martes, 20 de enero de 2009

Matar a la niña Yo

Dando tremendo bateo frente a casa de mis abuelos.
Seguramente por esa falda tan hembra que me habían puesto.


Gracias a Inesita por la escaneada de urgencia.


Cuando faltaban veinte minutos para las once de la mañana del 23 de enero de 1964, esa niña de la foto abrió sus ojos, su boca y sus pulmones en la ciudad de Santiago de Cuba, “rebelde ayer, hospitalaria hoy, heroica siempre”. Así, como me ven en esa vieja placa, me he pasado la vida: gritando, peleando, buscándome los más ajenos pleitos y los más propios. Necia, irracional, inconforme… acuariana con ascendente en Aries criada por un asturiano bruto que se pasó la vida diciendo que había que “nadar río arriba”, o sea, ir siempre contra la corriente.
A veces, quién sabe por qué condescendientes conveniencias, uno traza retratos de sí misma que no coinciden del todo con la realidad. Viendo a esa niña que grita, pienso que nunca fui tan obediente y correcta como mis buenas notas y galardones escolares sugerían y los otros repetían. No lo era aunque pasara mucho tiempo tranquila y calladita y no me gustara salir a jugar con los demás niños. No, no era tan santa: me emborraché desde muy joven, amé por igual a hombres y mujeres, apretaba en las fiestas con más de uno, a veces los novios de mis amigas, y decía que la fidelidad sólo podía guardarse hacia una misma porque cómo pedirle abstinencia o contención al cuerpo de otra persona con otras necesidades.
La rebeldía y la transgresión no se limitaron a la vida íntima: nunca quise —y no lo hice— estudiar magisterio ni ir adonde la revolución me necesitara si eso iba en contra de mis planes. Aun muy joven cuestionaba lo incuestionable: desde la supuesta pureza inmaculada de Martí —¿te acuerdas, Bertha?— hasta por qué donarle un central azucarero a Nicaragua cuando nosotros estábamos en la ruina o qué hacían las tropas cubanas en Granada al momento de la invasión estadounidense.
No lo hacía discretamente, persianas adentro como casi todos, sino que abría mi bocota —¡esta gran bocota mía!— o, lo que es peor, lo escribía. Y plasmadas en un papel, a las palabras ya no se las lleva el viento. En cierta ocasión me llamó a su oficina el secretario general de la Juventud de la Universidad de Oriente para “manifestarme su preocupación” por mis planteamientos en una carta personal que le había hecho a un amigo de Camagüey, en la cual comentaba la poca simpatía que me despertaban los comandantes sandinistas, que entonces me parecían aduladores y gorrones. ¿La carta fue interceptada en el correo?, ¿me vigilaban la correspondencia?, ¿me delató el amigo camagüeyano?... Eso ya no importa mucho a estas alturas y no es tema para esta conversación.
Cuando decidí hacer mi tesis de licenciatura sobre los primeros cuentos de Eduardo Heras León, que fue castigado mandándolo a trabajar a una siderúrgica y obligado a adscribirse al realismo socialista precisamente gracias a esas historias indispensables para la literatura cubana pero aborrecidas por el régimen, un viejo profesor le dijo a mi mamá que no me dejara meterme en lío con “aquellos dos locos”, o sea, Lino Verdecia y Pepe Pequeño, mis asesores y amigos, de quienes aprendí, entre otras cosas y sobre todo, a tener los cojones bien puestos aunque no los tuviera.
Ningún regaño me bastó; yo seguí cuestionándolo todo, criticona como soy: desde los premios a las comparsas del carnaval hasta las obras de teatro de Reynaldo o el Cabildo; desde las telenovelas nacionales hasta el songo de Juan Formell y Los Van Van. Incluidos los métodos de funcionamiento de la Asociación Hermanos Saíz, de la que era vicepresidenta en la provincia. De modo que cuando me fui a La Habana —enamorada, es cierto, ésa fue la razón, al menos la aparente— en Santiago ya tenían minados todos los caminos. “Demasiado problemática”, decían. Hipercrítica, sí, como buena parte de los miembros de aquella Generación de los Ochenta entonces en apogeo.
