martes, 16 de diciembre de 2008

La oreja de Beethoven

Jack Nicholson en El resplandor



Pido un minuto de silencio. Nomás abro los ojos, sacada de mis sueños por la chicharra inclemente del despertador, oigo los cláxones en son de mentar madres —¡qué animosa la gente desde tan temprana hora!— y, después, el ronco bramido del calentador, entre cuyas llamas crepitantes creo escuchar chillidos, lamentos que vienen de otras dimensiones, cantos de monjes malditos, de almas del Hades. Y las noticias de la radio, no son menos alentadoras: ejecutados, decapitados, despedazados, acribillados, encobijados, desollados, atropellados, estallidos, bolsas y aviones que se desploman, fugas de agua, de gas y de cerebros, políticos corruptos, tráfico inhumano… Pura desgracia que ya es nuestra cotidianidad.
Las voces intermitentes de los reporteros, de Carlos González o Blanca Lolvé, el comentario de Sergio Sarmiento… Y si enciendo la tele —casi nunca con mi propia mano—, la burda romería de Primero Noticias, que no parece noticiero, pálido antecedente del bochinche impío que es Hoy, la revista mañanera del Canal de las Estrellas. Todo el mundo grita a voz en cuello, desgañitados, encaramándose unos sobre los otros desde la seis de la mañana. Este mundo se ha vuelto loco…
“¿Cómo sobrevivir en este frenesí?”, me pregunto mientras salgo al tibio solecito o la infame inversión térmica, añorando en vano la oreja de Beethoven. Atravieso el mundanal ruïdo: las bocinas del taller mecánico de la avenida —“Y es que te quiero uo, beibi te quiero uo uo”—, los timbres variopintos de los celulares, los cláxones de nuevo, el motor acelerado de los carros, el ronroneo de los aviones.
Como quien huye, desciendo al inframundo. Cuando el traqueteo del tren sobre las vías empieza a conducirme por caminos mentales sin nociones, resuena estridente en todo el vagón: “Arre, borriquito,/ arre, burro, arre,/ anda más de prisa que llegamos tarde”… Ah, la música de esta temporada, los tintineantes villancicos. Y me pregunto, con cara de Jack Nicholson en El resplandor, qué mamada es ésa del ropo pom pom y qué coño beben los putos peces en el río… Pero mejor me calmo si no quiero que la Villamar me llame la atención por el innecesario y excesivo uso de malas palabras.
Tomo un taxi al salir del metro. La distancia es muy corta; alcanza apenas para una pieza. A veces es José José, a veces K-paz de la Sierra, a veces Mariano Osorio en una de sus moralizantes recitaciones impostadas e insufribles, a veces alguno de esos programas idiotas de concursos. Uno de esos días iba la Massiel cantando “Rosas en el mar”:

Voy buscando un amor
que sepa comprender
la alegría y el dolor,
la ira y el placer.
Un gran amor sin un final
que olvide para perdonar.
Es más fácil encontrar
rosas en el mar.

