martes, 28 de abril de 2009

Animales sin alma




A Dora.
En agradecimiento a los amigos, tan alertas y cercanos.



Anoche Susana, en uno de esos actos de solidaria responsabilidad que ella acostumbra, se desvió de su ruta habitual para dejarnos lo más cerca de nuestras casas a otros tres compañeros. Avanzamos sobre Tlalpan hacia el Centro, mientras oíamos las interminables noticias de la epidemia, que han suplantado totalmente a las acciones del narcotráfico, como si las mafias también se hubieran declarado en cuarentena en todo el país hasta el próximo 6 de mayo.
Con nuestros tapabocas embozados, veíamos el movimiento en la calle. De pronto parecía que todo era normal, pero las noticias recordaban que la Organización Mundial de la Salud había subido el nivel de alerta de 3 a 4 y que había posibilidad de que cerraran el metro y las fronteras, a pesar de que los empresarios, temerosos de las pérdidas que se les vienen encima —la verdadera crisis—, presionaban a las autoridades para evitar cierres masivos de empresas productivas.
A menor escala, en los ámbitos más domésticos, la visión es otra. Las compras de pánico ya afectan el abasto de los supermercados, sobre todo en productos higiénicos, antisépticos y alimentos empaquetados. Ni qué decir de las farmacias, donde ya no hay cubrebocas. Y los que antes del viernes costaban 50 centavos, son vendidos ahora entre siete y 15 pesos. En el metro, sin embargo, sólo un 10 o 15 por ciento los usa; especialmente los hombres, que han de sentirse menos machos con el hocico tapado.
“Allí vivía Orlandito”, señalé cuando desembocamos en la Calzada Chabacano casi a la altura de La Viga. “Y allí nosotras”, mi dedo apuntaba al edificio de ventanas cerradas donde habitábamos hace doce años Dora y yo. Era el viejo barrio: la farmacia de la esquina, la Mega Comercial, la entrada del metro, el Vips, el parque con sus grafitis pandilleros…
Subiendo al puente llegó el mensaje: a las 7:30 de la noche el director reunió al personal en su oficina, sin atender al llamado de no provocar aglomeraciones humanas, para comunicarles una instrucción que había recibido desde las tres de la tarde y quién sabe por qué postergó hasta entonces (posiblemente para retenernos): que la dependencia no cerraría sus puertas porque el Gobierno Federal no lo había autorizado; muy curiosa justificación cuando la autonomía universitaria es uno de los grandes blasones que enarbola esta alta casa de estudios. Y más, cuando todas las escuelas, facultades, institutos y espacios culturales pertenecientes a la UNAM están cerrados desde el viernes y todo el personal de base sindicalizado fue mandado a su casa ayer.
Seguimos por el Eje 3 Sur hasta llegar al Centro Médico. “Cuauhtémoc está hasta la madre; mejor me voy por mi súper atajo, que nos saca a Heriberto Frías”, propuso Susana y nos internamos a la colonia Roma Sur por la calle de Tehuantepec. Unas cuadras más adelante, fue ella quien señaló una casa anaranjada: “Ahí viví yo hasta que me casé”. “Este regreso ha sido como un paseo por el ayer”, me asombré y ella, imitando la voz de una de sus tías, me dijo: “¿Por qué será?, ¿por qué será?”
Entonces pensé que cuando el presente se complica, uno vuelve al pasado de una u otra forma; a buscar el origen, a “hacerse uno”, como dijo hace unos días Lili Rentería. Y recordé otros jefes que he tenido: Omar Mederos, el doctor De la Barreda, Ildefonso García… hombres de razón y de conciencia, gente con criterio y valentía, capaces de tomar las medidas que fueran necesarias a su debido tiempo, aun a costa de buscarse enemistades y problemas. Aun a costa de su propia libertad. Recordé, incluso, a Oscarito Ruiz Miyares, con quien tuve las más rotundas divergencias, pero que era un líder. Hasta llegué a pensar en aquel de la barba, para quien esta epidemia hubiera sido su sueño dorado.
Ésta es la diferencia entre quienes valoran a sus empleados y subordinados y aquellos para quienes somos sombras, simple número, monigotes, animales sin alma ni provecho que da igual si se contagian o sobreviven. Eso pienso ahora, inútilmente sentada en el medio de mi pasillo, el lugar donde esa misma insensibilidad me ha confinado. ¡Ni qué trabajáramos en el Pentágono! ¿Cuán imprescindible pueden ser un oficinista en una universidad cerrada?
Claro, que pudieran tener razón quienes afirman que si no conocemos a ningún enfermo ―mucho menos muertos―, la epidemia no existe. Que es simple amarillismo televisivo y oportunismo político en año electoral. Que fue un acuerdo entre Calderón y Obama, las farmacéuticas, el Grupo de los Siete y los bancos internacionales. Que lo de la OMS es pantalla. Que el rebaño de tontos del bozal, tan ridículos, avergonzamos al resto. Que cuando uno sale del DF se quitan los síntomas y regresan al volver… Nada, que hay que irse a Acapulco…