Cuando empecé a escribir narrativa, Mabel me preguntó por qué la recurrencia de protagonistas adolescentes o muy jóvenes. Entonces no lo tenía claro, ahora creo que sí. Hay quien dice que uno tiene la misma edad —¿debería decir nivel de madurez?— desde que nace hasta que se muere. Cuando coincide esa edad mental con la física, se viven los momentos de mayor conciliación con uno mismo, ésos en los que nos sentimos como pez en el agua. En mi caso, ésos fueron, al menos hasta ahora y sin lugar a dudas, aquellos años de la adolescencia y la primera juventud.
El texto publicado la semana pasada en este Parque del Ajedrez ha provocado múltiples reacciones; algunas inesperadas. Agradezco sus muchísimas muestras de cariño y amistad, sus llamadas, sus mensajes, sus comentarios públicos y privados. Después de leer algunos, tuve una revelación: la niña Odette, esa rebelde que todo lo quiere y todo cree merecerlo; astuta, manipuladora y chantajista, le está haciendo un gran berrinche —como el de la foto— a la adulta Odette quien, con lógica de mujer madura, ha tomado —o no— algunas decisiones que a la otra no le gustan. ¿Pudiera ser eso, más que la edad crítica y los cambios hormonales, este volcán que me ruge dentro y no me deja paz?
Tengo que confesarles que pensé matar a la niña Yo. “Enséñala a ser paciente antes de que te mate a ti” sugirió, sabiamente y muy a tiempo, Margarita. Entonces pensé que si ella y yo somos una misma, como cantara Timbiriche —¡no me hagan caso!, chistoretes mexicanos…—; si ella soy yo y como diría aquella canción de Angelito Quintero: “Soy lo que fui/ y lo que soy/ es lo que seré mañana también”… entonces tenemos que reconciliarnos. Además, aunque quisiera —y la verdad es que no quiero—, no podré deshacerme de ella porque es ahí donde radican mi curiosidad y mi esencia indagadora, necesitada del enigma, la novedad y las sorpresas.
Al mediodía del sábado antepasado ya estaba listo ese controvertido texto del martes anterior donde cuestiono la existencia de un fin o misión que guíe nuestras vidas y nuestro actuar. La tarde siguiente deambulaba por la librería de Sanborns en busca de una novelita ligera, de detectives y suspenso, de ésas que me gustan tanto, para regalármela de cumpleaños. Me detuve delante de la mesa de las ofertas —porque, Jesús de Veracruz, mira que están caros los libros— y tomé, al azar, la que estaba encimita: Manuscrito ms 408 del francés Thierry Maugenest. La contraportada no decía gran cosa y sin embargo, la compré. Se trata de una historia de ficción, actual, tejida alrededor de un manuscrito en clave escrito en el siglo XIII por Roger Bacon, que durante siglos han tratado de descifrar miles de especialistas porque contiene “el verdadero fin de la existencia”. Así, textualmente. Y me dije en perfecto cubano: “Coño, me cago en Dios, ¿el universo me estará respondiendo?”
Uno de los protagonistas, Marcus Calleron, agente del FBI que, para más señas y sin venir al caso, es hijo de un balsero cubano, se pregunta si “habría vivido y se habría extinguido sin conocer jamás la razón de ello, […] si todo era azar o si existía un principio creador”. Y aunque sabe que “la brusca intrusión de la Verdad en el lugar y el espacio de nuestros viejos saberes haría estallar nuestro cerebro, del mismo modo que el sol cegaría los ojos acostumbrados a la oscuridad”, se cuestiona: “¿es mejor conocer la verdad y perder el juicio, o vivir en la ignorancia con el fin de preservar la felicidad, aunque esta sea ilusoria?”
Conozco esos largos pozos de la inconformidad y del deseo. Siempre he sabido que esa curiosidad, esa urgencia de saber, me traerá dolores y decepciones, me pondrá ante difíciles caminos. Pero tampoco me resigno a ser un pinche gato doméstico que lame su lechita y ronronea, aunque eso no se oye nada mal. “Aprende a ser paciente”, me parece escuchar a Margarita hablándome desde esas friísimas tierras del norte. “No seas tan inflexible y rigurosa contigo misma”, sugieren otros. Trataré, les respondo. Trataré.

