martes, 29 de septiembre de 2009

La lengua de Cervantes





Para mi prima Astrid y para mi mamá,
maestra de español, por su cumpleaños.


Iba yo muy pensativa, con las manos en los bolsillos, caminando hacia el metro. Sentía la llovizna como finos alfileres y recordaba la noche anterior, la peña de Manolito Mulet en la sede del Centro de Intercambio Cultural “José María Heredia” que comanda desde hace más de tres lustros mi queridísimo Rafael Carralero. Avanzaba despacio, sonriendo, cuando algo en el pie me dio un tirón. “Chingá, ya se me desataron las agujetas”. Volví a apretar el nudo sobre mis tenis y sonreí: “A un cubano le costaría entender”, me dije, “allá diríamos: coño, se me desamarraron ―o desabrocharon― los cordones”.
Entonces recordé el texto leído en la víspera por Nacho Martín, mi contertulio gachupín ―o sea, español―, que bromeaba poéticamente sobre su experiencia al respecto en las casi dos décadas que lleva en tierra azteca:


Ya casi no conozco gilipollas
o quizás todos se volvieron pendejos.
El mogollón se está volviendo un chingo
y ahora en vez de resaca tengo cruda.

Un chingo sería en Cuba un pocotón. Un montón pila burujón puña’o. Y si bien la cruda es resaca, igual que en España, la borrachera es juma o curda. Y en Centroamérica, borracho es bolo y resaca, goma. Bolos le decíamos en Cuba a los rusos y gomas son las llantas de las bicicletas y los carros, allí donde carro es máquina y me cuentan que no habiendo encontrado una de alquiler que las llevara hasta el hotel en que se alojaban, por las Playas de Marianao, unas mexicanas le decían a su amigo cubano que no se preocupara, que tomarían un camión. Y él, abriendo los ojos descomunalmente y manoteando como pulpo, les grito: “¡Pero cómo van a coger un camión si pueden coger una guagua!”
Guagua es niño pequeño en Sudamérica, bebé, término que en México aplica hasta casi los cinco años, edad en la que ya en Cuba llevarían mucho tiempo siendo vejigos o fiñes. Criatura a la que, de ser niña, nunca se le llamaría en México hembra, que así se habla de los animales, no de las personas. Entonces, recién salida de la panza, a la cría se le dice mujercita… ¡Válgame Dios, qué mujer tan chiquitica! A uno de mis amigos, por preguntar con toda dulzura a una recién parida si el nuevo ser había sido hembrita, se le armó un sal p'afuera, un revolú, un huéleme la colcha, un dale que te pego, un Songo le dio a Borondongo que le costó la amistad de la ofendida madre… ¿Recién parida dije? ¡Ni que fuera una vaca! Lo correcto es recién aliviada, como si la susodicha se hubiera curado de una enfermedad muy dolorosa.
Ni hablar de los límites territoriales y semánticos entre estómago, panza y vientre porque entonces el enredo se tornaría inexplicable para un forastero con otra terminología para los mismos órganos. Y es que la lengua castellana, a la que tantos insistimos en llamarle español a pesar de los reclamos de las otras comunidades ibéricas, tiene tantas palabras para nombrar las mismas cosas y tantas variantes regionales para cada una de ellas, que sospecho que quienes tratan de aprenderla deben quedarse en Babia tan a menudo como los propios hispanoparlantes cuando llegamos a otras zonas o países.
Muchas veces me pregunto qué interpretará un recién avecindado en la capital azteca, por muy latinoamericano o ibérico que sea, al escuchar la Chilanga banda de Café Tacuba… banda, que es pandilla, mara, piquete, palomilla, conjunto musical o simplemente grupo de amigos; chilango(a), casi gentilicio de los nacidos en el Distrito Federal:

Pachucos, cholos y chundos,
chinchinflas y malafachas,
acá los chómpiras rifan
y bailan tibiritábara.

Mejor yo me echo una chela
y chance enchufo una chava,
chambeando de chafirete
me sobra chupe y pachanga.

Mi ñero mata la bacha
y canta la cucaracha,
su choya vive de chochos
de chemo, chupe y garnachas.

Transando de arriba abajo,
ahí va la chilanga banda;
chinchín si me la recuerdan,
carcacha y se les retacha.

