martes, 28 de julio de 2009

La dimensión humana

La ola en crecimiento



“Mi vida no tiene sentido”, afirmé lloriqueante hace unos días haciendo gala de ese gen melodramático que hizo a Piri actriz y a mí, escritora de historias trágicas. Acababa de ver el último capítulo de 24 ―muy aburrida, por cierto, la séptima temporada― en el que, como siempre, Jack Bauer, poniendo en riesgo su salud y su vida, había salvado a media humanidad de la más amplia gama de catástrofes que puedan ocurrir en un solo día.
Claro que a pesar de esa mala costumbre que a veces nos hace creer que sólo los héroes merecen la vida porque se la han “ganado”, dar los saltos y brincos de Bauer tal vez no sea, a estas alturas, mi mayor aspiración. Otro abanico de reflexiones, angustias e impotencias, más de diván que de guerrilla, me han hecho debatirme —¡si lo sabrán ustedes!— en los tiempos recientes.
También “merecen la vida”, me decía, los médicos, que —aunque de pronto maten a un par— salvan de las enfermedades y la muerte. Y quienes luchan por una causa justa o dedican su trabajo a ayudar a los demás. Y los científicos y los inventores y los cantantes que nos alegran o nos ponen a bailar. Y, sobre todo, más que todo, los padres, que perpetúan la especie cuando le regalan la existencia a sus vástagos y se entregan a ellos aun a costa de sí mismos… Pero, ¿qué hace alguien sin hijos en una comunidad cuyos formatos y esquemas preestablecidos de convivencia responden a lo que una sesuda ex reina de belleza llamó el otro día, muy apropiadamente, la “sociedad de la gente casada”? ¿Cómo puede evitarse el sufrimiento de aquellos a quienes se quiere? ¿Sirve para algo una escritora de versitos en un mundo que apenas lee? ¿Cómo encajar en un rompecabezas que no parece nuestro?... Todas esas interrogantes me planteo en medio de esos raros cambios y revisiones de la quinta década, o sea, de los cuarenta y tantos.
“Me voy al cielo y al mar, a que su inmensidad me regrese a mi verdadera dimensión”, escribí en el Facebook el lunes, agobiada de “sinsentidos” y falta de explicaciones, minutos antes de salir hacia el aeropuerto a tomar el vuelo que nos llevaría a San José del Cabo, Baja California Sur. Y ni siquiera tuve que esperar el reencuentro con el océano; cuando el taxi avanzaba por el Viaducto, a un lado de la Ciudad Deportiva y el velódromo, de allí donde vienen ese tipo de mensaje me llegó la señal: “Demasiado ego”, decía el pensamiento ―o lo que fuera― dentro de mi cabeza, “y, por lo tanto, demasiada carga”. Me puse atenta, lo dejé fluir: “Eres una criatura, estás aquí con la simple misión de vivir de la mejor manera la vida que te toca. Hay cosas que no está en tus manos resolver por más que quieras y te esfuerces y te empeñes, porque no te corresponde resolverlas; no está a tu nivel. Déjate acunar por la fuerza superior que te protege; alíviate de ese peso que no es tuyo. De ahí vienen la impotencia y el dolor. Sosiégate, déjate llevar”.
De más está decirles lo necia que soy, nieta de asturiano. De inmediato, contrario al sosiego sugerido, empecé a cuestionar. ¿Entonces está todo previsto, programado, y hay que dejarse llevar como hoja al viento? Cuando nos repiten que cada uno es “el arquitecto de su propio destino", ¿nos engañan? ¿Venimos sólo a ser engranajes de un mecanismo que ni siquiera podemos ver? ¿Ésa es la verdadera dimensión del ser humano: contribuir a un plan superior cuya finalidad nunca sabremos? ¿Es inútil hacer esas preguntas, buscar esas respuestas?
El atardecer me regalaría dos sorpresas. Cuando cayó la noche, sin prisa, las estrellas empezaron a encenderse en la inmensidad del cielo. Tal vez voy a decir una obviedad pero, citadina al fin y al cabo, uno suele dar las cosas por sentadas: alzas la mirada y como las ves brillando, impertérritas, crees que siempre estuvieron ahí. Pues no es tan sencillo: se alumbran guiño a guiño como las antiguas lámparas fluorescentes. De pronto se insinúan y al segundo vuelven a esconderse. Aguza uno la vista y puede adivinarlas pero sólo un instante. Como si coquetearan. Así van iluminándose una a una, poco a poco, dosificando la magia y la emoción.
Ya oscuro, bajé al mar, a mojarme en la espuma, a asombrarme con otra maravilla. Unos animalitos como calamares milimétricos, con cabeza luminosa, azulada, llegaban con cada ola y trazaban en la arena una réplica del firmamento. Podía tomarlos en mi mano, verlos brillar, celestes, en mi palma, entre mis dedos. ¿Eran esas manifestaciones de la naturaleza una respuesta a mis interrogantes, un recordatorio de mi nivel de criatura ante la inmensidad?
Cuando la tarde del jueves vi formarse ante mí, al menos tres veces consecutivas, aquella mole de más de dos metros de altura, no sé si dije “Dios mío” o “No mames” que, para el caso, significaban exactamente lo mismo: la naturaleza mostraba su poder y, de paso, me ubicaba de nuevo en “mi lugar”: “Ésa eres tú, una mujercitita a la que voy a aplastar si no corres en este mismo instante orilla arriba”, parecía decir.
Cuando rompió esa primera ola, supe que el agua llegaría hasta donde dejé las chancletas, unos diez metros atrás, subiendo la pendiente. Por unos segundos me debatí entre “salvarlas” y luchar contra la resaca que enterraba mis pies hasta los tobillos y me jalaba sin miramientos. Logré recuperar una, pero los rieles de agua enfurecida que regresaban a su origen se llevaban la otra a una velocidad inimitable. “Mira de lo que soy capaz ―oí que me dijo―, así que olvídate de la ridícula chancla y corre por tu vida”. Otro muro verde se alzó y cayó sobre sí mismo con una fuerza estrepitosa, levantando arena y espuma tierra adentro mientras los que me rodeaban y yo retrocedíamos sin poder evitar que, aun así, nos bañara totalmente e intentara arrastrarnos, como a muñequitos plásticos, hacia el vientre del océano.
Entre asustada y admirada, ya a buen recaudo, lo vi volver a hacerlo al menos tres veces más. Me preguntaba quién tuvo la ocurrencia de llamar Pacífico a ese mar con tan malas pulgas.