Y para que vean que las contingencias no matan el humor, los dejo con un chiste muy actualizado:
¿Saben qué le dijo el DF a la influenza?...
—Uy, que miedo, mira cómo tiemblo…
Y se echó el temblorcito de 5.7 grados que ayer al mediodía llevó al colmo de la incredibilidad a los capitalinos. ¡Na’más falta que nos mee un perro!

martes, 21 de abril de 2009

El libro de las caras




A Tati Canett y Raquel Zozaya, los abrazos más recientes.
A todos los demás.


Mi aventura de Semana Santa fue abrirme una cuenta en Facebook. Siempre me había negado a integrarme a esa enorme comunidad porque sospechaba que no me gustaría —¡esa actitud negativa tan persistente!—, que era “cosa ‘e muchachos”, una especie de “escuela en el campo” perdida no en el monte sino en el ciberespacio. Y no me equivocaba del todo. No en balde cuando te registras y vas preguntándole a los otros miembros, como niño de preescolar, si quieren ser tus amigos, el sistema avisa con la noción de temporalidad del infante que te agarra de la mano y comparte un descubrimiento que se atribuye: “Damaris y Odette ahora son amigas”, “Camilo y Odette ahora son amigos”, “Mabel y Odette ahora son amigas”… y uno siente que debe responderle con maternal condescendencia: “No, cariño, esas personas y yo nos conocemos desde muchísimo antes de que tú nacieras”.
Así, como adolescentes en busca de autoafirmación e identidad, puedes tomar miles de pruebas a las que llaman, muy inglesamente, test o quizz. En ellas averiguarás, con asombrosa rapidez y eficacia, cómo eres en el amor, a qué elemento perteneces, cuál es tu psicopatología, qué estrella de rock hubieras sido, qué autor te elegiría como su protagonista o con cuál personaje te identificas en la saga de El señor de los anillos o cualquier otra por el estilo. Y para colmo de los colmos, también qué tan cubano eres… ¡Sia’cará!
Uno de los mayores entretenimientos es meterte a fisgonear en las páginas de tus amigos. En ellas podrás ver, sin restricción, sus fotos personales, sus enlaces, sus videos favoritos, las canciones que escuchan. Podrás enterarte también de sus pláticas con otros. Para ello hay muros que me recordaron aquel complejo de habitante de las cuevas de Altamira que internacionalizó —eso pensamos los cubanos, siempre tan creídos— La Bodeguita del Medio, según el cual uno registra su presencia por medio de mensajes escritos en la pared: “Aquí estuvieron Chuchita y Pedro”, “Carmelina, yo te amo”, “Cargue con su pesa’o”, etcétera.
Otras paredes atiborradas de palabras me vinieron al recuerdo. La de mi casa de Santiago y la del apartamento de Aristico en la calle Concordia. En ambos muros escribían todos los visitantes. Costumbre milenaria: el ser humano necesita dejar constancia de su existencia y la letra escrita o los ideogramas han sido, hasta ahora, los métodos más perdurables. "Si no estás en Facebook no existes", me había dicho Sergio días atrás. "A quien no se le menciona deja de existir", dijo Wendy hace un ratico. En eso pienso mientras entono en tempo lento y tamborileo sobre el escritorio: “En el tronco de un árbol una niña/ grabó su nombre, henchida de placer”…
Y me interno, curiosa como gato, en la página de uno de mis amigos más jóvenes. Es como entrar a su casa sin pedir permiso. Como aquellos hogares cubanos de puertas siempre abiertas y mesa de dominó en la acera, adonde podía uno llegar en cualquier momento a echarse un buchito de café o una chicha de piña bien fría mientras te balanceabas en la mecedora y te enteraban de dos o tres suculentos o insulsos bretecitos antes de seguir camino bajo el calor que no mengua. No había demasiada prisa entonces… ¿por qué ahora estamos tan apurados?
Volviendo al muro de mi amiguito, puedo ver lo que él ha escrito pero no lo que sus cuates le responden, porque aquéllos lo hacen en sus propios muros, o sea, la portada de su página personal y, además, no son “amigos” míos, lo que no me da derecho a recibir sus palabras. De modo que me encuentro ante una especie de monólogo esquizofrénico; algo así como esto:

T kiero menso
A k hora tunait en tu kasa?
No ay brnka kabn
K supermegawow
No mames güey

[así, sin coma que separe la oración del vocativo, lo cual quiere decir, exactamente ―bueno, al menos en “nuestra época”―, que te quiere así de idiota y que no se te ocurra mamarte a un güey… y el “ay” sin hache es como el grito que da mi alma]


No es un diálogo entre sordos sino la charla oída desde un solo lado y en una nueva norma lingüística. Me descontextualiza y me pierdo. Y para mí, quedarme a medio chisme es peor que la gonorrea. Me dan ganas de completarlo a mi manera y escribir una novela sobre la semicomunicación. Por eso se llama Facebook, me digo, el libro de las caras, porque sirve para echar una miradita rápida más que para disertar. ¡Y a quién se le ocurre disertar!, protestarán los jóvenes, el primer público meta de estas redes sociales. ¡Quién se va a sentar a oír/leer a un viejo loco que cada día piensa que es su día con lo apurados y ansiosos que estamos!...
¿Y por qué lo estamos tanto?, vuelvo a preguntarme y a reflexionar acerca de este tiempo de pocas palabras y muchas onomatopeyas. Por ejemplo, el recuadro de “Compartir”, donde escribes lo que quieres decirles a los demás contertulios, tiene una cantidad limitada de caracteres; así que si pensabas echarte una parrafada… ¡estás frito! Te la corta a medio aliento y listo. Quién ha dicho que éstos son tiempos de plática…
Hay un espacio, en la parte superior de la página, donde puedes comunicar tu estado de ánimo, actividades inmediatas o deseos. Unos dicen que hoy están muy contentos o muy nostálgicos; otros, que odian Windows Vista o aman el new age; algunos cuentan que van al súper o regresan de vacaciones; otros avisan que ya es hora de dormir en el Viejo Continente. Hay quien comunica que enseñará el subjuntivo en su próxima clase y quien confiesa que le está costando un huevo preparar la siguiente lección. Todo en unas diez o quince palabras, máximo. Los otros les respondemos con igual concreción o sólo insertamos la imagen de un dedito pulgar levantado en señal de aprobación, a lo Iulius Caesar, que dice “Me gusta” o uno invertido, igual a lo Julio César, que dice “No me gusta”.
¿Qué está pasando? ¿Cómo contener el pensamiento o el estado de ánimo en un número reducido de palabras? ¿Qué hubiera sido de Platón o Aristóteles en esta comunidad? ¿Cómo serían las Catilinarias, La guerra y la paz, La interpretación de los sueños o El capital? ¿Cuántos siglos de historia de la filosofía y el arte se hubieran sintetizado en quince palabras? ¿Al fin estaremos llegando a aquel viejo y socorrido consejo de los profesores de redacción que sugería escribir “claro y conciso”?
También preguntas de anciano mamón, dirá mi joven amigo y estará en lo cierto. Que éste no es el medio para disquisiciones. Hablando de síntesis, aquí la cosa es como sintetizaba mi abuelo hace mil años los asuntos simples: mear y sacudir. Veámoslo positivo: es lindo recordar aquellos tiempos en los que, como dice mi nieto Venegas, éramos “comemierdamente dichosos”, cuando “éramos felices y no lo sabíamos”, al decir Jorge Luis. Y también enterarnos de que Cala volvió a CNN, de que Lili estrenó con Abanico, Xiomara se presentará en Nueva York y Anabell grabó un disco nuevo. De que Hernán se fue a Guadalajara y Bellatin a Paraguay. De que Daniel Almenares tuvo otro vástago, de que Axel Tosca ya es un hombre hecho y derecho, de que Wendy voló a Cartagena de Indias a un encuentro de arte joven.
Hace un par de meses, cuando Eve Gil escribió la trenza sobre Wendy, me preguntaba qué sería de la Generación de los Ochenta cuando ella y Norge, los más jóvenes de entonces, cumplan cuarenta años, para lo que falta realmente poco. La respuesta es ésta: que ahora también somos amigos de los hijos de nuestros amigos —los jóvenes impetuosos de esta actualidad— y que a riesgo de parecer anacrónicos y “no saber usar” el Facebook, nos apropiamos de esta plataforma para reencontrarnos y besarnos y estar cerca, a la vuelta de un mensaje o de un dedito parado. Que como bien decía Yani Canetti hace unos días, son tan reales y tan llenadores esos abrazos, que dejan de ser virtuales.

martes, 14 de abril de 2009

Microbios del universo

La nebulosa del Águila, que parece el hiato estomacal


A Orlando y Frank, después de las fotos en “Las Islas”.
Y a Maya, por su cumpleaños.