¿La están tarareando, verdad? Así mismo llego a mi oficina: silbando todavía la canción del taxi. ¿Dije oficina? No, no es oficina. Es el medio de un pasillo donde sesudos albañiles, contratados por sesudos funcionarios sin la más mínima sensibilidad hacia el trabajo editorial, instalaron una de esas estructuras de tablones separados por vidrios a las que llaman caballerizas porque, como los caballos en las ídem, está uno viendo todo el tiempo cada movimiento de quien tiene al lado o enfrente. O sea, la intemperie.
Detrás de mi puesto hay un despachador de agua por el que pasan todos mis compañeros, varias veces en el transcurso del día, a llenar sus recipientes y fijarse en la pantalla de mi computadora. No los culpo; yo también lo haría: la curiosidad es consustancial a todo ser vivo; por eso mató al gato. Un poco más allá del despachador está el Departamento de Sistemas. Dos puertas: una justo a mi espalda, donde se aposenta el jefe; otra, en perpendicular, donde se hacinan los subordinados. De ambas, al mismo tiempo, brota música a borbotones: a un lado, Mocedades o Juan Gabriel; al otro, escándalo electrónico del que se conoce coloquialmente como ponchis ponchis. Abajo, a través de las ventanas que dan al almacén, ritmos tropicales. Ese orden puede alternarse arbitraria e inesperadamente y que el gordo de Pesado me aúlle detrás del tronco de la oreja: “Ojalá que te mueras,/ que se abra la tierra y te hundas en ella…” o sentirme lúbricamente observada por Ceratti a través de su persiana americana o recordar qué galillo tenía Mónica Naranjo cuando todavía la querían, antes de que se le ocurriera decir que había venido a enseñarles a los mexicanos, que sólo cantaban rancheras, lo que era la verdadera música. El volumen, huelga decirlo, es también de quien desconoce —o no le importan en lo más mínimo— los requerimientos de la labor editorial.
Y si no es ese ensamble inarmónico, es la sinfonía de la crisis. ¡Qué pobres somos, qué mal estamos, qué hecatombe se nos viene encima!, mientras la gente se desborda en racimos por las puertas y las escaleras de los centros comerciales, en cuyos pasillos hay que avanzar dando empujones y codazos como en la Trocha del carnaval santiaguero. Y hacen colas en los cafés y en los restaurantes de cadena, y se arrebatan unos a otros los regalos navideños de los almacenes y las boutiques. ¡Qué sino inevitable nos acecha!, mientras no queda disponible un solo boleto de avión ni un espacio en hotel alguno. “Recuerda a aquellas películas de gánsteres de los treinta”, me decía José Luis el domingo: la Gran Depresión y los casinos y los cabaretes llenos.
Que el ser humano pierde cada vez más la capacidad de concentración, al menos como era concebida tradicionalmente, insistía un reportaje hace unos días. Que ya pocos saben —o aguantan— el silencio, si es que el silencio todavía existe. Dos semanas atrás, en Manzanillo, después de las lecturas del mediodía bajaba al mar. Me alejaba un poco del hotel y me echaba boca arriba en la arena. Cerraba los ojos y trataba de relajarme, cosa de difícil cuando el cuerpo es un amasijo de acero adrenalizado, listo para enfrentar, una tras otra, cualquier contingencia. “Ya nadie escucha la música de las esferas”, pensaba mientras, al abrir la mirada, veía sobre mí el inconmensurable azul de la bóveda celeste.
Regreso a casa ya en la noche, alta la Luna o su ausencia, con la cabeza del tamaño de ese enorme círculo y llena de las púas que le crecen dentro y la hincan. Y cuando afuera todo es silencio y madrugada, empieza otro escándalo inmisericorde: dentro de esta testaruda testa se desata todo lo acumulado durante el día: melodías de Arjona, Belanova, Julieta Venegas y Los Tigres del Norte, versos locos que en esa hora parecen iluminados, fragmentos de Parques y novelas no escritos, requiebros y maldiciones, tribulaciones humanas. Entonces comprendo que la oreja de Beethoven nunca pudo ser tan sorda. Y decido no seguir atormentándolos, al menos en lo que resta de diciembre. Les agradezco el favor de su lectura y de sus comentarios en esta tertulia virtual que espero podamos mantener el año próximo. Que pasen felices fiestas y que el 2009 nos traiga buenas noticias y alegres realizaciones. Nos vemos por aquí el martes 6 de enero, para reiniciar este periplo con la gloria de los Reyes Magos.
Y como sé que es inútil pedir un minuto de silencio, aun a gritos, remedo a aquel sabio directivo de Cultura en Cuba y les insto… ¡a bailar y a gozar con la Sinfónica Nacional! O lo que es casi lo mismo, para estar a tono, en ritmo de timba majadera: Suenen campanas que ya está aquí el Niño Dios...

martes, 9 de diciembre de 2008

De putas y tiranuelos

Jinetera en La Habana



No sé si pueda aún cantar triste y ecuánime
sobre el reloj antiguo del último deshielo…
Heriberto Hernández