Sonrío imaginándome la cara de mis lectores de otras regiones y pienso en el famoso Baile del perrito cuyo estribillo decía: “Papi no sea’ así, no te pongas guapo, que este baile lo bailan todos los muchachos”. Nunca he estado segura de qué entienden los mexicanos —si es que vale la pena el análisis lexicológico— cuando oyen aquello que en el Caribe es casi un ruego para que el padre no salga con un machete y les corte, cuando menos, la cabeza a los atrevidos y pegajosos bailadores. Ponerse guapo allá es enojarse, por decirlo bonito, mientras acá puede ser desde pagar la cuenta o hacer un regalo, hasta acicalarse para volverse bonito de buenas a primera.
Y ya ni meternos en las “malas palabras”… Cuentan de un venezolano que viendo la ciudad de México desde el avión, desbordada e infinita, dejó escapar un instintivo y mascullado veeerrrga que les provocó un delicioso escozor a más de una de las señoronas que venían en la aeronave. Y uno de mis amigos, recién llegado de la isla, le explicaba al taxista el camino que debía seguir: “Coja aquí a la derecha”. Al escuchar la risita burlona del ruletero ―término que, en rigor, debería aplicarse a quien manejara una ruleta―, le espetó: “¿De qué se ríe?, ¿nunca ha cogido aquí a la derecha?”, a lo que el chafirete le respondió, muy mexicanamente, “No, güero, la verdad es que no”. Güero dijo, que en Cuba sería el adjetivo aplicado a un huevo podrido y aquí es rubio o de piel blanca, como chele en Centroamérica si es extranjero. Y en Cuba cheles serían bultos, bártulos, como tiliches en México… “Coge tus cheles y dale” significaría “agarra tus pertenencias y vete de aquí”. ¿Agarrar? ¡ni que tuviera garras!; ¿tomar? ¡ni que fuera a beberse!... ¿coger?...
Decir “en rigor” me recordó la anécdota más extralingüística de un forastero que visitaba Santiago y entró a una de aquellas tiendas caras donde se vendían algunos productos fuera de la libreta de abastecimientos, por la libre. El individuo le preguntó a la dependienta si no tendría un probador, para oler el aroma antes de comprarlo. Ella le respondió rotundamente que no y el hombre insistió: “En rigor, debieran tener un probador”, a lo que la mujer farfulló: “Eso será en Rigor, mijito, pero aquí, en Santiago de Cuba, está prohibido abrir los frascos”.
Todas estas asociaciones iba haciendo, en la exaltación de la sinonimia y la anécdota chusca, mientras continuaba mi camino hacia el trabajo, o sea, hacia la chamba, la pincha, el laburo, el curralo. Recordaba el reclamo de mi prima Astrid por haber usado “linkeo” en el Parque de la semana pasada. “¡Tú, la filóloga, cómo es posible!”, argüía. Es tal el nivel de globalización y asiduidad de las nuevas tecnologías, le expliqué, que la Real Academia Española ya aceptó como verbos, con sus conjugaciones correspondientes, faxear y escanear. Con esa misma sonrisita con que rememoraba en incidente, le dije entonces: “Lo que falta pa’ que acepten chatear, cliquear, linquear es nada, así que modernízate, mi prima, no vayan a llamarte arcaica”.
Como si aquél fuera día de confrontaciones semánticas, al llegar a la oficina me topé de frente con el pastel de cumpleaños de mi compañera Fabiola, una caja anaranjadísima que decía, sin el menor recato: Panificadora El Bollo. Más allá del exquisito nombre del negocio, incuestionable sin duda, en Cuba nunca llamaríamos panificadora a una panadería y mucho menos a una dulcería. Claro que dulcería, aquí, sería donde venden caramelos, nunca panes de dulce. Y siguiendo esa línea de pensamiento, tan carbohidratada y edulcorante, inmediatamente comprendí que no debo leer con tan poética inocencia aquel verso de “La vida es una concha tremendamente hueca”. Mucho menos cuando haya público sureño.
“¿Te gusta chupar?”, me preguntó, recién llegada a estos lares, uno de mis alumnos. “¡Uy, éste qué lanzado!”, pensé… No, realmente no debo haber usado lanzado porque ese término para mí, entonces, no quería decir nada. En última instancia, alguien que fuera expelido a los aires desde la boca de un cañón y eso, verdaderamente, está cañón. Empinar el codo, dirían los viejos en la isla, pero aquí empinarse entra en los peliagudos terrenos del albur y para eso hay que cursar, casi casi, un doctorado, teoría y práctica.
Leí en algún sitio no hace mucho que la lengua de Cervantes, ésa que enarbolamos como estandarte del buen decir, era, en su tiempo, jerga de soldados. Ni sublime ni culta ni elevada ni aristocrática. Algo así como la Chilanga banda de los Siglos de Oro… ¿Quieren algo más elaboradamente barroco en comparación, por ejemplo, con el nuevo programa de concursos que anuncia Televisa para el próximo fin de semana y que se titulará 100 mexicanos dijieron [sic] o cualquiera de esos espacios que regularizan el lenguaje juvenil, marginal, sectorial, etcétera?
Algunas batallas parecieran inútiles. Lamento decírselos con tal crudeza, pero en esto del idioma, tan móvil y cambiante, no hay bastiones inexpugnables ni tienen mucho sentido las fijezas. Si nos abandonamos a la dialéctica como a las mareas, cuando pasen algunas décadas y todo se escriba con “k”, sin vocales ni diéresis ni signos de puntuación, Café Tacuba será como el Quijote de finales del XX, un paradigma del buen español de los abuelos. Porque, al fin y al cabo, mis socios, cuates, valedores, colegas, cúmbilas, consortes, ambias, aseres y moninas, ¿todo pasado no fue siempre mejor?... Y al que no le guste: ¡carcacha y se le retacha!

