martes, 26 de enero de 2010

A bordo del encanto

Lectura de poemas el viernes en Voces en Tinta
(foto de Ildefonso García)



Y dale alegría, alegría a mi corazón
es lo único que te pido al menos hoy...

Fito


Qué mejor manera de celebrar el cumpleaños que con una lectura de poesía, pensé cuando se la propuse a Bertha de la Maza para Voces en Tinta, esa bonita librería, cafetería, foro cultural que ha puesto mi amiga en la Zona Rosa. Qué mejor forma que honrando a la literatura, que es la fuente de buena parte de mis placeres. Así que el viernes 22, en la víspera, nos juntamos en aquel “sitio en que tan bien se está” (al decir de Eliseo). La velada fue mucho más que compartir los versos con Minerva Salado y el auditorio: hubo preguntas, pláticas y hasta, al final, karaoke.
Una de aquellas inquietudes indagó acerca de la función del arte en tiempos de crisis. Esos tiempos han sido toda la vida: desde que tengo recuerdo, las noticias sostienen que vivimos en crisis. Una se sobrepone a la otra y, a su vez, preludia la siguiente y rememora a la anterior. En cada latitud o longitud, en cada pueblo de las islas o el continente, en cada familia conocida. “La vida es un estadio de crisis”, dijo Minerva. El salvoconducto a la superación, agregó Jacqueline, porque sólo ellas nos instan a “salir adelante”, a cambiar las circunstancias que agobian o limitan.
Si alguna misión tienen el arte y la literatura, en cualquier condición o tiempo, es ampliar los horizontes de la imaginación. Ni siquiera el libro mismo, o la obra de arte, tendrían importancia intrínseca por encima del viaje mental que puedan provocarle al lector: esa otra historia que cada leyente inventa, los rasgos que le otorga a los personajes, los lazos afectivos de identificación —o rechazo— que se producen.
Una amiga me confesó respecto de mi Espejo de tres cuerpos: “Hace un tiempo yo fui Ángeles”… No dijo “fui como Ángeles” sino “fui Ángeles”; las dos fundidas en un mismo y corpóreo recipiente. Algo así sentí con el Caín de Saramago. Mi imaginación viajaba junto al hijo de Eva por aquellos páramos de polvo y cardos, por las paradisiacas locaciones de pasto verdecido y sombra bondadosa. Quise ser ese Caín proscrito, errante, sin puerto fijo, testigo excepcional de presentes y presentes superpuestos, colindantes. Allí, en las tierras de Nod, en las estancias del palacio de Lilith, yo misma un tanto acainada escribiría:

LILITH

Su piel morena
brillante de sudor
es el principio de todos los caminos.
Me cabalga esa potra
me pone en el ombligo su perla reluciente
la hunde con el dedo
suelta la carcajada.
Estalla el aposento en mil haces de luz.
Ella recoge la túnica del suelo
traspasa los umbrales
se pierde entre mis ojos.



