Ele, para ti y por ti
El jueves pasado algunas gestiones me llevaron al Centro de la ciudad. “Los jueves son días de poder, de Júpiter”, decía mi tía Noris; “cuando tengas que hacer una diligencia realmente importante, que sea un jueves”. Mientras me adentraba en esas hermosas calles flanqueadas de palacios virreinales, me pregunté cómo se volvieron los burgos este gentío descolgado de los cerros. Pensé en sor Juana. Cuántas veces habría caminado por esas calzadas; cuántas arrastró su hábito sobre aquellos adoquines.
Hacía días la jerónima estaba cerca de mi corazón. Me la trajo, a su manera, José Luis Gómez en El beso de la virreina. Llegó entonando la “Romanza de los campos”, la misma que su madre le cantaba para arrullarla allá, a las faldas de los volcanes, en San Miguel Nepantla. Vino acompañada de un coro de mujeres, de una profusión de imágenes. La ergástula negra, la cava de los gusanos, las hogueras del Santo Tribunal, su cuarto de la redención, mi casa de Santiago. Su amiga Marta Portes, vestida de cortesana, mendigando a un lado de la Catedral y como una sombra, la Dama de la Mantilla besándose con la muerte. Todo se encimaba ante mis ojos en el mismo escenario.
Una marcha entraba al Zócalo por Madero. Se escuchaban los gritos de los manifestantes y en medio de la plaza, junto al asta de la enorme bandera, echaban cohetes que explotaban estruendosos, inquietantes, bien arriba, dejando una nubecita de pólvora. Alrededor de la Catedral, un batallón de granaderos aguardaba con sus cascos y sus escudos de plástico, ahogándose en el calor del mediodía, con cara de no querer entablar pelea alguna.
Mientras caminaba a un costado de la iglesia, viendo bailar una coreografía acrobática a un grupo de jóvenes callejeros y a una anciana sacudir su manojo de yerbas para limpiar el aura de otro transeúnte —eso prometía el cartelito escrito a mano—, pensé: “Ya que ando por aquí, debiera hacerle una visitica a Elegguá”. Me refería, por supuesto, al Santo Niño de Atocha, de quien había un cuadro en una de las galerías laterales del principal templo católico de México.
Después de ser revisada por el policía del atrio como si se tratara de un edificio público o una discoteca, entré. Me dirigí al rinconcito conocido desde hace años y… ¡oh sorpresa!, no estaban ni Elegguá ni la Virgen de la Caridad, que allí lo acompañaba como si esa pared estuviera intencionalmente dedicada a los cubanos. En su lugar había sendos óleos de san Francisco y santo Domingo separados —como han estado históricamente sus respectivas órdenes— por una placa de homenaje al Padre Woytila, con su eclesiástico “seudónimo” en resaltadas letras. “Mmm, ya los cubanos pasamos de moda”, me dije mientras deambulaba un rato, como turista y entre turistas, por el recinto.
Finalmente salí a la calle; el escándalo seguía. Un jolgorio similar —quizás un poco menos caótico; tal vez no— a cómo describe Gómez la Plaza Mayor de la Nueva España. El vendedor de aguas las pregonaba a tres por diez pesos. Tamales ofrecía otro. Por encima de sus gritos y de los cohetes resonaban, profundos, los tambores de los concheros, danzantes aztecas que bailan para convocar a los espíritus que tumbarán esa catedral levantada sobre la sangre de sus antepasados y sus sagrados templos.
Me encaminaba a la entrada del metro para hundirme en el inframundo cuando miré hacia la puerta del Sagrario. “¿Y si lo pasaron para acá?”, me pregunté pensando en la criatura divina. Decidida, como casi nunca, traspasé la reja, dejé que me volviera a revisar el otro vigilante y entré por la abertura derecha del portón. De más está decírselos, ya lo saben: lo primero que vi fue la figura del Santo Niño con sus deditos en posición de bendecir y la bolita del mundo en la mano izquierda. Era mediodía y las campanas empezaron a tañer.
Allí me senté, a sus pies, riéndome de su travesura. Ante mí, Nuestra Señora de Guadalupe; al otro lado, san Judas Tadeo. Le eché sus habladas —como dice Ildefonso—, breves, y cuando ya iba a levantarme —¡esas urgencias con que andamos en esta vida “moderna”!—, díjeme: “A ver, Odette, cuál es la prisa… Relájate, disfruta esta paz, este silencio, acuérdate cómo está la cosa allá afuera”. Con reticencia, el cuerpo fue distensándose; hasta empecé a sentir un dolorcito en el omóplato izquierdo. Entonces, la monótona voz del sacerdote que oficiaba misa en la Catedral y se escuchaba en el sagrario gracias al sistema de audio local, dijo que haría unos minutos de silencio para que quienes allí estuvieran se comunicaran directamente con el Padre Eterno.
Como supuse que si todos le hablábamos al mismo tiempo el Señor estaría tan aturdido que no escucharía realmente a nadie, le mandé mensaje con el Niño: “Oye, dile a tu papá…” Cuando empezó la musiquita que indicaba la continuación de la liturgia, me despedí y salí del templo. Iba flotando. Como anestesiada. Oyendo un coro de mujeres que cantaba la “Romanza de los campos”. Adelante iban Juanita y Azucena, las monjas de San Jerónimo, mis amigas del pre, las de la universidad. Isabel Ramírez, mi madre y mi tía Noris. Rodearon la boca del metro mientras iba bajando y fueron escuchándose cada vez más lejos a medida que avanzaba por el pasillo engentado de la estación Zócalo. Así, sigue llegándome su canto. Como la huella de los siglos. En lontananza.
