martes, 31 de mayo de 2011

Luces desde la oscuridad



“¡Claro! ¡Cómo no van a gustarme!”, me dije, sorprendida aún, cuando de pronto, mientras paladeaba mi caramel macchiato de Starbucks en el food curt de la Terminal 2, se me posó en la mente el recuerdo de aquellas tardes santiagueras en las que, con mi abuela Cristina o mi abuelo José, tomábamos la ruta 11 e íbamos al aeropuerto, muy contentas y vestidas de domingo, a merendar bocaditos de jamón y queso, jugos y hasta algún pastelito fino, que allá se llaman dulces. Y luego, subíamos a la terraza a ver llegar el vuelo de La Habana, que era un avión grandísimo, del tamaño de los más chiquitos de ahora. Cuatrimotor, como el del doctor de la vacunación de María Elena Walsh, y después de turbina. Pero cuando llegaron ésos, unos rusos IL-42 a los que se subía por la cola —con y sin albur—, ya no había bocaditos de jamón en la cafetería para nacionales ni daban durante el vuelo aquellos fantásticos entremeses de carnes frías o caramelitos envueltos, de ésos que acá se llaman dulces.

Pero a lo que íbamos: la cuestión es que mientras desayunaba en la Terminal 2 descubrí la semilla del porqué me gustan los aeropuertos: porque ir al Antonio Maceo era ocasión de alegría: merienda o viaje, siempre paseo. Desde entonces, los aeropuertos son el preludio del tránsito, del movimiento, del cambio. Me gusta esa sensación de vida provisional que repite sus rutinas, pero son otras, y anuncian que, al menos por unos días, seremos distintos, tal vez nosotros mismos o esa otra parte de nosotros mismos que la cotidianidad se traga y pulveriza. Lo que puedan molestarme los trámites o los agentes aduanales y de migración —que casi siempre es poco y también rutinario— no tiene comparación con el placer de recorrer esos pasillos largos y esas tiendas coloridas llenas de perfumitos y licores o de mirar, a través de los grandes ventanales, esos tiburones del aire que me fascinan y me incitan.

Porque no hago más que entrar a un aeropuerto y se detona el instinto que me regresa a la creación. Como en un caleidoscopio, se suceden las imágenes y empiezo a ver y a prever con esos ojos locos, esquizofrénicos, con que vemos los artistas. Cada vez que cierro la libreta creyendo haber terminado de anotar alguna idea, la siguiente me urge a volverla a abrir. Hay temporadas en que sólo pienso —o sólo me resulta interesante lo que pienso— en esa soledad acompañada de los aeropuertos o asomada a la ventanilla desde donde la tierra es una maqueta y el mar, un charco azul brillante o una boca de lobo.

Desde esas atalayas he observado brillos inexplicables en los anocheceres, las fraguas de Vulcano y los fuegos del infierno. Y campos de algodón que se transforman en animales prehistóricos o arenas movedizas. Desde ellas venía observando el domingo pasado la línea iridiscente de los cayos de la Florida cuando allí, frente a Key West, divisé esa mancha de luces. “Ahí, de ese lado”, me dije, “no puede ser otra cosa… pero ¿acaso está tan cerca?” Entonces, después de dar toda la información reglamentaria, el capitán comentó: “Lo que ven a su izquierda es la isla de Cuba”.

En un instante se me llenaron los ojos de lágrimas. Pensé que ese pedacito de mar, que desde allá arriba era sólo una cuarta de distancia, desde hace medio siglo se ha llenado de ahogados. Ese dolor subió desde la oscuridad, se me atoró en el pecho y ahogó también mi llanto. Observé el resplandor de La Habana mientras se perdía en la noche. Y la oscuridad volvió a salvarme hasta que dos horas más tarde la ciudad de México, sin principio ni fin, me llenara los ojos de fulgores y me diera ese empujón que hace adentrarse en ella como en un vientre más.