La semana pasada me sometí a un tratamiento desparasitante. El segundo día, mientras la tripa se retorcía con singular entusiasmo, pensé en las víctimas del genocidio. Esos raudales de lava que bajaban desde el estómago debían ser para ellos algo así como Sodoma y Gomorra: un suceso sobrenatural e inexplicable, ajeno a sus capacidades y a su voluntad como especie, que arrastraba por igual a beligerantes combatientes de todos los bandos y a inocente población civil.
El día que Marisa me preparó aquella cuba de tres licores que me zampé sin menor conciencia debe haber sido el fin de una era para mis helicobácteres pyloris: la lluvia de fuego que seguramente presagió el Juan de Patmos de mis habitantes íntimos. Segundos después, ríos desbordados los arrastraron, esófago arriba, hacia la nada. Una masacre bíblica a la que pocos sobrevivieron; sólo aquellos elegidos que contarán la historia, generación tras generación, a las camadas de futuros animalitos.
Los bacilos búlgaros que desayuné a la mañana siguiente de las pastillas asesinas fueron, para los sobrevivientes, como la llegada de brigadas internacionalistas de países tan lejanos que no supieron ubicar en el mapa. Algunos microorganismos radicales verán con muy malos ojos el asentamiento en sus comarcas de esos visitantes balcánicos que empezarán a llenar de ideas extranjerizantes las mínimas cabezas de sus jóvenes. Ya ni hablar de la animada celeridad e indiscriminación con que se mezclarán sexualmente, lo que dará lugar a un nuevo tipo de microbios que los investigadores externos ―los terrícolas―, ante la imposibilidad de clasificarlos ―y de paso exterminarlos― con los métodos tradicionales, les llamarán mutantes.
Las diferencias ideológicas darán lugar a cruentos enfrentamientos entre globalifóbicos y globalifílicos que parecieran no darse cuenta de que ambos son productos del mismo proceso, sin el cual no existirían ni unos ni los otros. La imposibilidad de coexistir en armonía y entenderse democráticamente les hará enviar expediciones hacia el exterior, en un desesperado afán de encontrar “inteligencias superiores” que puedan comprenderlos u otros continentes a los que depredar en paz. Porque, se dicen unos a otros, no es posible que vivamos sólo nosotros en tamaño universo.
Y sus navecitas salen por nuestros orificios humanos como de la atmósfera las sondas que mandamos al “espacio exterior” o aquellos ovnis a los que se les ve meterse o emerger de los cráteres de los volcanes o las superficies del océano y que sugieren a algunos la existencia de una civilización intraterrestre, teoría a ratos más lógica que las que pretenden que los aliens vengan desde mundos situados a distancias humanamente inconcebibles.
Pero también hay naves que entran a ese universo de ellos. Cuando me hicieron la gastroscopía, mis helicobácteres vieron clarito en su oscuro cielo un objeto volador tipo La guerra de los mundos —la nueva, la de Tom Cruise— que no sólo echó un espectacular rayo de luz sobre su minúscula vida, sino que tomó muestra para estudios científicos “extraestomacales” y abdujo en ella a varios de sus congéneres. Esa intrusión fue el antecedente de la batalla que marcó el fin de otra de sus eras —ellos viven periodos más cortos que nosotros—: la gran guerra de la claritromicina y el pantoprazol que casi los aniquila como civilización.
Esos microorganismos nuestros no saben —o confunden— las relaciones que existen entre los recipientes en los que viven. Cuando un amigo se acerca a susurrarte un chisme u otro cuerpo se refocila encima —o debajo— del tuyo, los bichitos que habitan nuestra piel, debajo de las uñas, entre los múltiples pelos de nuestro cuerpo, han de explicárselo a sus hijos y registrarlo en sus anales como el paso de un cometa, el choque de un meteorito, las faces de la Luna. Una fiesta en casa de la familia les parecerá una conjunción de astros que puede ser peligrosa, cuando menos amenazante, si acaba en alguno de los acercamientos antes citados. Los agoreros anunciarán el fin de los tiempos en cuanto oigan el tintinear de las cervezas congelándose en el refri y lo interpreten como las trompetas del Juicio.
Para los que viven en el interior, las percepciones son aun más perturbadoras. Los movimientos oscilatorios y trepidatorios del amor, por ejemplo, son como un terremoto con sus réplicas que pueden llegar a predecir por esos sonidos guturales que brotan desde el fondo de su Madre Tierra —o sea, nosotros— segundos antes del evento telúrico. Desconcertados y agónicos, también ellos a veces se amotinan, se aglutinan, se asocian y nos ponen a sudar la gota gorda en fiebres y vómitos que a los doctores, siempre tan despistados, se les dificulta diagnosticar o lo hacen con cualquier buen pretexto que les permita salir del paso. La gripe, por ejemplo.
En el universo que creemos conocer, la Tierra es sólo un microbio del que nosotros somos sus parásitos ególatras y presumidos, con ínfulas de animales superiores aferrados a nuestros irrevocables l.q.q.d. [lo que queda demostrado], aun cuando me ha contado Francisco ―que sí sabe de esas cosas― que hasta las leyes de Einstein han tenido que revisarse y actualizarse por ser demasiado relativas ya para esta época. Tan faltos de humildad, menospreciamos a las especies según nosotros —y sólo nosotros— “inferiores”, cuando somos simplemente una especie más. Un piojo del planeta que es, a su vez, un ácaro de la galaxia que es, a su vez, una ladilla del universo que seguramente es una liendre dentro de los miles de mundos cohabitantes que pueden existir ―¿por qué no?― más allá —y hasta más acá— de los 18 mil millones de años luz, lo más lejos que conocemos. O creemos conocer.
Cuentan en ¿Y tú qué %#$ sabes? (What the Bleep Do We Know!?) que cuando Colón llegó a las islas del Caribe, aunque estaban fondeadas a pocos metros de la costa, los aborígenes no veían las carabelas. Sus brujos, más avezados en el uso y reconocimiento de las percepciones, aunque sentían las ondas energéticas que desprendían esas naves —como cualquier objeto o ser—, tampoco consiguieron verlas hasta después de días de aguzar los sentidos. Entonces les contaron a sus pueblos y aquéllos, ya sabiendo cómo eran y a qué distancia estaban, finalmente pudieron verlas. ¿Por qué sucedía eso? Según los físicos cuánticos de la película, porque el ojo humano no es capaz de “ver” —ni los órganos cerebrales que sustentan la visión de procesar— aquello que no conocemos previamente.
Me pregunto, entonces, cuántas cosas estarán pasando delante de nuestras descreídas, egocéntricas y alzadísimas narices sin que nos demos por enterados…