Esa posibilidad de simbiosis es el encanto de la literatura. Vivir la historia o incluso reinventarla; ser el personaje, la personaja; sentir en propia piel lo que el autor describe o lo que imaginamos a partir de su palabra. Por eso no me gusta la profusión de adjetivos ni las descripciones pormenorizadas: quien lee debe tener suficiente libertad para redibujar a su gusto y su acomodo. Sólo así la advertencia llegará hasta el punto exacto en que alumbre la llama, en que restalle el trueno. No es tan importante el mensaje que preestablezca el autor, como el individualísimo que cada lector reinterprete.
Lamenté que el final apresurado de Saramago, escrito sin placer, como quien se hubiera aburrido de su propia historia y quisiera salir del paso aunque dejara cabos sueltos, me robara la maravilla que el principio perfilara. Pero sólo unos días después Ana Clavel me regresó el encanto con El dibujante de sombras (Alfaguara, 2009). Qué esmerado cuidado del lenguaje, qué sobriedad de estilo, qué elegancia… Cada vez la frase exacta, como esculpida con una gubia finita sobre piedra dúctil y lustrosa.
Cundió en mí la magia de la literatura. Fue así como el narrador de Ana, tan racionalista y aparentemente parco, me lanzó el hechizo del encantamiento. Y no importó que fuera leyendo en el metro de ruidosos vendedores o en ese parquecito de la Juárez donde me gusta sentarme algunos viernes, a la vera nada menos que de Jordano Bruno con todo y capucha: ya estaba en la Europa del Siglo de las Luces, en medio de parajes inimaginables si no fuera porque Ana los armaba ante mis ojos como aquellas miniaturas de la cámara oscura del maese Calabria, cuyos secretos le enseñó al pequeño Giotto.
Por sus ojos —¡por los míos!— me adentré en el laberinto del corazón y el de los sueños de Giotto de Winterthur y Johann Kaspar Lavater. Me sigo cuestionando quién de ellos fue la luz y quién la oscuridad; cuál fuego redime y cuál consume… Víctima del encantamiento de la palabras bien dicha, de la mano firme que traza sin aspaviento esos paisajes, temblé, como Giotto, ante la rosa abierta y húmeda entre las piernas de la doncella Hilde —que muy doncella no era—, con la sombra doble y el duplicado placer de las gemelas Huber, con la luz argentada de la luna en los viñedos, en la piel azulosa de las muchachas.
Pero especialmente con el último grabado, el que dejó plasmado sobre el cuero el amor eterno de Clara Hubert: una boca balbuceante, un ojo ciego y perturbador, un haz de luz y sombras que, siendo el centro mismo del universo en eclosión, Lavater confunde con el óculo del Maligno, con la entrada del infierno. ¡Qué dos cosas tan cercanas y semejantes! Tanto como esos tesoros que sólo pueden resplandecer en las tinieblas, que al exponerlos a la luz se carbonizan.
Qué mejor manera de celebrar un cumpleaños que entre ese tesoro que son amigos, pensaba la tarde del sábado mientras repartía abrazos, cervezas y cocteles. Y reía, corriendo de la sala a la cocina y viceversa, sin imaginar siquiera que la maravilla regresaría en la voz de Neiffe Peña y la guitarra de Manolito Mulet quienes, con la generosidad de los buenos amigos, nos regalaron un recital privado de boleros, tonadas venezolanas, canciones mexicanas, cubanas, latinoamericanas.
“El arte nos recuerda que somos seres humanos y no bestias”, dijo Minerva el viernes en Voces en Tinta. La felicidad, que ha andado tan cuentachiles últimamente, tacañona ella, también vino a decirnos que los que una vez fuimos felices juntos, lo seguiremos siendo. Que siempre habrá un viernes de poesía y un sábado de música que nos refrenden la magia, que nos recuerden quiénes somos: este clan de adictos al arte.
Soy una mujer afortunada, me repito mientras repaso los acontecimientos del fin de semana: poemas y canciones; buena comida, buena bebida y mejor compañía; libros, bombones y licores; llamadas telefónicas y mensajes; alegrías reales y virtuales (que son tan reales siempre). Al momento en que esto escribo, sigo, como cantara Silvio hace mil años, “a bordo del encanto, soñando el porvenir”.