martes, 10 de mayo de 2011

Xalapa





Cuando llegué a Xalapa la primera vez, nadie me estaba esperando. Eran los finales de mayo del 92, hace casi veinte años, y llovía ―¿alguna vez no llueve en Xalapa?―. Entonces ―aunque ahora nos cueste creerlo― no había celulares y la amiga que debía esperarme no me pudo avisar del contratiempo que la retrasaría. Perdida en aquella terminal que me parecía enorme, sólo atiné a acercarme a un puesto de información turística atendido por un señor de apellido Farfán. Él me dio las monedas con las que marqué a casa de mi amiga, donde no respondía nadie. Prácticamente acabada de llegar de Cuba, el dinero que llevaba en los bolsillos era poquísimo. Y el miedo del alma, mucho.
Sin saber qué hacer, haciendo tiempo, conversaba a ratos con el señor Farfán, que resultó ser filatelista como había sido yo de niña. “Si no viene su amiga, le recomiendo un hotel”, me dijo. ¿Cuánto podría costar un hotel?... no tenía idea, pero sospechaba que sería carísimo. Insistí en el teléfono de mi amiga y entonces respondió la muchacha del aseo. Me dijo que los señores no estaban en casa y ni un detalle más. Temí quedarme a vivir allí, como Tom Hanks en el aeropuerto de la película.
Cuando las sombras empezaban a cernirse sobre la ciudad y habiéndole comentado de mi precariedad económica, el señor Farfán me recomendó el hotel Limón. Recuerdo un caserón viejo del centro y una habitación mínima. Creo que pagué 25 o 30 pesos, lo mismo que de taxi ―¡eran otros tiempos!―. El agua caliente nunca salió de la ducha. Sentí que se me pararía el corazón cuando el chorro heladísimo, ártico, me cayó sobre el cuerpo. Preferí conformarme con un rápido bañito vaquero ―orejas y rabo―, y salí a buscar algo de comer porque desde la tarde anterior, cuando me embarqué en Chetumal, no había probado bocado.
La calle era un Londres tropical, con la niebla hasta la altura de los tobillos. Seguramente exagero ―¿qué tendría de raro?―, pero no tanto. Bajé por una callecita empinada que me recordó las de mi Santiago natal. Ahora, con el tiempo, creo que era Xalapeños Ilustres. En la base de la loma había una tiendita; compré un pastel de queso con fresas, algo de tomar y volví a subir, un tanto angustiada, hacia el hotel, donde devoré aquel diminuto majar.
No sé cuánto demoró mi amiga en llegar. Había llamado, uno por uno, a todos los hoteles de la ciudad hasta que dio conmigo. Ya era de noche cuando salimos a la calle con todos mis matules y fuimos a comer unas tostadas al restaurán de Pepe El Negro en ese callejoncito del Centro. Así empezó mi historia en Xalapa. Todo me parecía mágico: el lago, la niebla, el verdor, la lluvia casi constante, las casitas de las Naveda en La Pitaya, el rumor del río, la simpatía de Jenny, el taller de Elsa, los grabados de Per, mis caminatas por toda la ciudad, el yogur de Chambourcí ―oh, sí― y el Chedraui de la vuelta de la catedral. No sé qué tiempo estaría allí esa primera vez, diez o quince días, no más, pero siempre me parece que he vivido en Xalapa toda una vida. Allí usé botas por primera vez, allí conocí a Joaquín Sabina. No al tipo en persona, sino al letrista y maestro del argot y del humor ―negro― ibérico. Adriana tenía las Mentiras piadosas y Física y química entre sus discos de cabecera y caí rendida a los pies de aquellas infinitas enumeraciones: Nietos de toreros disfrazados de ciclistas, ediles socialistas, putones verbeneros, peluqueros de esos que se llaman estilistas, musculitos, posturitas, cronistas carroñeros… O: Y si quieres también, puedo ser tu estación y tu tren, tu mal y tu bien, tu pan y tu vino, tu pecado, tu dios, tu asesino… O: Viejo verde en Sodoma, deportado en Siberia, sultán en un harén. ¿Policía? ni en broma, triunfador de la feria, gitanito en Jerez.
Ese mismo año, meses después regresé a Xalapa para impartir un curso opcional de historia de la literatura cubana a los estudiantes de la licenciatura en letras de la Universidad Veracruzana. Tenía 28 años y estaba más cerca de aquellos muchachos de lo que suele admitir uno en la tercera década. Colaboré en sus revistas, paseábamos la ciudad, compartíamos versos y licores. Esa vez me quedé, cuando mucho, un par de meses; ya la ciudad de México me había robado el corazón.
Otras veces volví. Con Elena y Abraham, con Dora y el año pasado a presentar la novela premiada de Yamilet García. Pero el próximo domingo volveré para bautizar mi antología poética personal Manuscrito hallado en alta mar, salida hace apenas unos días de las prensas de la Universidad Veracruzana; una reunión de toda mi poesía publicada en veinte años, desde “Balcón al mar” hasta “Parpadeos”, desde Enigma de la sed (Santiago de Cuba, 1989) hasta El levísimo ruido de sus pasos (Barcelona, 2005).
Este libro es un sueño largamente acariciado; dos décadas de vida y de recuerdos deambulan por sus páginas. Agradezco a Patricia Toledo el dibujo ―con tantos significados― que ha servido de ilustración para la portada; agradezco a Nina Crangle la cuidadosa ―y cariñosa― edición; agradezco a Germán Martínez la organización de la presentación y a Agustín del Moral y a la editorial de la UV la publicación de este Manuscrito que hoy, que es en México Día de la Madre, me hace sentir como si compartiera con todos mis hijos, los versos, este fantástico banquete.


La presentación de Manuscrito hallado en alta mar. Veinte años de poesía reunida (1989-2009) se realizará dentro de las actividades de la Feria Internacional del Libro Universitario, el domingo 15 de mayo a las 5:30 pm en la Galería de Artes Plásticas de la Unidad de Artes de la Universidad Veracruzana (Belisario Domínguez 25, Xalapa, Veracruz). Comentarios a cargo de Claudia Domínguez. Entrada libre, libros a la venta.