La ola rompiendo

martes, 14 de julio de 2009

El curioso caso del bloqueado blog




Al infeliz Anónimo, para que no se sienta triste ni excluido.


Así, con la cabeza en la mano, sólo que la propia, se pasea por los baluartes del Castillo del Morro el espíritu del alférez Juan Pontón, decapitado durante las cruentas batallas de la toma de La Habana por los ingleses, allá por los ya lejanos mediados del siglo XVIII. Mientras lucha por recuperar al amor de su vida, la esclava María Josefa, toma venganza contra jineteras que se venden al mejor postor y extranjeros que las mancillan. Entre las líneas de investigación asoma un país que se cae a pedazos. Eso cuenta Yamilet García Zamora en Del otro lado, mi vida, ganadora del Premio Latinoamericano de Primera Novela “Sergio Galindo” de la Universidad Veracruzana, que tuve el gusto de presentar hace poco más de una semana en la Casa Lamm.
Su lectura fue un placentero regreso a la literatura de intrigas y suspenso que me ha nutrido desde muy joven, cuando mi madre y yo comprábamos y devorábamos todas las novelas de detectives clásicos o modernos, nacionales y universales, que las editoriales cubanas publicaban, más las series que con el tema solía transmitir la televisión nacional. Desde entonces me gustaba jugar a descubrir al autor del crimen antes que los protagonistas. Ese entrenamiento en observación y deducciones me vino muy bien para acometer las indagaciones del curioso caso del bloqueado blog.
Para quienes no tuvieron noticia del suceso, el martes 7 de julio un iracundo y anónimo comentarista dejó en este Parque una nota un tanto “traída de los pelos”. Puede verla todavía, es la segunda, entre los comentarios de la pasada entrada. Me acusaba de ser ―lo parafraseo― una “misógina a la inversa”, fascista, chocante y antinatural, fanática y patológica ―todos los términos son suyos― que le da asco pues, estando el mundo integrado por hombres y mujeres, yo parecía excluir a los primeros de mi torcido entorno. Todo ello por haber dedicado mi texto de ese día no precisamente “a las mujeres”, como parece haber entendido, sino a mis amigas hondureñas, con las que compartí en Tegucigalpa a mediados de mayo.
Esa noche encontré un aviso de alerta en la oficina virtual de este Parque (esa trastienda que ustedes no ven). Los encargados de Google me comunicaban que sus robots habían detectado una denuncia de que el blog difundía contenido “indeseado” o de “dudosa reputación” y que, como procedimiento de rutina, debían hacer una revisión del mismo. Quedaba prohibido que publicara algo más o hiciera cambios y en 20 días, si detectaban alguna contravención a las Condiciones de Uso, sería sacado del sistema.
Denunciar es una aplicación que tienen casi todos los sitios de internet. Permite que si lo acosan comercial o sexualmente, le mandan pornografía, lo ofenden, usted pueda quejarse ante los administradores del sitio en cuestión. ¿Quién podría haber denunciado el blog, a estas alturas, precisamente ese día, si cosas peores he dicho antes? ¿Quién más que nuestro cobardito anónimo, enojado por las reacciones de mis contertulios y en ridículo por haberse precipitado a dejar un comentario sin siquiera leer el texto o revisar el sitio para darse cuenta, por ejemplo, de que justo la crónica siguiente estaba dedicada a algunos de “los hombres de mi vida”?
Este blog está respaldado por una intensa red amistosa que a veces logra vislumbrarse entre bastidores y que es mil veces más sólida e importante que el blog mismo. De allí empezó a llegar la solidaridad y el apoyo que les agradezco en cuanto vale, es decir, infinitamente. Allí empezaron a correrse las apuestas de quién era el “enmascarado”: un hijoeputa de la embajada, segurosos de la isla, algún comunista trasnochado de cualquier latitud, un heteropatriarcal amenazado, un closetero envidioso, un mal poeta.
Como “dueña del Parque”, que todo el tiempo estoy mirando quién entra y sale, invitándoles el cafecito, el té o la cerveza, echando la buena plática, conozco a mis parroquianos, aun a los que parecieran pasar inadvertidos. De modo que en cuanto vi su nota, tuve la intuición de saber quién es. Meses atrás había hecho algo similar; mismo modus operandi: dejó un comentario anónimo, ofensivo y ofendido. Cuando le respondieron, en medio de la “piñacera” virtual, como buen cubano volvió a la carga y habló de más: dio datos que permitieron ubicarlo.