martes, 19 de enero de 2010

Muchachas tomadas de la mano




Ayer fue uno de esos días que se nos antojan especiales. Cuando salí del metro en la mañana, la luz, brillantísima, dibujaba la silueta deshelada y verde del Ajusco. Parecía de nuevo —me lo ha parecido siempre— una mujer desnuda disfrutando su siesta: la pierna flexionada, el vientre abultadito, el costillar, el seno…
A mediodía —que aquí es pasaditas las tres de la tarde— algunas diligencias me llevaron a Perisur, centro comercial ubicado a sólo unas cuadras de mi oficina. Un bufido me salió desde el estómago —y no por el esfuerzo de la subidita— al desembocar en el estacionamiento al aire libre: en el horizonte, no tan lejano, Iztaccíhuatl y Popocatépetl eran una postal. Tan nevados, que parecían envueltos en un traje de novia. Él erguido, expectante; ella desmadejada, lánguida, llenándolo de ganas. Dueños y señores del valle y sus inmediaciones.
Cuando llegué a México —mil veces lo he contado— el magnetismo que ejercían sobre mí me hacía buscar su blancura desde cualquier punto de la ciudad o sus alrededores. Y cuando hallaba de ellos alguna pincelada alba, aun entre las nubes o la contaminación, no podía apartar los ojos. Subía a la azotea de las casas que alquilaba sólo para comprobar si ese día —cualquier día, todos los días— se veían los volcanes.
Siempre voy a los lugares con un propósito predeterminado. Rara vez me doy el lujo de pasear por pasear. Lo hago constantemente: me obligo a “inventar” presentaciones literarias cada vez que quiero salir de la ciudad o visitar a los amigos, como si no fuera legítimo gozar por el simple gusto. Y así, cumplido el propósito que me lleva a los lugares, siento una pulsión casi incontrolable de regresar.
Eso sentí ayer, cuando terminé mis compras en Perisur, a pesar de que aún era temprano para encerrarme en la oficina. Y fueron ellos, el Popo y su dormida acompañante, quienes me hicieron detenerme. Me senté en una banca desde donde podía observarlos en todo su esplendor. A mi lado, dos abuelos custodiaban las vueltas en bicicleta de su nieto quien, cuando fue enterado de que el paseo había concluido, abrazó al anciano y le dijo: “Me divertí mucho”. “La inocencia infantil…”, pensé y sin embargo, sentí que me entregaba a una inocencia similar. Cortaúñas en ristre, me tasajeé las manos dejándome llevar por mis pensamientos al amparo de la música ambiental que venía del estacionamiento techado: Primavera y Verano de Vivaldi, muy ad hoc las estaciones.
No sé qué tiempo pasó. Media hora, cuarenta minutos. Sobre las faldas del Izta iba cayendo una tarde rosada cuando retomé camino. Ligera, como nueva, iba cruzando el puente sobre Insurgentes cuando del sendero que conduce a la estación del metrobús salieron dos muchachas. Había un no sé qué en su lenguaje corporal. No lo sabrían los demás, claro está; yo lo supe desde antes de ver las manos de una revoloteando sobre la cintura de la otra y luego enlazando los dedos con los de su compañera. “Qué lindas las muchachas que se toman de las manos”, pensé y tuve un impulso de abrazarlas, de decírselo a ellas.
En cierta ocasión, conversando con una amiga —ella en Nueva York; yo en México— acerca de las nostalgias de Cuba, ambas coincidimos en que lo que no extrañábamos, lo que más celebrábamos haber dejado en el pasado eran los piropos. Esos tipos que te “susurraban” a un volumen que lo oía todo el barrio y en el tono más guarro: “mamacita, ricura, cosa buena…”, seguido del menú de cómo te meterían todo lo metible y te chuparían todo lo chupable. Y como ésos, posiblemente ellos mismos, los que se regodeaban gritándonos “tortilleeeeera”, a veces sólo por el simple hecho de que no les “hiciéramos caso”.
Aparto ese recuerdo nefasto mientras las veo caminar con tanta naturalidad, tan tranquilas y seguras. No puedo dejar de comentarlo, todavía arrobada, y entonces me cuenta Lorena que vio de mano a dos muchachas en la macroplaza de Monterrey; que se detuvieron a besarse frente a la fuente de Neptuno y ella sintió franca envidia. Y Roque, suspirando, me dice: “¿A poco no parece que se detuviera el mundo?” Sí, se detiene un segundo y vuelve a arrancar. Hasta creo que un poquito más rápido. Como si flotara entre nubes y lo impulsara el viento. Todo el mundo bailando al compás de su paso.
Y pienso que si para eso sirvió que nos gritaran en las calles, que nos acosaran, que nos agredieran hasta nuestros propios parientes, que nos sometieran a juicios y nos expulsaran de familias, trabajos, escuelas y universidades… Si para ello sirvió que tantos crímenes de odio se ensañaran con nuestros hermanos (y recuerdo especialmente aquella terrible película sobre la vida de Teena Brandon, Boys don’t cry)… Si sirvió para que dos muchachas —o dos muchachos— puedan ir por la calle tomadas de la mano, enamoradas y sin miedo… entonces valió la pena. ¡No se suelten!

martes, 12 de enero de 2010



Tengo el placer de invitarlos a la presentación
del número 112-113 de la revista literaria