martes, 22 de septiembre de 2009

Juanes y los milagros

Juanes abraza al cubano que trepó al escenario mientras él y Bosé
cantaban: “Dame una isla en el medio del mar/ llámala Libertad”


La tarde del domingo el cantante colombiano Juanes reunió a un grupo de colegas suyos en un concierto titulado “Paz sin Fronteras” que abarrotó la Plaza de la Revolución de La Habana. Aquello parecía un milagro: aparte del millón de compatriotas que desbordaron la antigua plaza cívica de Paseo y Rancho Boyeros, una cifra similar estábamos pegados a los televisores y computadoras desde cualquier rincón del mundo. Ni qué decir de los isleños, a quienes se lo recetaron como una mesa redonda cualquiera en cadena nacional. Incluso quienes se manifestaban en el corazón de la Pequeña Habana en contra del concierto estaban pendientes del suceso. Cosa inusitada: (casi) todos los cubanos, simpatizantes y detractores por igual, unidos en un mismo momento y por una misma razón.
También les hizo el milagro Juanes, dicho sea de paso, a las cadenas televisivas hispanas que transmitieron en vivo para Estados Unidos —y después dicen que hay bloqueo…—, a los portales de noticias de internet y a los programas de espectáculos que vieron elevarse sus récords de audiencia como por arte de magia a niveles pocas veces logrados.
A los cubanos —niños de isla, al fin y al cabo— nos encantan los heraldos forasteros. Gente que llega sonriente desde lejos, con su ropita nueva y blanquísima, a contarnos cómo es el mundo y cómo nos ven desde allá afuera; gente que viene a hacer de profeta en tierra ajena, a hablar por nosotros, a conseguirnos lo que no podemos, a emprender con altruismo, con valentía y a veces hasta con un poco de lástima, una lucha que no les corresponde precisamente a ellos.
Hace días, en una de esas discusiones bizantinas que se producen a propósito de la idea mundializada de lo bien que vive el pueblo cubano porque tiene educación y salud pública gratuitas (como si no existieran en todos los países sistemas subsidiados para ofrecer esos mismos servicios), el debate se fue radicalizando, como siempre, hasta que el extranjero en cuestión, que nunca ha ido a la isla ni conoce personalmente a ningún cubano, completamente seguro de “matarnos” con el as que se sacaba de la manga, hizo la siguiente afirmación: “Un pueblo decidido a liberarse se libera; a un pueblo en lucha no hay nada que lo pueda vencer; si fuera tan despiadado ese ‘régimen’ que ustedes dicen, el pueblo ya lo hubiera vencido”.
Eso pensé también durante años sin poderme explicar el aguante y pasividad de mi pueblo, hasta que hace un par de meses, escuchando el relato de una víctima de violencia familiar, mi percepción cambió. Contaba aquella mujer que cuando su marido iba a pegarle, conocedor de la mecánica que antecedía a tales sucesos, su hijo subía el volumen de la consola de juegos y parecía concentrarse más en las acciones de la pantalla. Era su mecanismo de defensa para no escuchar los golpes y las ofensas de su padre ni los gritos de una madre a la que no podría defender. Cuando el hombre se encerraba con ese mismo hijo en la habitación a amenazarlo, a humillarlo, posiblemente a violarlo, la madre y la hermana se abrazaban, también indefensas, en el cuarto del fondo.
Fue entonces cuando lo comprendí: el pueblo cubano es un niño maltratado que ha crecido viendo a su padre aplastar implacable e impíamente a la mamá; amenazado y castigado al más mínimo gesto de protesta; expulsado del seno familiar, aislado e incomunicado si insiste en rebeldías. Ese pueblo que a otros les parece tan simpático y bailador, tan alegre y dicharachero, es realmente un pueblo muerto de miedo que cree, como las familias víctimas de violencia, que en el silencio y la obediencia está la única posibilidad de sobrevivir.
Un pueblo victimizado y autovictimizado, castrado y autocastrado —¡qué palabra tan apropiada para el caso!— que aprende a ocultar sus verdaderos sentimientos y hace de la doble moral su lema. Y se acostumbra desde la cuna a leer entre líneas y a hablar en clave. Así, cuando Olga Tañón abrió el concierto del domingo cantando Bandolero, que empieza diciendo “Hay que tener cuida’o con ese tipo” y advierte “Todo el mundo conoce quién tú eres”, media Cuba relacionó la canción con Quién Tú Sabes y de inmediato se produjo la “conexión” que hizo de esa tarde lo que fue.

Malo, descarado, bandolero, brujo,
to’ lo malo tú lo tienes […]
Paga, paga caro lo que hiciste
y siente las heridas que me diste.

Todos tenemos un juicio final.