Ayer se cumplieron dos décadas de la tarde en que un comando militar irrumpió en la lectura de poemas que se realizaba en la librería El Pensamiento, de Matanzas, Cuba. A patadas sacaron los boinas rojas a los poetas, varios de los cuales permanecieron incomunicados durante días en las mazmorras de la Seguridad del Estado provincial. ¿Qué hicieron esos muchachos para merecerlo? Escribir poemas y leerlos por toda la isla.
Han pasado veinte años y otras tantas cosas: se desmoronó como merengue el campo socialista, sobrevino el período especial y con él, el hambre y la miseria más grandes, masivas e indiscriminadas de que se tenga noticia en la historia de Cuba; salió del país media intelectualidad y después del habanazo de 1994 —la primera protesta popular espontánea en contra del gobierno, reducida también a golpes—, se desbordaron las costas en una crisis de los balseros que no ha parado hasta hoy. Y se legalizó el dólar y la prostitución se convirtió en modo de sobrevivencia para buena parte de los cubanos.
Mónica Garza, una de las conductoras “estrella” del espectáculo mexicano, está anunciando para el prime time del sábado próximo en TV Azteca una entrevista con “una mujer que con sólo mencionar su nombre evoca escándalo”: Niurka Marcos, la “vedette” dueña de las cumbres del rating en la televisión de este país. En los adelantos de la siguiente emisión de sus “Historias engarzadas”, la conductora afirma, con una contundencia que desconcierta, que la prostitución es algo consustancial en Cuba, incluso desde antes de 1959. Y le pregunta a Niurka cómo, siendo así, pudo sortear ese “destino prefijado”.
Al margen de que la susodicha en cuestión no haya conseguido en realidad sortearlo cabalmente, esa aseveración, digna de un terrorista de la palabra, me deja preguntándome, una vez más, cómo fue que llegamos a convertirnos en el burdel del mundo. Porque la idea de Mónica Garza es, lamentablemente, una imagen común y extendida entre los “interesados en Cuba” en las últimas décadas. Hasta los más respetuosos se acercan a ese tema planteando lo cachondo que somos, en esencia, todos los isleños. Y tan internalizado lo tenemos a estas alturas, que hasta hacemos orgulloso alarde de nuestras excelencias amatorias y nos empeñamos en defender apasionadamente el tamaño del pene nacional, siempre monumental en comparación con los de otras nacionalidades.
Antes de la revolución había putas en los barrios de putas, en las zonas rojas, como en todas las ciudades del mundo. El asunto es que como la revolución, en sus afanes de salvación y limpieza moral, eliminó las casas de cita, ahora están en todas las esquinas. De ese modo el oficio dejó de ser “discreto” —si alguna vez lo fue— o acotado a ciertas áreas y se hace tan público que en muchas de las fotos que publicitan los lugares turísticos, protagonistas o de refilón, abierto o sugerido el mensaje, aparece una jinetera. El fenómeno es una realidad incuestionable. Sectorializado —¡no todas las cubanas son putas!—, pero incuestionable. Y es, curiosamente, junto a la dignidad nacional, una de las imágenes generalizadas de la Cuba actual. Al mismo nivel la revolución y las muchachas facilonas.