Blanco Móvil
con la participación de
Eduardo Mosches (director de la revista)
Odette Alonso (compiladora del número)
Autores y autoras colaboradores del mismo

viernes 15 de enero, 7 pm
librería + cafetería + foro cultural Voces en Tinta
Niza 23 A, entre Reforma y Hamburgo
Zona Rosa, México DF

Anormales

Fragmento de Matutino express donde Esteban Arce hace sus sapientes declaraciones




La aprobación en la ciudad de México de una ley que permite el matrimonio y la adopción de niños a personas del mismo sexo ha puesto nerviosito a más de uno. El acontecimiento no es exclusivo del “perverso” Distrito Federal; hace años existen legislaciones similares en España y algunos estados de la Unión Americana, en eso mismo andan los congresos en Argentina y Brasil, y hace sólo unos días fue acordada una ley similar en Portugal. En todas esas naciones, incluso, con validez federal, no sólo local como la nuestra.
En medio de este ambiente jubiloso que casi nos hace pensar que el mundo está cambiando hacia una apertura verdaderamente deseable, Esteban Arce, un mediocre conductor de programas de la televisión mexicana, ha defendido con vehemencia su tesis —“naturalista”— de que los homosexuales son anormales. En el espacio Matutino express, interrumpió la participación de la sexóloga Elsy Reyes con una pasión que sólo puede corresponder a quien sabe que no le asiste la razón ―o, al menos, el consenso generalizado― y, por tanto, debe imponerse a zarpazos.
Esto no debiera extrañarnos, porque Arce ha sido un asco desde que compartía con el Burro Van Rankin aquella vergüenza que se llamó El calabozo, un programa televisivo juvenil dedicado a burlarse de los que el par de tipejos, muy machines, consideraban más débiles, entre otros, mujeres y personas con retraso mental. Mucha gracia causaban a sus pubertos espectadores si atendemos a los famosos ratings y la propia permanencia de ambos conductores en proyectos de Televisa.
El suceso actual ha desatado innumerables reacciones de todos los sectores: críticas individuales, públicas y privadas, peticiones a los directivos de la televisora para que lo saque del aire, quejas ante organismos defensores de los derechos humanos, grupos para condenarlo ―e incluso vilipendiarlo― en Twitter y Facebook, boicot a las marcas comerciales que patrocinan el programa en cuestión y hasta otros grupos que apoyan al desagradable hombrecito.
La fuerza de las palabras suele marcarnos, incluso estigmatizarnos, de por vida. Cuando de pequeños, por haber hecho algo “mal” en esas instituciones nefastas que son la familia y la escuela, nos llaman “anormales” ―es decir, tontos, imbéciles, estúpidos, cretinos… o sea, con facultades mentales limitadas― nos enseñan que lo distinto es negativo, lamentable, repudiable, objeto de maltrato, burla y marginación. Así, aprendemos a usar y sentir ese término como una ofensa.
La familia y la escuela han sido, secularmente, mecanismos destinados a “normalizar” al ser humano o, lo que es lo mismo, a limar sus diferencias para hacer de cada uno un monigote igual a los demás: gente “normal”, motivo de orgullo para el núcleo, prueba del “logro” de una buena educación, cosa que no suele suceder cuando alguno de sus miembros es distinto. Es decir, anormal.
Sin embargo, anormal es, simplemente, quien no se halla a gusto con las normas establecidas en los espacios sociales y familiares por los que transitamos. Yo, por ejemplo, soy bastante anormal —en muchísimos más ámbitos que los que conciernen a la sexualidad— y de eso me he preciado siempre. Nunca quisiera dejar de serlo. Claro está, a los ojos de “los otros”, porque para mí las barbaridades que digo y hago desde que tengo uso de razón —y, al parecer, incluso antes— son bastante normalitas, lo cual habla de la relatividad einsteiniana de tales categorías.
Hay millones de gays y lesbianas alegremente normales, con comportamientos sociales estandarizados, respetuosos del prójimo, la decencia y las buenas costumbres, que no quieren ser tratados como personas “diferentes” porque no lo son. Hay otras personas, homo y heterosexuales, a los que nos inquietan las reglas preestablecidas. Nos sentimos presos, limitados, infelices, cuando tenemos que circunscribirnos a ellas.