A Olguita no le bastó. Le transmitió a una muchacha cubana los saludos que le mandaba desde Miami su padre, que no la ve desde hace veinte años —ya se sabe por qué y gracias a quién— y dejó claro, desde el principio, uno de los eslóganes del concierto, frase de una canción de Juanes: It’s time to change.
Todo eso, que a cualquiera en el mundo le puede parecer normal, sin mayor trascendencia, frases inocuas de un concierto de pop, para los cubanos —de allí y de acá— eran claves, dardos clavándose en el monigote del presidente y en el sarcófago de su hermano. Así, interpretamos tal vez mucho más de lo que querían decir y no fue difícil hallar connotaciones distintas a la explícita cuando Víctor Manuel cantó “Cómo olvidarnos de las familias rotas” o cuando Bosé habló de diálogo, dijo que la paz es el primer derecho de todo ser humano y escogió “Partisano”, la canción de ese héroe que se cuestiona la guerra y las “causas de un poder absurdo” del que desertará aunque se le considere cobarde y traidor. O cuando Juanes dedicó uno de sus temas a “todos los que están privados de libertad” y mencionó a algunos de los ausentes en el concierto, como Los Aldeanos o Silvito El Libre, cuyos videos, dos de ellos, les linkeo aquí para que quienes no lo saben se hagan más o menos una idea de lo felices y libres que viven actualmente los cubanos en la isla.
De tal modo, el concierto fue, como lo predijimos, absolutamente político. De punta a cabo. Cómo no iba a serlo si se pidió cambiar el odio por amor, si se clamó por la unidad de la familia cubana y en nuestro caso, el odio y la separación han sido fomentados desde la política. Cómo no iba a serlo si en esa plaza donde durante cincuenta años se ha convocado a la guerra, a la venganza, al abuso, ahora se levantaron las voces del arte por la paz y la solidaridad. Cómo, si en medio del paroxismo Juanes empezó a gritar, como poseído, como quien sabe que está desafiando [ya vimos hoy el video de Bosé diciendo que suspenderían el concierto si los seguían presionando con exigencias absurdas]: “¡Una sola familia cubana! ¡Una sola familia cubana! ¡Una sola familia cubana!”… y no se refería a la familia Castro.
Como decía antier Camilo Venegas, la fiesta ya se acabó. Ahora, al decir de Serrat, “vuelve el rico a su riqueza,/ vuelve el pobre a su pobreza”… Muchos afirman que en Cuba todo seguirá igual porque nada pasó cuando fue el papa. Y nada pasará si no lo hacemos los cubanos. Hay cosas que nos corresponden a nosotros, no a los visitantes, por mucha buena voluntad que tengan. Por ejemplo, gritar libertad y pedir la de los presos políticos. Por ejemplo, decirle al gobierno “ya no aguantamos más”, como lo están haciendo raperos y hiphoperos.
Lo del domingo es parte de la historia; lo que pase hoy y mañana está en nuestras manos. En nuestras gargantas. En nuestros magullados cojones nacionales. No esperemos a que otros lo hagan por nosotros. Si él se ocupó durante medio siglo del “divide y vencerás”, sólo a nosotros nos corresponde el “en la unión está la fuerza”. Ojalá aprendiéramos, de una vez por todas, que ningún gobierno puede callarnos si no queremos. Parafraseando a Niurkita, que el miedo no nos siga corroyendo las ganas de ser libres.
Cualquiera que me conozca medianamente sabe que no doy un kilo —o sea, un centavo— por las canciones de Juanes; es muy mal letrista y eso a mí, como poeta, puede desquiciarme. Pero a Juan Esteban Aristizábal le extiendo la mano: gracias, muchacho, por la ayuda. Pero nadie de afuera nos hará milagros: lo demás nos tocará a nosotros.

martes, 15 de septiembre de 2009

Una casa en la calle Concordia

Centro Habana, lo que queda de lo que un día fue...