Y eso no es gratuito. La economía nacional depende en buena medida del turismo y el que va a Cuba, en gran porcentaje lo hace con intereses sexuales. De modo que el gobierno no sólo se hace de la vista gorda, sino que favorece la prostitución de toda índole —del cuerpo y del alma—, aunque diga o aparente otra cosa. Una prostitución “de nuevo tipo”, ejercida por el hombre nuevo y la nueva mujer, esos seres desprejuiciados hasta el desparpajo o la vulgaridad. Cuentan que el malecón es la gran pasarela, el bazar sin fin de los pecados y los milagros. Que ahí en el muro, a la intemperie, junto al mar, pueden encontrarse desde un trío cantando sones tradicionales y una variedad gastronómica con tintes clandestinos, hasta —y sobre todo— las más variadas y multifacéticas ofertas del negocio sexual, incluidos sus potenciadores naturales: el alcohol y las drogas.
Conozco a más de uno de esos defensores a ultranza de los logros revolucionarios, que va una vez al año no a participar en los trabajos voluntarios ni a cortar caña —¿nada de eso existe ya, verdad?—, sino a refocilarse con una mulatona o un mulatón de ensueño —o ambos, juntos y revueltos—, diestros en desentrañar los placeres de cada anatómico rincón. Tal vez piensan estos románticos guerrilleros extemporáneos que hay que apoyar, así, esta nueva etapa; perdonarle el desliz fisiológico al “proceso” —culpa del imperialismo y los ciclones, claro está—, a cambio de tanta divina cosquillita.
A 50 años de 1959 ése es uno de los rostros más visibles y odiosos del deterioro. El flagelo de la prostitución no es —no, Mónica Garza; no, guerrilleritos trasnochados; no, comandantes del pueblo— una característica consustancial del ser cubano ni lo era antes del ‘59. Entonces, para referirse a la mayor de las Antillas, nadie decía “¡Qué putas son las cubanas!” ni le aconsejaban al amigo: “A Cuba hay que viajar soltero”.
Dos versos saltan del fondo de mi memoria; aquellos donde Martínez Villena decía: “Hace falta una carga para matar bribones/ para acabar la obra de las revoluciones”. ¿Una carga?, me pregunto de inmediato, ¿para matar? ¿Acaso no fue una carga lo que emprendió contra los poetas en Matanzas?, ¿no lo fue la que apagó el habanazo a palazos y patadas de esas guardias blancas que fueron —¿son?— el contingente Blas Roca? ¿Eso sería lo que quisiéramos repetir?
Hace un par de semanas un lector, que convenientemente firmó como Anónimo, dejó un apunte al final de los comentarios de “Tiranuelos” en el cual planteaba que si los métodos de condena/represión habían sido tan efectivos para el régimen castrista/castrador, por qué no podrían seguirse al pie de la letra en el destierro con el fin de perpetuar —entendí yo— el “poder absolutista” del exilio histórico sobre las nuevas generaciones que, viniendo de Cuba con el cerebro “enjuagadito” (sic), intentan proponer prácticas más conciliadoras e inclusivas.
Me pareció una estrategia perfecta para quien quiera ser un dictador a imagen y semejanza de aquél, repetir los patrones del padre golpeador y eternizar la defenestración, los fusilamientos, la sacadera de ojos, la cacería de brujas. “La sangre numerosa”, el más reciente de esos excelentes artículos que publica en El Nuevo Herald Rafael Rojas —según Camilo Venegas, y yo apoyo, la mente más organizada que ha dado la nación después de Capablanca—, plantea: “Durante siglo y medio los cubanos se han enfrentado unos a otros […] La nación, entre cubanos, no ha sido entendida como democracia, sino como exterminio o exclusión”. Y me (les) pregunto: ¿Ese pasado es el futuro que queremos?

