martes, 26 de agosto de 2008

Imágenes del desastre

El taekwondoín cubano Ángel Valodia Matos pateó al árbitro
para mostrar su inconformidad con la decisión de su combate,
acción que al comandante en jefe —o a quien escribe sus Reflexiones
le pareció digna y justificada. ¡Qué se puede esperar!...



La bandera cubana ondea a media asta en el corazón de los isleños. Como si no hubiera sido poco el descalabro de casi todos sus atletas, en partido espectacular ante Corea del Sur la selección nacional de beisbol perdió en los Juegos Olímpicos de Beijing la esperadísima medalla de oro ya perdida en los de Atenas. La actuación de la delegación cubana fue desastrosa: sólo dos medallas de oro; que las once de plata y las once de bronce no sirven para el orgullo, son simple consuelo de perdedores. Desde México’68 no se quedaba en posición tan desfavorecida. Pareciera que el deporte, uno de los pilares imbatibles de la propaganda revolucionaria, empezara a desmoronarse estrepitosamente para confirmar que cuando muere el emperador, cae el imperio.
El sábado cuando hablé con mi madre, que juró no encender el televisor ni para ver la clausura de los juegos y pidió que en los días por venir no se le mencionara la palabra “pelota”, mi hermana recordaba la alegría y el regocijo con que celebrábamos en los ochenta las victorias internacionales de nuestros atletas. Entonces, los triunfos de Juantorena, Stevenson, Miguelina Cobián, Emilio Correa, Silvio Leonard, María Moré, Mireya Luis o Ana Fidelia eran los de aquella patria heroica y los de todos nosotros.
Nosotros, que disfrutamos de los boyantes ochenta y aun así protestamos, armamos el sal p’afuera y p’afuera nos mandaron. Nosotros veíamos en la tele y en los actos a un gigante pretencioso y arrogante que puso a la islita en el mapa del mundo y nos convirtió en potencia, en faro de América toda, en cabeza de los países del Tercer Mundo y los no alineados. Nosotros fuimos el pequeño David enfrentado con coraje al enorme Goliat del imperialismo yanqui. Fuera más o menos propaganda, más o menos teatro, más o menos manipulación, aquél era un líder y no una momia que divaga en su senilidad y olvida hasta el nombre que él mismo le puso a las catorce provincias que inventó; no un zombi al que pasan en la tele cada seis meses en videos prefabricados en los que nadie cree.
Nosotros éramos gloriosos porque vivíamos en un país igual. Así nos desbordábamos a las calles, tan niños, para recibir a los presidentes amigos del nuestro. A Brezhnev, a Honecker, a Torrijos, a los Ortega, que después resultaron grandes bandidos pero entonces creíamos —nos lo hicieron creer— héroes. Nos llevaban cantando al aeropuerto Pionero soy de corazón o Somos socialistas, p’alante y p’alante, y al que no le guste que tome purgante… O vitoreando con ingenio: Nierere, Nierere, venimo’ a recibirte sin saber quién ere’… o Neto, Neto, Santiago te saluda con afe’to y con re’peto.
Nosotros tuvimos trece años de victoriosas guerras imperiales en África, aunque después nos enteráramos de que fueron un robadero de marfiles y una gozadera de generales y doctores y que los angolanos nos odiaban como se odia al que se mete adonde no lo llaman e impone allí su ley. A quién le importaba entonces que aquellas conquistas dieran al traste con la economía nacional, abandonada en la euforia bélica de su principal estratega y de sus seguidores y benefactores. Quién iba a pensar que en sólo unos años el invencible campo socialista se desmoronaría como merengue. A quién le iba a preocupar si entonces había supermercados donde se podía comprar en moneda nacional y restaurantes, también en moneda nacional, a los que ir, con reservaciones sí, pero sin necesidad de que fueran un premio otorgado por el sindicato, la Juventud o el Partido… Y hasta casas en la playa adonde reventarnos el hígado de alcohol y el cuerpo de sexo, todavía felices y esperanzados.
Qué les quedó a estos muchachos de las generaciones Y, los deportistas de hoy, nuestros hijos crecidos en el período especial, sino un país en ruinas, sostenido por el hambre, las carencias de todo tipo, la prostitución, el robo, las mentiras, la miseria humana y el desprestigio que ella ocasiona; el mismo deterioro social por el que hace cincuenta años se hizo la revolución. Qué orgullo sostiene a estas generaciones criadas en el pillaje y la doble moral y en la frustración heredada de sus padres y sus abuelos, con una sola idea fija: irse del país… y mientras, escapar, o sea, tratar de sobrevivir. ¿Quién puede estar orgulloso de un país y una vida así?
Aunque sean parte de los privilegiados, de los bien alimentados, de los que tienen moneda convertible y con suerte, hasta una casita o un carro, llegan estos deportistas a las olimpiadas quién sabe con qué motivaciones, oteando cómo huir del ejército de oficiales abiertos y encubiertos de la Seguridad del Estado que los acompañan y vigilan, sin muchas esperanzas de aprovechar los juegos como los otros atletas, como un escaparate para ser vistos y comprados —sí, comprados; que tampoco ellos son amateurs—, porque ni siquiera tienen la libertad de soñar con pertenecer a las mejores ligas del mundo sin ser considerados traidores a la patria y que se les niegue el derecho de regresar a la tierra que los vio nacer. Y si regresaran, devueltos por las policías del mundo ante su intento ilegal de deserción, verse despojados de sus medallas y sus glorias por haber intentado el escape.
Que son culpa de las mafias deportivas las derrotas de los cubanos en Beijing, dicen las Reflexiones del Comandante en Jefe. Y que fue culpa de la lluvia que mojó la pista de tartán que Dayron Robles no rompiera el récord olímpico en los 110 con vallas. ¡Qué sería de Fidel sin las conspiraciones del imperialismo y las inclemencias del clima! ¿A quién le hubiera echado la culpa de cada desacierto? Y que los chinos se excedieron en la excelencia de sus instalaciones teniendo un pueblo sumido en la pobreza… ¡como si él no hubiera hecho unos Panamericanos en 1991 que fueron el toque de diana de una miseria nacional que emuló a la reconcentración de Weyler y al machadato!
A pesar de todo, el comandante considera que hay que darle una medalla de oro al honor. ¿A cuál honor?, me pregunto. Si éstas no son imágenes del desastre, que baje Dios y lo diga.