Pero no era cuestión de prejuzgar y echarle la culpa al totí: pendencieros abundan. Por un instante pensé que podría tratarse de un hondureño ―que machos recalcitrantes hay también por aquellas tierras, cómo no―, pero un detalle lo descartó: no “voseaba”, característica fundamental del español mesoamericano. El tono, la redacción y estructuras lingüísticas como “lo tuyo” o “esa visión tuya” ―en vez de “tu visión”― apuntaban, sin embargo, hacia la “patria feliz, edén querido”, como cantara La Peregrina.
Y ahora que menciono a La Tula, ¿qué tal si fuera mujer, astilla del mismo palo? Una de esas doñitas de “buenas costumbres” ―o ni siquiera tanto― a quien le enseñaron desde la cuna que “el calor de mujer hincha” y le sacan ronchas feministas y marimachas ―a las que considera la misma cosa― por descaradas, impúdicas o por vaya usted a saber qué atavismos e inseguridades. Una hembra rabiosa dándole el lugar a su hombre o defendiendo a las hijas de esa epidemia de “bollito con bollito” que pareciera crecer, indetenible, en los tiempos que corren…
Como afirmó no frecuentar el Parque ―cosa que quedó clarísima―, deduje con razonamiento agathachrístico que era “amigo(a)” de Facebook, porque es allí donde he anunciado recientemente las críticas recibidas por mi novela Espejo de tres cuerpos o las selecciones de literatura sáfica o femenina en las que me han incluido y donde alguien así podría hacerse la idea ―no tan falsa pero tampoco exacta― de que soy Alice en Lesbiland, como la Pieszecki de The L Word.
“Elemental, Watson”, pensé entonces a lo Sherlock Holmes. Esto no va a ser tan difícil porque a buena parte de los cubanos nuestra egolatría no nos permite permanecer por mucho tiempo en el anonimato. Somos exhibicionistas y vanidosos. Y nos sentimos tan “bichos”, que creemos engañar al universo cuando todo el mundo ―menos nosotros― se da cuenta de lo ingenuos que somos. Niños de isla: bisoños, inocentones, transparentes… vejigos culicaga’os. “Un par de días y solito va a caer, nada más hay que presionar un poco”, pensé volviendo a la teoría del varón o algo parecido y puse sendas notas en Facebook quejándome del comentario y del bloqueo. Allí los iba a ver. No tenía la menor duda.
Y cayó como guayabito en ratonera. No una, sino dos veces. La premisa básica de la criminología ―que el asesino siempre vuelve al lugar del crimen y si es cubano más― se cumplió al pie de la letra. Ese mismo martes, siendo alguien de quien me paso meses sin saber, apareció en todos los sitios virtuales adonde estuve, como el niño chiquito que, tratando de evitar que se le identifique con la travesura, no hace más que decir con su actitud: fui yo, fui yo, fui yo... Daba pena verlo haciéndose el “chivo loco”. Como diría mi abuela Cristina: pujando gracia.
No sé la razón por la que “le dio Changó” a este muchacho que pareciera tierno y decente, que hasta hilvana versos. Claro que ―reflexiono al instante― para sobrevivir en aquella jungla en la que crecimos, esos dos adjetivos ―tierno y decente― eran profundamente inconvenientes; daban a entender debilidad, mariconería o ambas inclusive. Por lo que seguramente tuvo que aprender a decir malas palabras, buscar pleito y pegar primero que, según sabiduría popular, es garantía de hacerlo dos veces.
Por si no hubiera sido suficiente, ya desbloqueado el blog, el miércoles reapareció en Facebook celebrando “mi victoria” en una lid sin importancia. El combate real era en Honduras y él desvió, con su errónea apreciación y su absurda pataleta, la atención del asunto neurálgico: la solidaridad con los hondureños y cómo los regímenes totalitarios y sus líderes autócratas de ínfulas mesiánicas embaucan y engatusan al “pueblo” y le obligan a actuar “a su manera”. El combate es justamente ése que nuestros gobernantes nos enseñan a echar contra nosotros mismos para que no haya unidad, para que los puntos comunes se diluyan en tonterías y nunca podamos estar de acuerdo ni emprender juntos camino alguno.
El caso no está cerrado. No quiero exponer la cabeza equivocada ni quedarme como Meryl Streep al final de La duda. En definitiva, da igual el nombre, el rostro o el género del culpable cuando la advertencia es evidente: no hemos superado la edad oscura y entre nosotros, disfrazados de corderos, siguen los lobeznos acechando, listos a saltarnos a la yugular en cuanto nos confiemos. Ojo avizor, amigas y amigos míos.