A Arístides, Darsi, Pedrito, Piri, Sonia…



Tal vez debí decir apartamento; quizás pude haber dicho cuarto alquilado. Pero no, lo que tuvimos a finales de los ochenta y en los primeros noventa en el 45 de Concordia 613 fue lo más parecido a un hogar y cuando de hogar se trata, uno suele decir casa aunque sea un cuchitril.
Cuchitril tampoco era: sala con vista al mar, balcón tres pisos sobre la calle bulliciosa, dos cuartos de buen tamaño y un bañito intercalado. Y la cocina, pequeño paraíso donde se hablaban las cosas importantes, fueran buenas o malas, brillantes o tenebrosas. Y una pared donde, a semejanza de la Bodeguita del Medio, escribían con plumón todos los visitantes y amigos. Cuando la inauguramos, puse bien arriba: “Yo tengo el fogonazo y no lo suelto”, verso de mi poema “Palabra del que vuelve”, y tiempo después, un fragmento de Silvio: “Yo digo que no hay más canto que el que sale de la selva/ y que será el que lo entienda fruto del árbol más alto”.
Fui allí por primera vez una noche de carnaval de 1989 con Pedrito, a la sazón novio —o algo parecido— de la mejor amiga de Darsi. Acababa de llegar a La Habana y conseguí un alquiler —ilegal por supuesto— en El Sevillano, demasiado lejos, demasiado cruento para una ciudad donde el transporte era una gloria comparado con los tiempos actuales, pero que entonces suponíamos —y cómo no— deficiente. Mientras oíamos a Dan Den —“Yo sé que tú sabes que yo sé”— a un lado del Parque Maceo, Pedri nos contó que la inquilina de su amigo se había ido y tenían un cuarto vacío.
La tarde en que conocí a Arístides, cuando fui a tratar con él la posibilidad y el precio, lo oí echar por primera vez un speech de ésos retruecanientamente barroco que acostumbra, defendiendo la hipótesis de que los seres humanos podían —y debían— amar lo que quisieran; que él, por ejemplo, amaba a un corazón encarnado de porcelana que tenía como adorno en la mesita de centro. A partir de ese momento lo compartimos casi todo... menos las novias y la ropa interior.
Desde el balcón se veía el segundo piso derrumbado del edificio de enfrente, que a juzgar por la estructura, la disposición que podía adivinarse entre los escombros y los bellísimos mosaicos que sobrevivían en el piso y algunas paredes, había sido una hermosa casa devenida cuartería, solar, vecindad. Allá abajo, desde el patio, una oscura beldad rotunda y descomunal entonaba con una voz que ya quisieran Donna Summer y Withney Houston para un día de fiesta: Jesusiiiito… Y como el diablillo enclenque seguía sacando outs en la primera base improvisada de la acera derecha sin atender el llamado materno, aquel grito portentoso, que se oía hasta Malecón y San Lázaro y hasta Zanja y Belascoaín, recorría toda la escala musical: Jesusiiiitooooooo.
Allí en medio de la calle, un poco más atrás del center field del juego de pelota, llegaron los blanquitos que frente a todos los vecinos, incluidos nosotros acodados al balcón como en palco del García Lorca, le dieron el batazo en la cabeza, como de jonrón, y la puñalada en el costado al negrito de la esquina que a los quince días ya andaba recuperado y mataperreando por todo Cayo Hueso. Desde allí mismo vi, estupefacta, a la guaricandilla que agarrándose la entrepierna le gritaba a su congénere de la otra cuadra: “¡Por mi perra papaya!”…
Desde allí escuchaba las roncas sirenas de los barcos entrando en la bahía y la alharaca sin fin de la barriada. Hasta allí nos subían las botellas de chispa e’ tren a cincuenta pesos, un cuarto de lo que era mi salario. Allí fuimos felices, amamos y lloramos, leímos libros clandestinos —Kundera, Cabrera Infante, Padilla, Sartre, la Beauvoir—, vislumbramos los tiempos duros que sobrevendrían. De allí nos fuimos, ya entrados los noventa, a seguir cada cual su propio camino —unos dentro, otros fuera—, a aprender que lejos y cerca son términos muy relativos.
Todo eso recordé esta mañana cuando al mirar a través de la ventana lo más lejano que observé fue la fachada anaranjada de los vecinos y la tienda de don José. Pensé en la oficina: el horizonte es la pared de ladrillos del baño, cinco metros más allá del vidrio por donde se asoman las ardillas, asombradas, preguntándose —como nosotros, cuando niños, en los zoológicos— qué hace tanta gente encerrada en esas jaulas, cuán mal han de portarse para que los confinen durante todo el día y parte de la noche.
Como lo más parecido que tengo al malecón es la pantalla de esta computadora donde puedo encontrarlos a ustedes, mis amigos, corrí al Facebook y escribí: “A veces necesito tanto el mar, esa noción de infinitud”... Y pensé que aunque la condición insular implique ostracismo, cuando uno vive frente al océano supone que más allá debe haber algo seguramente hermoso y grande, tal vez eso a lo que llaman libertad. Si todas las aspiraciones se derrumban unas tras otras, siempre quedan las olas: para sentarse frente a ellas o desafiarlas. Bien decía Serrat que “si te toca llorar, es mejor frente al mar”.
Y mientras recordaba Centro Habana, el olor del salitre, volví a encontrar el cubo forrado de periódicos Granma que es el set del video Decadencia, de Eskuadrón Patriota, ese dignísimo grito en tiempo de rap desde el fondo de la isla, esa “voz de una gran masa, acéfala, vacía, que en silencio se desplaza; se cansaron de llorar y ahora les sangra el alma mientras se preguntan quién controla su esperanza”. Esa denuncia valiente del estado de cosas que se vive hoy en la isla de Cuba.
“Hermanos de pie, no hay nada más hermoso que una nación cuando despierta”, gritan los raperos y yo vuelvo al balcón sobre la calle Concordia. “No soportamos más” grito con ellos como en aquellas noches de apagón y hambre. Y les comparto el video que habla por sí solo.



