, en la fonda La Cubana de Rolando Brito, ese paraíso del sabor nacional, en todas las acepciones de la frase. Él amaba esa comida de la patria. Guisarla y degustarla, disertar sobre recetas y modos tradicionales de preparación. No recuerdo haber pasado mayor apuro que el día que lo invité a casa junto con otro grupo de amigos de paso por la ciudad. Sudaba frío: ¿Cómo brindarle un congrí como el mío al maestro del congrí? Pero él lo comió cual si de un manjar se tratara, haciéndonos reír de bocado en bocado.

Y aquí nos hemos quedado, Lichi, comiéndonos a bocados —y regurgitándola— esa isla con cuerpo de lagarto que flota en un mar de tamal en cazuela. Hasta que regrese por nosotros la Catrina coqueta de falda larga, sombrero y paraguas, que te colgó de su brazo el domingo pasado. De nuevo nos llevas ventaja. Lo único bueno de esto es que cuando nos reencontremos, ya te sabrás todos los chistes y los chismes sabrosos de aquella orilla y otra vez pasaremos tardes y tardes muertos de risa oyéndote contarlos.