miércoles, 8 de julio de 2009

Parque bloqueado

En la tarde de ayer, los responsables de Blogger me enviaron un mensaje comunicándome que el Parque del Ajedrez había sido bloqueado debido a una “alerta” recibida de que el blog tenía material “indeseable” o “de dudosa reputación”. Me pedían que, como administradora del sitio, solicitara el desbloqueo para que inmediatamente ellos pudieran proceder a una revisión del contenido. Se me impedía publicar nuevas entradas y daban un plazo de 21 días como margen para eliminarlo de la red si encontraran alguna contravención a sus Condiciones de Uso.
Solicité el desbloqueo y esta mañana pude acceder con normalidad a las áreas de administración de este espacio. Supongo que ello signifique que ya está “limpio de toda sospecha”. Agradezco a quienes me dieron su respaldo y solidaridad y les reitero que este sitio es de todos, incluso de aquellos a los que les molesten mis posiciones y convicciones. Que tampoco ellos se sientan excluidos. Como asevero en su presentación: “Éste no es un blog; es un patio de provincia donde conversar en las tardes calientes mientras compartimos un café retinto o un té con limón.”
Y otra cosa les digo: si cerraran este Parque, otros habrá donde seguirnos encontrando. Que en eso ya tenemos experiencia. Bienvenidos de nuevo, amigos y enemigos.

martes, 7 de julio de 2009

La patria rota

Represión en Tegucigalpa
(tomada de Proyecto Siguapate)