martes, 8 de septiembre de 2009

Jama y hombre nuevo

Pánfilo pidiendo jama



Ay, Cachita, danos luz…


Hace un par de meses, un equipo de televisión entrevistaba en las calles de La Habana a un reguetonero local —que más bien parece mendigo— cuando, de improviso, se atravesó entre el músico y la lente un borrachito de barrio que manoteó tambaleante ante la cámara alegando: “¡Lo que nos hace falta es un poco de jama, que estamos en candela!… ¡Hace falta comida que hay tremenda hambre!... ¡Jama, asere, jama!”
El video recorrió el mundo casi como la famosa foto de Korda. La gente lo bautizó como Pánfilo y se reía del beodo porque, a pesar de la elocuencia e insistencia de su denuncia, un borracho nunca es tomado en serio. A no ser por los tribunales revolucionarios, claro está, gracias a los cuales supimos que su verdadero nombre es Juan Carlos González Marco, que lo llevaron a juicio casi sumario y le echaron dos años de cárcel por “peligrosidad predelictiva”, una figura legal perfectamente establecida en el código penal cubano que reglamenta que cualquier ciudadano puede ser encarcelado cuando el Estado sospeche que en algún momento futuro e improbable pudiera cometer un ilícito.
El mismo cargo ―o “peligrosidad social” o “desobediencia”... da igual, un cargo por un delito aún no cometido― se le imputó el año pasado al rockero Gorki Águila, líder de la banda Porno para Ricardo, por haber hecho, entre otras, una rola que decía “No coma tanta pinga, comandante,/ usted es un tirano/ y no hay pueblo/ que lo aguante”, así, de usted, para que no vaya a decirse que se le falta al respeto al anciano vanidoso. A Gorki lo sacó de la cárcel la presión internacional, las peticiones y cartas firmadas por, entre otros, Miguel Bosé y Alejandro Sanz, pero Pánfilo es un pobre negro pobre y borracho al que pocos defenderían.
El pasado 29 de agosto, convocado por la Fundación Cubana LGTB, se realizó en la playa del Chivo el certamen Mr. Gay Habana. Días después las noticias contaban que Rafael Chávez González, estudiante de medicina de 21 años que obtuviera el tercer lugar del concurso, había sido llevado a declarar ante oficiales de la Seguridad del Estado por participar en un evento que no tenía la autorización del gobierno ni la supervisión del CENESEX (Centro Nacional de Educación Sexual), organismo oficial cuya directora, la hija de Raúl Castro, Mariela Castro Espín, parece ser la única autorizada en la isla para organizar, apapachar o reírse a mandíbula batiente de los homosexuales cubanos, como se le veía, divertidísima, en los videos y las fotos de los shows de travestis que auspiciara para los días de lucha contra la homofobia.
“Ellos me dijeron que la Fundación Cubana LGBT era una organización que buscaba el derrocamiento de la revolución ―declaró Chávez González―, que el Mr. Gay era un invento, una de las tantas falacias del capitalismo, que no era un evento serio en ninguna parte del mundo, que no entendían cómo un estudiante de medicina formado por la revolución podía hacerle el juego a la contrarrevolución”. Le dijeron también que “lo mejor que yo podía hacer era denunciar públicamente que todo había sido una farsa, que lo que paso en la Playa del Chivo fue un montaje liderado por la contrarrevolución homosexual de la Florida”.
Agrega la nota que a Mario José Delgado González, vicepresidente de la Fundación Cubana LGBT, cuyo domicilio fuera allanado por la policía, confiscados sus efectos electrodomésticos y él golpeado y apresado por más de 13 días por participar en la organización del Mr. Gay Habana, después de ser puesto en libertad se le ha negado el derecho de continuar estudiando la carrera de Sociología.
A Rafael Chávez le hicieron una “advertencia”, como la que le hicieran hace unos años a Eliecer Ávila, aquel estudiante tunero que cuestionó a Ricardo Alarcón, presidente de la Asamblea Nacional del Poder Popular, acerca de por qué en Cuba los salarios se pagan en pesos y los productos se venden en divisas, por qué los cubanos no pueden viajar libremente al extranjero como cualquier ciudadano del mundo ni hospedarse en sus propios hoteles o acceder libremente a internet. Dice Chávez: “Me preguntaron si yo estaba interesado en concluir mi carrera de medicina, dijeron que todos los médicos cubanos tenían que estar comprometidos con la revolución y que tenían que tener una conciencia revolucionaria inquebrantable, dijeron que jamás permitirán que un estudiante de medicina cubano apoye la contrarrevolución orquestada en la Florida”.
El artículo primero de la Constitución de la República de Cuba reza, a la letra: “Cuba es un Estado socialista de trabajadores, independiente y soberano, organizado con todos y para el bien de todos, como República unitaria y democrática, para el disfrute de la libertad política, la justicia social, el bienestar individual y colectivo y la solidaridad humana.” Un Estado de obreros y campesinos; no de borrachos y maricones ni de intelectualoides gusanos. Un Estado socialista y unitario donde cualquier manifestación de debilidad ideológica o bladenguería que contradiga estos magnos principios es considerada, por lo tanto, anticonstitucional y lo que es peor, contrarrevolucionaria.
Todo esto me remite a un fragmento de aquella definición de “hombre nuevo” que fue El Socialismo y el hombre en Cuba (1965) del Che Guevara: “No se trata de cuántos kilogramos de carne se come o de cuántas veces por año pueda ir alguien a pasearse en la playa, ni de cuántas bellezas que vienen del exterior puedan comprarse con los salarios actuales”… Y como la palabra previsora de los grandes hombres se sigue al pie de la letra, la revolución lo ha hecho durante medio siglo. Que no venga ahora un negro loco a decir que tiene hambre, un guajiro a preguntar de política ni un pájaro a querer ser míster nada…
Sí, sí, ya sé que en el primer artículo del año había prometido no volver a hablar de esta Cuba en la que no vivo hace casi veinte años y a la que ―dicen― no tenemos derecho a juzgar “los de afuera”… ¡pero cómo va a quedarse uno callado ante estas cosas!