martes, 19 de agosto de 2008

Citius, altius, fortius

Del guantanamero Dayron Robles se espera la medalla de oro
para Cuba el jueves en los 110 con vallas



Por Irving Saladino, Mijaín López, César Cielo Filho,
Juan Esteban Curuchet y Walter Fernando Pérez,
nuestros nuevos campeones olímpicos latinoamericanos.
Y por los que vendrán en los próximos días.



Estuve a punto de quedarme despierta la madrugada del viernes esperando a que Juan René Serrano, el representante mexicano en el tiro con arco olímpico, ganara la medalla que todo parecía augurarle después de haber quedado primero en la ronda clasificatoria. Hice bien en no desvelarme, porque sólo hubiera postergado el sueño para verlo perder dos veces y no alcanzar nananina en tres patines, como decíamos en Cuba quienes nunca oímos La Tremenda Corte —prohibida cuando sus protagonistas emigraron— y no reconocíamos en esa frase a los personajes del programa cómico.
“No hay manera de que estos muchachos dejen de decepcionarnos”, he pensado al amanecer de cada uno de estos días olímpicos, que siempre nos depara la mala nueva de una eliminación azteca y cada vez menos posibilidades de mejorar en el medallero. Volví a pensarlo anoche, cuando después de comandar la prueba por un buen rato, el triatlonista Francisco Serrano fue relegado a la posición 44 y esta mañana, cuando vimos caer al clavadista Yahel Castillo no sólo del trampolín, sino también del muy propicio y esperanzador cuarto lugar con el cual había pasado a la final.
A los deportistas, creo, hay que inculcarles, además de la fuerza y la constancia físicas, el espíritu militar, ése que permite saberse merecedor de la victoria y, para lograrla, aplastar sin contemplaciones a quien se le ponga delante. Que no en vano los primeros atletas fueron los soldados griegos y el mundo antiguo enarbolaba su Mens sana in corpore sano o, lo que es lo mismo, además de corporeidad y técnica impecables, fortaleza de espíritu. Porque justificar las derrotas con la presión de la competencia es absolutamente absurdo: ¿cuál será el torneo que no vaya a tenerla como elemento consustancial?, ¿acaso la mecánica del deporte no se trata, precisamente, de superar la presión e imponer la voluntad?
Acostumbrados a derrotas históricas que se les recuerdan y recalcan cada día como machote imborrable en el cerebro y el alma, los mexicanos —y buena parte de los latinoamericanos— tienen un temperamento resignado y conformista. Fatalista incluso. Los cubanos —a quienes todavía no les va muy bien en Beiging— nacimos, en cambio y a pesar de, en una nación donde no importaban las batallas perdidas, ni aun las más contundentes: los reveses se convertían en victorias. Con ese espíritu crecimos las generaciones posteriores a la revolución de 1959, creyéndonos el ombligo del mundo, aprendiendo a vivir como guerreros que no tienen otra opción que ganar. Y así aprendimos —y aprehendimos— las glorias del olimpismo: viendo a Alberto Juantorena darle la vuelta al óvalo con esas zancadas tremendas; a Stevenson mandar a la lona a cuanta mole le pusieran enfrente; a Sotomayor tocar el cielo en cada salto; a las negritas del voleibol —¡aquella Mireya Luis!— rompiendo las duelas con los remates. Y, por si fuera poco, compartimos como propios los triunfos de Nadia Comaneci, Marita Koch, Kornelia Ender o Sergei Bubka con “nuestros hermanos” del campo socialista.