Ni unos ni los otros están mal. El ser humano es individual, cada camino es diferente. La normalidad debiera ser vista desde esa esencia disímil, porque lo que es aceptable y gustoso para unos no tiene por qué serlo para los otros. La desgracia es que las sociedades humanas establecen lineamientos normativos bastante inflexibles que, de ser contrariados, acarrearán al infractor, cuando menos, algunos inconvenientes.
Pero esto de casarse es realmente un asunto menor que no debe poner en ascuas a la Humanidad. A no ser, claro está, que la crisis y el deterioro aparentemente irreversible del matrimonio “tradicional” ―es decir, heterosexual― esté poniendo al Estado ante una disyuntiva tan inminente de destrucción de la “célula fundamental”, que no les quede otra opción que aceptar convenientemente este “nuevo tipo” de familias ―adopciones incluidas, por supuesto― para tratar de “salvar” la estructura primaria, imprescindible para el supuesto funcionamiento de las sociedades humanas.
Contraer matrimonio ―ojo con el verbo, hablando de la fuerza de las palabras― es, sin embargo, un acto voluntario, individual: se casa el que quiere (o así debiera ser). Se torna un poco perverso que las personas se vean obligadas a casarse para regularizar ante el Estado los derechos de sucesión patrimonial hereditaria de sus parejas o la posibilidad de acceder a los beneficios que a uno de los emparejados ofrezca alguna empresa de seguros, especialmente en lo referido a atención médica y hospitalaria.
El verdadero gran paso legislativo se daría ―y no sé por qué sospecho que no se dará nunca― cuando todos los ciudadanos, de cualquier orientación sexual, gozaran de esos derechos sin el condicionamiento de tener que registrar su unión ante notario, cual si se tratara de un negocio o una sociedad civil con afanes de lucro, lo que es ―pensándolo bien―, en definitiva, el matrimonio.
Todos debiéramos ser iguales ante la ley aunque distintos sean nuestros caminos individuales. Porque la regularidad más constante es ésa: cada uno tiene particularidades diferentes al resto de los mortales. Que no habrá heterosexual que se respete ―supongo― preciándose de ser igual a Esteban Arce, por sólo mencionar un ejemplo muy a la mano.
Las leyes que aprueban el matrimonio entre personas del mismo sexo son un gran paso de avance en la lucha por las libertades ciudadanas. El que quiera juntarse oficialmente ―que casarnos, es decir, “poner casa”, lo hemos hecho toda la vida― ya puede hacerlo con la “normalidad” que asienta la legislación en la materia. Que esos matrimoniados tengan los mismos derechos que los matrimoniados heterosexuales es absolutamente justo porque lo mismo son para la ley: personas que han registrado su unión ante el Estado.
Si miro alrededor, veo mucha gente conforme con su destino. Aunque se quejen su poquito, más o menos, cuando lo amerita, y hasta digan que no, esencialmente son felices con su circunstancia y eso es bueno. Yo sé que tendré que andar y desandar muchos caminos para saber cuál es el mío, el que acaso nunca encuentre porque soy una andariega, una buscadora, una inconforme. Ayer me decía una amiga, rememorando a un viejo poeta español, que algunos somos árboles y otros, viento. Y cada uno debe ser lo que es, aunque al otro le parezca anormal.
A lo que voy, con tanta palabrería, es a que lo únicamente “correcto” es respetar que cada uno sea quien es y darle el respaldo legal ―y solidario― que para ello necesite. Ser “bueno” o “malo” no debe establecerse sobre la base de comparaciones con los otros, sino con lo que somos cada uno, con lo que hemos venido a hacer. Es decir, escuchándose y respetándose a sí mismo, no resistiéndonos a lo que marca nuestra ruta, aunque no se parezca a la de los demás, aunque vaya hacia otro destino.
Que eso es un ingenuo ideal acuariano… es posible. Pero así solemos pensar los anormales y, como dijera Esteban Arce tratando de defenderse, los que pensamos diferente también tenemos derecho a expresarnos. A propósito, que lo repita despacito varias veces, a ver si se le mete en la cabeza.