Rafael Chávez González, tercer lugar de Mr. Gay Habana

martes, 1 de septiembre de 2009

San Germán 534




Anoche, mientras esperaba el sueño, me puse a recorrer en el recuerdo el barrio de mis abuelos en Santiago de Cuba. Casa por casa, como si los estuviera viendo con los ojos de la realidad más inmediata, caminé las calles y callejones que transitaba para llegar a la escuela donde cursé la primaria, regresar a mi casa de la calle Aguilera o visitar a los primos para los que no era aún esta gusana de la que no conviene recibir correspondencia, cuando todavía a su abuelo no le habían expropiado la tiendita de abarrotes donde en las tardes ardientes tomábamos materva o refresco de limón.
Recién cumplidos los dos años, en febrero de 1966 mi abuela Cristina tuvo que someterse a dos operaciones por lo que le sería imposible cuidarme. Hija de padres trabajadores, sin otra opción decidieron mandarme a La Creche —que entonces ya se llamaba "Ana de Quesada" en honor a la esposa del Padre de la Patria—, un círculo infantil —guardería— de la avenida Victoriano Garzón. Ése fue mi segundo exilio; el primero, el que sufrimos todos: la expulsión del vientre materno.
Cuentan que en las pocas semanas que sobreviví allí, cada tarde regresaba a casa muda; me acostaba y me levantaba al otro día sin decir una palabra. Ni siquiera cuando me llevaban de paseo o a jugar a la Plaza de Marte abría la boca. En menos de un mes me enfermé de faringitis, sarampión y me salieron manchas blancas en la piel. El doctor Fábregas, el médico de la familia por décadas, le dijo a mi mamá que, más allá de la mala atención que pudiera haber en el círculo, estaba muy traumatizada y le recomendó sacarme. Una de aquellas mañanas mi tía Noris vio desde la guagua que la trasladaba a su escuela en Vista Alegre, cual si se tratara de un campo de concentración nazi, a una criaturita agarrada de la cerca metálica llorando desconsoladamente. No tuvo que aguzar demasiado la mirada para darse cuenta de que era yo. No hizo más que llegar a su destino y llamó a contárselo a mi abuela Lola, y ella a mi abuelo José, quien decidió deshacerse del camión de mudanzas que le iba a nacionalizar el gobierno revolucionario por considerarlo “propiedad privada”, aceptar la jubilación que le ofrecían a cambio y dedicarse a criar a la nieta mayor.
Aunque en las noches dormía en la de Aguilera, la casita de San Germán entre Calvario y Moncada se convirtió desde entonces en mi hogar. Allí veía a mi abuelo afeitarse con aquella navaja que de puro milagro no lo degolló y a mi abuela hacerse diariamente las pruebas de la diabetes e inyectarse la insulina. Allí jugaba sola a los mambises o a los mosqueteros, empuñando el palo de hervir la ropa como espada o machete, y les diseñaba casitas imaginarias a las bolas —canicas— en las macetas del patio. Allí olía la crema de almendras con que mi tía se humectaba las manos y observaba a Pepín calificar exámenes o preparar clases en el balancito que adaptaba como escritorio atravesando una plancha de madera sobre sus brazos.
Como miembro de esa familia compartía sus secretos: sabía que el dinero, que no se llevaba al banco, se escondía entre las páginas de un libro de Martí y que en la esquina que dividía los cuartos había un altarcito para San Lázaro. Y ayudaba en las labores domésticas: escogía el arroz con mi abuela, ponía betún a los zapatos, pasaba el brillador por la sala y la saleta y después nos acostábamos a dormir la siesta en el piso limpio y fresco porque su dureza era buena para la columna vertebral, y oíamos novelas y programas humorísticos en un radio apolillado y enorme que parecía como de la segunda guerra.
Allí ayudaba a mi abuela a batir nata y convertirla en mantequilla, a cocinar el arroz blanco con huevo hervido y me tomaba el juguito avinagrado que quedaba en el platón de la ensalada, cuyos yerbajos nunca me hicieron mucha ilusión. Allí esperábamos, ansiosas, el regreso de mi abuelo que los jueves iba a El Caney a comprar frutas de las que ya no llegaban a los mercaditos de la ciudad: nísperos, caimitos, guanábana, anón, mamoncillos, cañandongas, zapotes, piñas, melones de agua y de Castilla… Allí les sacábamos las semillas a los tamarindos para hacer una champola divina, elíxir de los dioses, que siempre acababa “aflojándome la barriga”.