A Patty y Amanda
A mis amigas hondureñas


Estoy sentada en la esquina del cuarto. Entre la mesa de noche y la pared; detrás del baúl de la ropa sucia. Con las piernas recogidas. Llevo ahí más de una semana. Aunque despierte y me bañe, aunque me unte cremas en la cara y me rocíe esa colonia, aunque me cuelgue al hombro la bolsa y camine hasta el metro, aunque me pase el día en la oficina, conteste mailes, envíe boletines y chatee. Aunque haga mi “vida normal”, realmente estoy ovillada en el último rincón de la casa como si me maniatara una camisa de fuerza. Con los dientes apretados. Muda. Impotente.
Pensando en cómo se despabila, de pronto, ese amor que dormimos, ocultamos, disimulamos o simplemente no conocemos por la patria, por la nación, por esa tierra en la que abrimos los ojos, caminamos, crecemos, hacemos… Un golpe a esa noción llamada país puede descalabrarnos de una manera imposible de explicar y a veces, de comprender. En estos días en que el pueblo de Honduras vive en la incertidumbre, mi dolor es tan profundo, el miedo tan grande, que a veces siento que han despertado, en éste, otros dolores y miedos que alguna vez no dejé aflorar, inmersa en los preparativos ante la inminencia del peligro propio.
Entonces me veo cavando trincheras en las lomas de Quintero; oteando al horizonte donde aparecerían los cañoneros yanquis; vigilando el espacio aéreo en el que irrumpirían los aviones “americanos”; formando parte de un batallón de zapadores o aprendiendo a tirar estrellas ninjas en el campo deportivo de la Normal de Santiago como parte de los absurdos entrenamientos dominicales de las MTT [Milicias de Tropas Territoriales]; armando y desarmando fusiles rusos en las clases militares de la universidad; creyendo que “cuando un pueblo enérgico y viril llora, la injusticia tiembla”.
Siempre vivimos en guerra y siempre fueron falsas alarmas, jugueteos con los que entretenernos el hambre, estrategias de “unidad nacional” que venían requetebién cuando algunos “grupúsculos” empezaban a inquietarse y revolverse. Modos de aplastar la rebeldía nacional ante el deber de defender la patria del “enemigo externo” para que no viéramos el interno.
Hace un mes caminaba por las calles de Tegucigalpa confirmando, una vez más, cuánto se parecen a ratos a las de Centro Habana o algunos barrios santiagueros. Respirando en aquel aire una esencia común. Les presenté mi novela y mis poemas a un grupo de mujeres empeñadas y comprometidas en las luchas cotidianas: la violencia familiar, las carencias económicas, la inestabilidad laboral, la igualdad de derechos y oportunidades, el respaldo a la cultura y el arte, la formación de las nuevas generaciones en una sociedad menos violenta, más humana. Y nos reímos y nos confesamos dolores y compartimos planes y tomamos guífiti y cerveza Port Royal.
Nadie vislumbraba entonces lo que pasó un mes después; esta guerra que sí es de verdad. Porque ahí está el pueblo —aun dividido en los bandos que sea— abogando por su propio destino. Cosa que nunca hicimos los cubanos; al menos desde que tengo eso que llaman “uso de razón”. A nosotros nos convocaban a gritar obligatoriamente contra el imperialismo, pero nunca a alzar la voz contra las cosas que pasaban en nuestro país, aunque lo viéramos caerse a pedazos.
Sólo una vez, a principios de agosto de 1994, hartos de un período especial que los llevaba a extremos invivibles, población de Centro Habana salió a las calles a pedir, más que libertad, comida y luz, y se armó un mitin espontáneo en los alrededores del hotel Deauville. Los grupos de choque del Contingente Blas Roca reprimieron la protesta a golpe de cabillazos. Civiles contra civiles, para que pareciera una simple reyerta de barrio, “cosa de negros”. Dicen que el grito de “Abajo Fidel, abajo Fidel”, inmediatamente fue sustituido por “Fidel, Fidel, Fidel” y cuando el vitoreado llegó a la escena del crimen, ya todo estaba “bajo control”.
El habanazo le llamaron; lógicamente fuera de Cuba, porque en la isla los medios no difundieron la noticia. A diez cuadras no se sabía qué pasaba más que de boca en boca. Más allá de las diez cuadras, sólo un rumor. En el resto del país no se supo nunca.
Ahora, década y media después, las únicas que se atreven a desafiar el miedo son las Damas de Blanco, madres, esposas e hijas de presos políticos, que se manifiestan pacíficamente, con una flor en la mano, pidiendo que no se deje morir a sus familiares de hambre, insalubridad y desamparo en las cárceles. Ellas también tienen que aguantar las agresiones del “pueblo enardecido”, es decir, los grupos de choque, brigadas de respuesta rápida que el gobierno envía a patearlas y escupirles.
“Tenés que hacer las paces con Cuba”, me dijo Amanda hace un mes, mientra caminaba por Tegucigalpa creyendo poder alcanzar los cerros con las manos, de tan cerquita que están. “Dejá de verla como la madre que no te quiso y te regaló; la que te echó de su seno por ser quien sos y buscarte un discurso que no fuera el manoseado”.
Ahora que veo su patria rota, como la mía, me hago un ovillo en el rincón del cuarto. ¿Cómo haremos, Amanda, repúblicas distintas, comunidades realmente democráticas? ¿Será posible que ese sueño no termine en pesadilla una vez y otra vez y otra vez?