Hacía días la jerónima estaba cerca de mi corazón. Me la trajo, a su manera, José Luis Gómez en El beso de la virreina. Llegó entonando la “Romanza de los campos”, la misma que su madre le cantaba para arrullarla allá, a las faldas de los volcanes, en San Miguel Nepantla. Vino acompañada de un coro de mujeres, de una profusión de imágenes. La ergástula negra, la cava de los gusanos, las hogueras del Santo Tribunal, su cuarto de la redención, mi casa de Santiago. Su amiga Marta Portes, vestida de cortesana, mendigando a un lado de la Catedral y como una sombra, la Dama de la Mantilla besándose con la muerte. Todo se encimaba ante mis ojos en el mismo escenario.
Una marcha entraba al Zócalo por Madero. Se escuchaban los gritos de los manifestantes y en medio de la plaza, junto al asta de la enorme bandera, echaban cohetes que explotaban estruendosos, inquietantes, bien arriba, dejando una nubecita de pólvora. Alrededor de la Catedral, un batallón de granaderos aguardaba con sus cascos y sus escudos de plástico, ahogándose en el calor del mediodía, con cara de no querer entablar pelea alguna.
Mientras caminaba a un costado de la iglesia, viendo bailar una coreografía acrobática a un grupo de jóvenes callejeros y a una anciana sacudir su manojo de yerbas para limpiar el aura de otro transeúnte —eso prometía el cartelito escrito a mano—, pensé: “Ya que ando por aquí, debiera hacerle una visitica a Elegguá”. Me refería, por supuesto, al Santo Niño de Atocha, de quien había un cuadro en una de las galerías laterales del principal templo católico de México.
Después de ser revisada por el policía del atrio como si se tratara de un edificio público o una discoteca, entré. Me dirigí al rinconcito conocido desde hace años y… ¡oh sorpresa!, no estaban ni Elegguá ni la Virgen de la Caridad, que allí lo acompañaba como si esa pared estuviera intencionalmente dedicada a los cubanos. En su lugar había sendos óleos de san Francisco y santo Domingo separados —como han estado históricamente sus respectivas órdenes— por una placa de homenaje al Padre Woytila, con su eclesiástico “seudónimo” en resaltadas letras. “Mmm, ya los cubanos pasamos de moda”, me dije mientras deambulaba un rato, como turista y entre turistas, por el recinto.
Finalmente salí a la calle; el escándalo seguía. Un jolgorio similar —quizás un poco menos caótico; tal vez no— a cómo describe Gómez la Plaza Mayor de la Nueva España. El vendedor de aguas las pregonaba a tres por diez pesos. Tamales ofrecía otro. Por encima de sus gritos y de los cohetes resonaban, profundos, los tambores de los concheros, danzantes aztecas que bailan para convocar a los espíritus que tumbarán esa catedral levantada sobre la sangre de sus antepasados y sus sagrados templos.
Me encaminaba a la entrada del metro para hundirme en el inframundo cuando miré hacia la puerta del Sagrario. “¿Y si lo pasaron para acá?”, me pregunté pensando en la criatura divina. Decidida, como casi nunca, traspasé la reja, dejé que me volviera a revisar el otro vigilante y entré por la abertura derecha del portón. De más está decírselos, ya lo saben: lo primero que vi fue la figura del Santo Niño con sus deditos en posición de bendecir y la bolita del mundo en la mano izquierda. Era mediodía y las campanas empezaron a tañer.
Allí me senté, a sus pies, riéndome de su travesura. Ante mí, Nuestra Señora de Guadalupe; al otro lado, san Judas Tadeo. Le eché sus habladas —como dice Ildefonso—, breves, y cuando ya iba a levantarme —¡esas urgencias con que andamos en esta vida “moderna”!—, díjeme: “A ver, Odette, cuál es la prisa… Relájate, disfruta esta paz, este silencio, acuérdate cómo está la cosa allá afuera”. Con reticencia, el cuerpo fue distensándose; hasta empecé a sentir un dolorcito en el omóplato izquierdo. Entonces, la monótona voz del sacerdote que oficiaba misa en la Catedral y se escuchaba en el sagrario gracias al sistema de audio local, dijo que haría unos minutos de silencio para que quienes allí estuvieran se comunicaran directamente con el Padre Eterno.
Como supuse que si todos le hablábamos al mismo tiempo el Señor estaría tan aturdido que no escucharía realmente a nadie, le mandé mensaje con el Niño: “Oye, dile a tu papá…” Cuando empezó la musiquita que indicaba la continuación de la liturgia, me despedí y salí del templo. Iba flotando. Como anestesiada. Oyendo un coro de mujeres que cantaba la “Romanza de los campos”. Adelante iban Juanita y Azucena, las monjas de San Jerónimo, mis amigas del pre, las de la universidad. Isabel Ramírez, mi madre y mi tía Noris. Rodearon la boca del metro mientras iba bajando y fueron escuchándose cada vez más lejos a medida que avanzaba por el pasillo engentado de la estación Zócalo. Así, sigue llegándome su canto. Como la huella de los siglos. En lontananza.