Cuando los aguaceros del verano hacían crecer el caudal de las cunetas que parecían ríos, mi tía y yo fabricábamos barquitos de papel que despedíamos desde el escalón y veíamos alejarse hacia la calle de Carnicería, por donde cada tarde bajaban los cortejos fúnebres que iban hacia Santa Ifigenia, ese hermoso cementerio adonde reposan, entre otros, los restos de Martí, el apóstol.
Éramos bastante humildes, pienso ahora cuando recuerdo las maderas viejas y ahuecadas del segundo piso de los vecinos, por donde en las noches se colaban haces de luz, el adobe abofado o la pintura descascarada de algunas casas del barrio, los escalones ruinosos de Monina y el balcón volado a punto de caerse. Pero sobre todo cuando rememoro, detalle a detalle, la bellísima residencia —nada del otro mundo a los ojos de hoy— del ex magistrado de justicia de cuando el batistato que vivía enfrente, con patio, traspatio arbolado, azotea y un despacho con muebles de caoba y de ébano que se veían desde la calle por entre las persianas. Tan linda y tan cuidada que, ya perdidas con la revolución las posibilidades de ingresos extraordinarios del viejo juez, la rentaban clandestinamente para hacer las ridículas fotos de las quinceañeras del vecindario, Piri y yo incluidas llegado su momento.
En las tardecitas, cuando bajaba el sol, acompañaba a mi tía a las iglesias de Trinidad y Santo Tomás, ella a rezar —supongo— y yo a mirar, con asombro y temor, esas estatuas vestidas de terciopelo. También íbamos a cuanto santero o espiritista “nuevo” le anunciaban sus amigas; a cuanta señora echara las cartas o leyera el futuro por un peso y un medio. Y después, al mercado de Martí a comprar radiantes, azucenas, velas, tabacos, hojas de algodón, abrecamino y vencedor, y productos que no estaban racionados por la libreta porque a la brujería no le vienen nada bien los pichicateos.
Esa cuadra era la sede de La Kimona, comparsa que desde tiempos inmemoriales llenaba los carnavales santiagueros de aquel canto: “Mírala qué linda viene,/ mírala qué linda va,/ la comparsa La Kimona/ de Calvario y San Germán”, cuyo último verso fue cambiado por “con su jardín oriental” cuando las agrupaciones carnavalescas barriales también pasaron a tener subordinación estatal. Mi abuelo odiaba el escándalo de las orquestas y a mi abuela hasta le subía el azúcar; para nosotros era fiesta desde que empezaban los ensayos, meses antes, hasta que los disfraces coloridos inundaban la calle.
“La patria es la infancia”, dicen que dijo Baudelaire y creo que la mía terminó a los ocho años, cuando Piri ya tenía edad de ir a la escuela y debíamos acompañarnos. En ese momento, me fui para siempre de la casa de los abuelos. Fue mi exilio definitivo; los siguientes no han sido más que acumulación y confirmaciones.
El martes pasado salí de casa de Celia bajo un furioso aguacero, como aquellos de los barquitos perdidos. Cabizbaja, iba pensando en el enramado de caminos desbrozados durante la sesión —muchos de ellos senderos de la infancia—, cuando un carro que avanzaba muy pegado a la banqueta —o sea, la acera— levantó una cascada que fue a bañar de pies a cabeza toda mi humanidad a pesar de la inútil sombrilla. El golpe del agua fue como un despertar. ¿Cuántos de estos caminos, me pregunté, son continuación de aquéllos? ¿Cuántas de estas aguas ya mojaron mi cuerpo y cuántas veces?
“No vuelvas a los lugares donde fuiste feliz”, aconsejaba el gran Eliseo. “Al doblar de cada esquina, siempre está el pasado”, dice Daína Chaviano en esa novela maravillosa —es el adjetivo exacto— que se titula La isla de los amores infinitos. A medio camino entre los dos voy preguntándome qué es el pasado y qué, el presente. ¿No están acaso mis abuelos eternamente juntos en mi recuerdo? ¿Y Pepín y mi papá, jóvenes y gorditos? ¿No sigo yendo con mi tía y Sonia a que las brujas nos diga que ésta es la vida y hay que andarla en todas direcciones? Y que en ella estamos todos para siempre porque yo así lo quiero… ¿Y por qué no?