miércoles, 6 de enero de 2010

Los amigos y la chica mamey

Con Efraín en Miami, noviembre de 2008



Para Efraín y Aristico, en sus respectivos cumpleaños



Esta mañana, mientras me ponía una camiseta de mangas largas color carmesí, me vino a la mente aquella vieja canción de la orquesta Ritmo Oriental que decía: “Es una chica mamey, una chica mamey…” La seguí cantado al ponerme encima un suéter, al preparar el desayuno, al lavarme los dientes, mientras me acababa de ataviar con una chamarra negra cerrada hasta el gaznate. Como salió el sol, me puse los lentes oscuros y me calcé el gorro de rapero en la cabeza porque este frío, aun de 11 grados, atraviesa el cráneo y cala hasta la pituitaria.
Lo que salió para la calle era Nicolas Cage en una película de bandidos. Eso me pareció cuando miré de reojo mi porte y estilo —genio y figura— en el vidrio de la ventana vecina. Caminé con paso firme hacia la esquina. Lista para sacar la metralleta o tirar cuatro patadas de karate, a la usanza joligudense, si fuera necesario. Entonces, entre mi ojo y el lente se coló uno de los hilos blancos del tejido del gorro. Enfrente de mi pupila, el pelito tiritaba con el aire helado y dividía en dos mi campo de visión, difuminando la nitidez.
Me eché a reír, como loca, en medio de la acera, acordándome de Efraín, mi viejo y querido amigo. Ya sé, lo de viejo no va a gustarle; pero no hablo de tu edad, chico, sino del tiempo que ha pasado desde aquel año 92. Lo volví a ver en el sofá del apartamento que compartíamos en Santa Mónica (Estado de México), volteando hacia el infinito cielo su iris azul e instándome: “Chica, ve a ver qué tengo… creo que me está dando glaucoma”.
Por más que busqué, su ojo estaba limpiecito. Le pregunté qué sentía. “Una nube blanca, no me deja ver”. Volví a inspeccionarlo… y nada. Así pasaron días y días. Hasta que una tarde, casi accidentalmente, descubrí la causa: una cana de la ceja se interponía delante de su globo ocular. “¿Será esto?”, le pregunté, levantando el cabello hacia su sitio. “Coño, vieja, me has salvado”, decía aquél echando ojo para todos lados.
Me reía en la acera con ese sentimiento que mezcla la añoranza y la emoción. Efraín, ese hombre al que tanto le debo, al que tanto le quiero. Porque no es fácil llegar sola a un país extraño, a una ciudad enorme, a una ausencia tan dura como la que marcan la lejanía de la patria y de los que allá quedaron. No es fácil ir dando paso a paso, traspié más traspié sin una mano y un brazo en el que sostenerse y recobrar aliento, sin un corazón que nos acoja. Y todo eso fue Efraín en los tiempos primeros de mi llegada a México.
Pero soy una mujer afortunada. Cuando me fui a La Habana en 1989, tuve la suerte de encontrar otro ser similar. Arístides fue mi hermano durante los dos años que compartimos en el apartamento de la calle Concordia. Y lo seguimos siendo aunque un océano y un mar se empeñen en poner sus olas en medio de los dos. Cuántas cosas compartimos en aquella Habana mísera y gloriosa del pre período especial, los apagones, el hambre y sus inventos, las brigadas de respuesta rápida y el contingente Blas Roca… pero también del BarTolo y la Casa del Joven Creador, los carteles de Chaplin, mis poemas y sus cuadros, las inquietudes de todos.
Esos dos hombres de mi alma han cumplido años: Efraín ayer 5; Aristico hoy 6. Como modesto regalo de aniversario, este poema que fue escrito precisamente para ellos, para todos los amigos.


Hilos

Mis amigos habitan en el aire
un hilo los sostiene de la nada
e inventa entre la hondura aquel piélago gris
un murmullo de hijos en forma de poema.
Mis amigos escapan de la muerte
y saltan sobre el fuego y los despojos.
Hermosos como dioses
me escuchan desde lejos
se acomodan al pie de la ventana
brindan a mi salud.
Yo los convoco en la luz
y en las tormentas
les enciendo una antorcha junto a mi corazón.
Son la razón de esta brisa vespertina
mi propia voz que regresa en un eco.


A todos ustedes, a quienes también dedico este poema, feliz año nuevo y que vengan tiempos mejores.

Arístides y yo con Pedrito, Sonia y María en el Mediterráneo, 2004