martes, 13 de enero de 2009

Echarse a la jaula del tigre




Quiero ser el verbo puedo...
Pendejita canción de Amaia Montero



El miércoles pasado un muchacho de 23 años cayó a la jaula de los tigres en el zoológico de Chapultepec. Los familiares se apuraron a aclarar que el joven no estaba drogado ni borracho ni mucho menos quería suicidarse; los periódicos abundaron al día siguiente que, tratando de tomar una foto desde mejor ángulo, traspasó la zona de seguridad, perdió el equilibrio y cayó a las fauces del bengalés que allí habita.
Me dio envidia. Quise ser ese chamaco. Echarme a la jaula del tigre con el susto de la insolencia y el desafío. En un texto que mandó Marithelma como saludo de año nuevo, Manuel Vicent decía: “Los inviernos de la niñez, los veranos de la adolescencia eran largos e intensos porque cada día había sensaciones nuevas y con ellas te abrías camino en la vida cuesta arriba contra el tiempo. En forma de miedo o de aventura estrenabas el mundo cada mañana al levantarte de la cama.”
A los 23 años yo también saltaba al foso de las bestias. Desandaba los caminos de la isla contrariando cualquier designio oficial, escribía poemas y artículos incendiarios, criticaba a los cuarentones que no se arriesgaban a seguirnos el paso por “cuidar lo ganado”, porque tenían “qué perder”. ¿Acaso soy ahora una de ellos?
“¡Dios mío, qué viejos estamos!”, me dije cuando terminé de ver Mamma mia!, rajada en llanto a pesar de que la película es una delicia para quienes gustan de los musicales, de los paisajes hermosos y de Meryl Streep, y para quienes oíamos a ABBA a finales de los setenta. La de ABBA siempre tuvo una resonancia diferente dentro del concierto de la música disco. Ese piano tan especial, esa armonía extraña. A mí, debo confesarlo, nunca me gustaron. A no ser la pelirroja bailando “Dancing queen”, dando giros y giros bajo el reflector con su cabellera al viento.
Yo también en aquel entonces contaba más o menos seventeen y podría tener ahora una hija de veintitantos y no saber quién era el padre. Como esos personajes, antiguos rebeldes y aventureros que temían envejecer por considerarlo una “muerte lenta”, estoy iniciando la segunda mitad de los cuarenta, ese punto en que es preciso, sino replantearse la vida, al menos hacer recuento de los “objetivos y misiones”, como se estila ahora definir los perfiles de las empresas y proyectos.
Que hay que disfrutar lo bello de la vida, he oído muchas veces cuando las dudas ontológicas me arrastran por este callejón de los descreimientos. ¿Qué es lo bello de la vida?, me pregunto en medio de esta crisis de identidad que me tiene al borde del naufragio. Intento una contestación: Viajar, conocer otros lugares y otra gente… ok, de acuerdo; amar y que te amen… de acuerdísimo; leer un par de buenos libros, ver una buena película, el arte pues… all right; abandonarse al abrazo y el amparo de un amigo… ajá; no dejar de tener razones para reír a carcajadas… ok again; ver crecer a los hijos, nacer a los nietos… placeres que no conoceré, pero ok; un atardecer a la orilla del mar…
Serrat respondería: “Son aquellas pequeñas cosas/ que nos dejó el tiempo de rosas…” ¿Y las grandes?, me pregunto. Nos han machacado, por los siglos de los siglos, que todo tiene un porqué… Un “para qué”, me corrige siempre Maya. ¿Cuál es el para qué, la gran misión de nuestras humanas vidas? Vuelvo a intentar algunas respuestas: La perpetuidad de la especie y de su obra… ajá, pero para qué. Para la salvación del planeta… ajá, pero para qué. Para mantener nuestro lugar en el universo… sí, pero para qué… ¿Acaso no hay un fin superior, pragmático, creíble, más claro?
Mmm, tal vez éste no es el nivel más correcto de búsqueda. Hagámoslo más personal: ¿Para qué estoy en esta vida?, ¿cuál es mi propio fin? ¿Para escribir, para trasmitir ciertos mensajes?… Pero de qué sirven esas claves, qué trascendencia tienen, a quién podrían salvarle la vida… Y si a alguien se la salvaran, para qué lo habrían hecho, cuál sería la misión de ese otro alguien o la mía propia.
¿Hay para qué trascendentes o el sentido de la vida es esta existencia de hormigas resignadas? Esto me pregunto mientras me viene a la mente aquel campo de pilas humanas de The Matrix. Daban energía para que “los malos”, los Mr. Smith, mantuvieran ante nuestros ojos, plantada en el cerebro, una programación falsa que nos entretuviera mientras ellos depredaban. ¿Seremos simples baterías del universo? Y si lo fuéramos, si no hubiera otra existencia reencarnada donde recibir las recompensas de nuestra buena conducta en ésta, para qué pasárnosla reprimiéndonos, complaciendo a los demás antes que a nosotros mismos, contrariándonos los instintos y pasándolos constantemente por el tamiz de la moral. Para qué, por ejemplo, racionar el alcohol o comer verduras. A veces me siento simplemente “esperando la muerte”, como decía mi abuela Cristina cuando le preguntaban cómo estaba.
A lo lejos oigo a Sabina:


Y ponte gomina, que no te despeine
el vientecillo de la libertad;
funda un hogar en el que nunca reine
más rey que la seguridad.
Evita el humo de los clubs,
reduce la velocidad.
Si lo que quieres es vivir cien años,
vacúnate contra el azar.


Hace unos días me dijo un amigo, a propósito de sus estrategias para el nuevo año: “Se acabó la recondenaçao con las causas justas. He decidido ir a lo mío: o sea, a la amistad, la diversión y el bienestar mío y de los que quiero. Punto. […] porque no me amargarán la existencia ni FC, ni RC, ni la Franja de Gaza, ni la crisis de Mr. Bush, ni las diatribas y pataletas de Fulana de Tal.” Qué sano, pensé; lo envidio. Es como ese principio superacionista de “primero yo, luego yo y después yo”. Tal vez debería imitarlo en vez de refocilarme en el lodazal de la depre y de las inconformidades. Ocuparme de mí misma y no andarle echando la culpa a los demás, a lo demás. Que la vida es una sola: ésta. Y no hay para qué trascendentes ni una pinga… (Perdón, Marlenys, pero estoy hasta la ídem que no tengo.)
Manuel Vicent termina diciendo en el artículo de año nuevo: “No existe otro remedio conocido para que el tiempo discurra muy despacio sin resbalar sobre la memoria que vivir a cualquier edad pasiones nuevas, experiencias excitantes, cambios imprevistos en la rutina diaria. Lo mejor que uno puede desear para el año nuevo son felices sobresaltos, maravillosas alarmas, sueños imposibles, deseos inconfesables, venenos no del todo mortales y cualquier embrollo imaginario en noches suaves, de forma que la costumbre no te someta a una vida anodina. Que te pasen cosas distintas, como cuando uno era niño.”
“Esto de madurar es una trampa. ¡Qué libre es quien no tiene nada!”, me digo y escucho resonar, como un eco en el fondo de mis oídos, las palabras de Félix Luis: “Cada minuto que uno pasa en la oficina es tiempo perdido”. Y entonces, volviendo a las chiquiteces, llego a la misma conclusión: no hay fin alguno que se consiga con las nalgas aplastadas todo el día en medio de este pasillo de la editorial universitaria. No es que la UNAM esté mal en su desorden, su insensibilidad y su inopia. El resto está feliz… o, al menos, resignado. Soy yo la que no encajo. Tengo que echarme a la jaula de los tigres, saltar al vacío con fe, como me recomendaron Maya y Soleida hace unos días. Esperar a que en la pantalla de la computadora —o en la de mi conciencia— brille el mensaje de “Follow the white rabbit” o en cierto libro comprado al azar aparezca una clave inesperada. Tal vez entonces tome la píldora roja y sepa, al fin, mi para qué.

martes, 6 de enero de 2009

¿Celebrar qué?