martes, 2 de diciembre de 2008

A la bahía de Manzanillo

A bordo de El Zapoteco, después de la lectura de poemas,
Jetzabeth Fonseca, Arlette Luévano, Françoise Roy, yo y Ana Franco Ortuño.



A mis compañeros de aventura,
ahora que llega, inclemente, la noticia
de la muerte de la poeta Enriqueta Ochoa.



Hace dos días tengo pegada en la cabeza aquella canción infantil que decía: “Yo quiero ser marinero capitán/ de un gran barco en alta mar”. Tal vez sea porque la semana pasada estuve en Manzanillo, puerto del Pacífico y, como parte de las actividades del Cuarto Festival de Poesía, leímos a bordo de El Zapoteco, buque de la Armada Mexicana que cada noche abrió su cubierta de proa para que, entre el balanceo de las aguas y el frescor del ocaso, leyeran los invitados.
“Yo quiero ser azafata de un avión/ y volar a propulsión”, decía la segunda estrofa de aquella tonada que me traslada a la infancia, a aquellos tiempos en que los jueves mi abuelo José me llevaba a El Caney. “Caney de Oriente, tierra de amores/ cuna florida donde vivió el siboney,/ donde las frutas son como flores,/ llenas de aroma y saturadas de miel”… Nísperos y caimitos, cañandonga y marañón, melón de agua y de Castilla, anón y guanábanas, piñas, mangos, mamoncillos… ¿Adónde irían a parar esas frutas que nunca volvieron a la canasta de centro de la mesa de los abuelos?
Por entonces el gobierno nacionalizó la tiendita de abarrotes de Eugenio y el camión de fletes de mi abuelo. Y el bar de la esquina con la vitrola que cantaba: “A la bahía de Manzanillo/ voy a pescar la luna en el mar”. Con esas melodías rondando mi cabeza y las imágenes viejas del puerto cubano, me fui el miércoles a este otro Manzanillo donde el avión aterriza junto al mar, a la par de la orilla, casi mojándose las llantas en la espuma blanquísima.
Después del frío espantoso del amanecer y el banco de niebla que mantuvo inactivo por horas el aeropuerto de la ciudad de México, aquello parecía el paraíso. Lo confirmé cuando me asomé al mar, apenas haber dejado la maleta en la habitación. “Aquí podría vivir”, me dije recostada de la barda de madera que separa el hotel de la playa. “Aquí podría vivir”, me repetí la mañana siguiente al asomarme a la ventana del cuarto y mirar el poco pacífico Pacífico.
Toda la ciudad se llenó de poesía desde ese mediodía: la orilla del mar, las escuelas y librerías, los restaurantes, los cafés, los bares, la fuente danzarina del Centro. Y la gente, respetuosa, escuchaba a los poetas, les aplaudía. “Sin poesía no hay ciudad”, aquel grafiti que me sorprendió hace unas semanas a la entrada de Monterrey, pintado como parte del proyecto de “poetización de paredes” que encabezó Armando Alanís en la Sultana del Norte, parecía hacerse realidad también en Manzanillo donde, cuentan, una de las primeras tareas de Avelino Gómez Guzmán, poeta al fin y al cabo, al frente del Instituto Municipal de Cultura, fue llenar de versos los muros de la ciudad.
“En Manzanillo se baila el son, en calzoncillo y en camisón”, tarareaba quedito mientras la camioneta avanzaba hacia el centro y veía, de un lado, los contenedores del puerto y, del otro, las casitas que cuelgan de los cerros surcados de escaleras. “Allí podría vivir”, dije elevando la vista, imaginándome todo el mar de frente, aunque Jetzabeth me alertaba de que es una chinga tener que subir esas escalinatas. “Imagínate con las bolsas del súper… en el calor de agosto”. La ilusión dura poco en la casa del pobre.
Lo que sí dura es la emoción, el resonar cadencioso de los versos sobre ese aire limpio, las risas de los amigos. ¡Porque mira que se ríe uno en esos jolgorios! Vuelvo a vivirlo todo: la primera cerveza con Armenta y César y las compartidas con Arlette y Armando jugando con la arena; Servín comiéndose de lengua un taco… en salsa verde; Herminio cantando en italiano “Ella quiso quedarse/ cuando vio mi tristeza…” y midiendo los hemistiquios en las canciones de José Alfredo; Wong que es una máquina ―china― de inventar chistes y juegos de palabras; la cena apresurada en Starbucks donde, según Lara, venden los sángüiches más caros ―y más avejentados― de América Latina; el cumpleaños de Ana; las chispeantes anécdotas de las fotos prohibidas de Françoise; la asombrosa memoria de Gaytán; la seriedad de Baudelio y de Molina y Vedia; la picardía de ese Adán que nos puso en el Mapa; el "éxito social" del joven Mijail; la lectura de poemas de Avelino en el Bar Social, al lado de Juan Carlos; las sorpresas de Jetza; la límpida belleza de Lidia al borde de los 18; los enormes tacos de buenísima arrachera de La Sonrisa; el balcón sobre el océano del bar Boras y de Doña Concha; la fiesta final. Y el salitre pegado a los resquicios de la piel y del alma, allí donde no tallan las esponjas.
Por esos intersticios asoman los recuerdos cuando la cotidianidad vuelve a agobiar con su insistencia absurda. Y volvemos a sonreír cuando llegan las fotos y los mensajes de los amigos nuevos y de los viejos. Y mientras canto: “A la bahía de Manzanillo/ voy a pescar la luna en el mar”, remedo a Eugenio de Rastignac cuando, divisando a lo lejos aquella otra ciudad, poquito más europea, aseguró: “Ya nos veremos las caras”.

Leyendo poemas de Avelino en el Bar Social