En los pueblos modernos, donde las guerras son mal vistas y el afán de colectividad aplasta las individualidades, los deportistas son los únicos capaces de llenar ese vacío epopéyico que nos ha dejado la “civilización”. Y tener héroes es una necesidad para alentar las autoestimas nacionales y también el progreso económico. Eso lo saben muy bien los gobiernos que, para respaldar sus intereses políticos o comerciales, imponen su presencia global también en el ámbito deportivo. En busca de esa reafirmación internacional, los estados socialistas de Europa del Este —a los que se adscribía el cubano aunque estuviera al otro lado del mundo— invirtieron todos los recursos posibles en el deporte. Era parte de la guerra fría, de la correlación de fuerzas, de la propaganda comunista. Esa misma búsqueda de presencia internacional y reafirmación respalda en estos momentos al deporte asiático y al español.
América Latina, en cambio, pareciera conformarse esperando a que alguna personalidad individual despunte, pero casi convencida de que eso no sucederá. Ese mismo pensamiento está sembrado en sus deportistas: se les escucha decir que van a tratar de hacer lo mejor que puedan. El llamado extra de los campeones sólo lo tienen quienes están convencidos de serlo y luchan por ello hasta el límite de sus fuerzas e incluso más allá. Ésa es una condición del espíritu fortalecido en la confianza, entrenado para ello. Es el caso de Michael Phelps, Usain Bolt, Elena Isinbaeva o Yang Wei, cada uno en sus lejanos confines, disciplinas atléticas y circunstancias nacionales: sólo hay que verles la cara para saber que no conciben otra posibilidad que el triunfo. Un campeón nunca piensa que será un gran logro quedarse con el bronce. Quienes van a hacer lo mejor posible, siempre esperan un golpe de suerte, un error del contrario, la bondad del azar, un milagro de Dios… cosas externas. Y así no se gana ni un chícharo.
A veces pareciera que nuestros países eternizan la noción del fracaso predestinado por encima de las posibilidades de superación y éxito. El grito de “Sí se puede” o “Sí se pudo” lo deja muy claro: el triunfo es algo que difícilmente se puede conseguir. Así, salvo las honrosas excepciones que no hacen más que confirmar la regla, nuestros países enfrentan como talón de Aquiles, además de la indiferencia gubernamental y los desmanes de sus directivos, la actitud derrotista de sus competidores. Pienso en el comportamiento arrogante y despectivo de Ana Gabriela Guevara, el icono más contundente del deporte azteca en las últimas décadas. Ella se sabía una campeona. Tanto que cuando se supo sin posibilidades de triunfo, prefirió armar el numerito del retiro antes que ir a perder a Beiging. Y no es que tengan que ser bofes, pero ¿no será posible meterles en la cabeza a los demás que también pueden ser campeones? ¿Para qué se incorpora alguien al deporte profesional sino para ganar todos los torneos habidos y por haber, especialmente olimpiadas y mundiales? Un atleta que no tenga ése como su objetivo vital, no llegará muy lejos o, lo que es peor, se conformará con cualquier décimo lugar. Un reportero de Televisa le preguntó hace unos días a Gary Kasparov qué significaba para él la medalla de plata y el gran ajedrecista ruso respondió: “La plata es mejor que el bronce, pero para mí ganar era sólo obtener la medalla de oro”.
En las transmisiones de estos juegos, el ex campeón gimnasta Bart Conner decía que si un atleta escoge una rutina de alto grado de dificultad, aunque cometa un error tendrá ventaja sobre sus competidores; ergo: no conformarse con poquito. ¿Será posible enseñarles esas ambiciones y esas estrategias a nuestros deportistas y a sus entrenadores? ¿Enseñarles a venir de abajo y no dejarse aplastar al primer traspié? ¿Tatuarles en el alma el significado de Citius, altius, fortius?