lunes, 6 de abril de 2009

Ya está a la venta



YA PUEDE PEDIRLA POR INTERNET

Desde cualquier lugar del mundo (incluida la República Mexicana)
puede hacerlo a la siguiente dirección
(que es de toda mi confianza):
LesLibros

Desde México también puede comprarla en la web de la editorial:
Quimera Ediciones

Y en la red nacional de librerías:
Gandhi, El Sótano, Porrúa, Cristal, Gonvill y Educal

Éstas son las palabras que Teresita Dovalpage escribió para la contraportada:

Espejo de tres cuerpos es una novela con ribetes benaventianos en la que el triángulo imposible, el más prohibido de todos, se forma ante los ojos del lector. Pero si desde sus inicios la relación resulta complicada, el hecho de que todas las protagonistas sean mujeres vuelve aun más suculento este ajiaco literario. Ajiaco, sí, porque aunque la trama tiene lugar en México, la gracia caribeña de la autora asoma entre las páginas con un guiñito cómplice... La manera en que se enlazan y desenlazan los tres cuerpos reflejados en este espejo construido de palabras en lugar de azogue revela la maestría de Odette Alonso, capaz de trazar retratos auténticos y vívidos con cuatro pinceladas. Berenice, juvenil y desprejuiciada, tiene algo de sirena y de afrodita. Ante su embrujo femenil caen Ángeles, la al principio estirada profesora... y algunas chicas más. La obra comienza con el protagonismo de Ángeles, pero no se limita a describir el tránsito de la madre-divorciada-y-un-poco-reprimida a la amante apasionada que llega a desbocarse con Berenice en un sofá. Hay mucho más que eso. Espejo de tres cuerpos contiene una propuesta y un sinfín de preguntas. ¿Qué se hace cuando el amor (no importa el rostro... o el sexo con que se aparezca) llama a la puerta? ¿Se le franquea la entrada? Y lo más importante, ¿cómo arreglar la vida cuando el amor decide huir?