Lo que es tener la cara dura…
(Frase dicha en 1955, exhibida en el Museo de la Revolución, en La Habana
)




No quería tocar ese tema sino contarles que con mis binoculares nuevos, regalo de Navidad, observé la Luna enorme de diciembre, anaranjada como una mandarina con todo y gajos, y a los peces saltando fuera del agua en la Bahía de Banderas. Decirles que mientras todos gritaban “Ahí, ahí” y señalaban los cuerpezotes grises de las ballenas jorobadas y los delfines en sus respectivos rituales de cortejo, no podía dejar de acordarme de aquel dientudo escualo de cartón que desde las pantallas aterrorizó nuestra playera niñez. Comentar que monseñor Ratzinger, alias Benedicto XVI, dijo, con su boquita fruncida, que la homosexualidad es tan peligrosa para el planeta como el cambio climático; que conducirá con mayor celeridad al fin del mundo… Él ha de estar tan seguro porque es una loca afocante, de carroza y balcón a la calle, cuyo sexo tampoco sirvió a la misión de perpetuar la especie.
Quería hablar de otras cosas. Contarles que en algunos versos de La última espira [Valladolid, Difácil, 2008], Jorge Tamargo propone la desmemoria como estrategia de sobrevivencia, habla de un “tránsito tranquilo hacia el olvido”. Cosa difícil, me dije mientras lo leía, porque los recuerdos construyen ese edificio tambaleante que es la vida. Educados así, el desmemoriado, en vez de ser dichosamente libre, se angustiaría de haber perdido las nociones. Ese “fardo memorioso” es la ilusión de que hemos vivido, de que nadie podrá quitarlos lo bailado. Ni lo llorado. Esto reflexionaba en la playa vallartense cuando supe, una vez más, que los olores y los sonidos, las sensaciones todas, nos devuelven a otras olas, a la danza del mar, al techito de palma y los tostones, al atardecer junto al árbol caído y las manos que cavaban en la cueva sin fin de los cangrejos. A esa otra orilla, entre nubes, donde siempre fuimos niños y tejíamos sueños y sueños y esperanzas, castillos de arena que la marea deshizo como algodón de azúcar en la boca.
La remembranza nos confunde y nos engaña, me dije, bizantina y retruecanosa. Nos hace creer que sobre su lomo regresamos a la esencia y las raíces, al ser que somos, al enfoque exacto de los prismáticos o el catalejo. En vez de hacer como Julián Dalmau, el protagonista más reciente de Lichi [El retablo del Conde Eros, México, Planeta, 2008], “ese cubano errante [que] se iba matando pasito a pasito sin necesidad de colgarse de una soga”, quien al comprender que ya no pertenecía a ninguna parte, “que en La Víbora o en La Habana o en Nueva York no había ni un árbol esperándolo, redondeó el círculo de su orfandad y mandó su cubanía al carajo” porque “todo nacionalismo acaba siendo caricatura”.
Para colmo, Kundera me susurraba al oído que la lucha de la memoria contra el olvido es la lucha contra el poder. Pero yo no quería pensar en el primer día del año ni leer noticia alguna. Que esa fecha pasara inadvertida ―al menos en este Parque― porque las palabras, aun los lamentos y las maldiciones, transmiten energía, dan fuerza. Resistiré la tentación, me dije. No vale la pena. Pero en la llamada de felicitación por su cumpleaños, mi hermana me contó que la picada de un ciempiés le dejó una pierna severamente infectada y que, días después, otro bicho con un centenar de patas le caminó por la frente. “¡Niña, pero dónde tú estabas!”, le pregunté con la sonsera que a veces padecemos quienes hace mucho no vivimos en la isla. “Tú sabes que yo duermo en el suelo”, contestó ella contundente, con esa creencia de “los de adentro” de que “los de afuera” estamos enterados de todo al dedillo ―¡debemos estarlo!― como si aún sudáramos allí.
El 24 de mayo de 2006 el diluvio universal cayó sobre Centro Habana. Cuenta mi madre que en sólo unos minutos la calle se convirtió en un río lodoso lleno de manchas de petróleo que se metió a las casas y alcanzó el metro de altura. El agua lo anegó todo, echó a perder los libros, ennegreció las paredes, cubrió los colchones y los desgració para siempre. Sólo pudo salvarse el de Camilo, que alcanzaron a subir sobre la cómoda. A mi mamá, unos parientes le prestaron otro. Desde entonces Piri y el marido duermen en el piso.
“Chica, ¿no hay manera de comprar una cama?”, cuestioné con la misma perdidez que si fuera extranjera. Ella, impaciente, me explicó que el cuarto está lleno de los sacos de cemento acumulados para hacer la barbacoa, especie de entrepiso de madera ―tapanco, dirían los mexicanos― que, para paliar las necesidades habitacionales, construyen los cubanos en las casas cuyo puntal alto lo permite. Quienes ven poblarse sus barrios y ciudades de edificios nuevos que suben en dos meses como leche hirviendo, tal vez no se expliquen por qué el proyecto de la barbacoa familiar tiene más de un año y no avanza. Es la eterna historia cubana: cuando hay cemento no hay arena; cuando hay arena no hay madera; cuando hay arena, cemento y madera, a mi cuñado le duele la columna, porque el pobre hombre no es ni joven ni fuerte ni constructor de barbacoas y hace tres años que duerme en el piso.
Para quienes no lo saben o se lo están preguntando, mi hermana no es un ama de casa desobligada, sino actriz del teatro, la televisión y el cine cubanos, ganadora en Ginebra del premio de actuación femenina del Cinéma Tout Écran en 2003. Su marido no es un desempleado mantenido; es escritor de guiones televisivos, promotor cultural, profesor de arte. Es cierto: con todo y premio Piri no es Pichi Perugorría ni Mirta Ibarra; le faltan suerte, ambición, vitrina, malicia, amigos y habilidades para “resolver” y “escapar”… ¡ni siquiera ha logrado que la UNEAC le autorice una cuenta de correo electrónico! Pero dónde se ha visto que un intelectual, un artista o un profesional, un ser humano digno cualquiera que sea su oficio, con trabajo fijo y salario, tenga que salir a robarse el alambrón de los edificios que tumbaron los últimos ciclones ―Ike, Gustav y el otro, el de los cincuenta años de abandono y de miseria― o arriesgarse a comprar cemento clandestino para hacer con sus propias manos —y las de otros amigos que tampoco son albañiles— un cuartito rudimentario y caber mejor ―es un decir― en el apartamento diminuto que ni siquiera tiene derecho a vender aunque sea propio.
La gran pregunta de estos días ha sido si, al hacer un balance después de medio siglo, valió la pena la revolución. La respuesta ―al menos para buena parte de los cubanos― parece ser no. Muchos han dado cifras de cómo después de ser el tercer país de América Latina en 1959, Cuba fue a parar al fondo de las listas, o cómo las estadísticas que la propaganda revolucionaria enarbola como grandes logros no asombran demasiado si se les compara con otras naciones de la región. Vean, por ejemplo, los datos que ofrece Andrés Oppenheimer en El País, basado en el Informe de desarrollo humano de las Naciones Unidas fechado el año pasado.
Pero a quiénes habrían de interesarles esas cifras. A los que siguen defendiendo a estas alturas el fidelismo no les importa el pueblo de Cuba sino su propia utopía individual, el símbolo que no pueden dejar morir para no quedarse sin asidero ni esperanzas. Celebran y no piensan ―es más cómodo, más conveniente― sobre qué se sostiene esa bandera de la dignidad continental, a qué precio la ondean sus cuidadas manos de idealistas clasemedieros que en los días de su vida han tenido que “probar suelo” ni los ha aguijoneado un alimaña.
Y para nosotros, los cubanos de adentro y de afuera, todos estos análisis no son más que palabras inútiles, pajas mentales, mientras no estemos dispuestos a hacer la nueva revolución o instaurar la nueva república, como bien señala uno de los colaboradores del ejercicio Revolución Cubana. 50 años en 50 palabras al que hace unos días convocó Camilo Venegas en su blog.