martes, 12 de agosto de 2008

Ponzoña

Como avispa, Neo en la saga Matrix



El jueves, en el metro, una avispa me picó la nuca. ¿Qué hacía una avispa a tanta profundidad?, eso mismo me he preguntado sin receso desde entonces. Que la traía en la ropa desde afuera, me han dicho algunos. ¿Pero de dónde iba a sacar una avispa si anduve la misma ruta de todos los días sobre la avenida contaminada y ruidosa? Que la traían otros y voló hacia mí ya dentro del vagón. ¿Pero cómo nadie me alertó?
La cuestión es que a la altura de la estación Miguel Ángel de Quevedo —poético el asunto, a decir verdad—, o sea, llevando unas seis paradas de trayecto, sentí en la parte posterior de mi cuello la cosquilla de unas patas diminutas. Instintivamente eché hacia allí un zarpazo y en el mismo instante en que tomaba en mi mano un insecto mucho mayor del que esperaba encontrar, sentí su estocada traicionera y un estilete de dolor agudo llegando hasta el omóplato.
La tiré contra la puerta y entonces pude observarla. Negra, espigada, brillosa, con sus alitas transparentes a lo largo del cuerpo como en postura militar. La vigilé con ojo atento lo que restó de viaje, no sé si con temor de que se despabilara o con pena de que muriera minutos después. "¿No la mataste?", me preguntó Orlandito, incrédulo. Si no soy capaz de desearle mal a quienes me hacen daño, ¿cómo iba a ultimar al pobre animalito que lo único que hizo fue defenderse? Además, aunque pionera en su especie, no es la primera que me clava su aguijón y me deja el veneno adentro.
Siempre he necesitado explicaciones otras. Que una avispa me pique dentro del metro no puede ser un suceso normal. Que no pululan esos insectos por el laberinto subterráneo buscando cuellos propicios. ¿Cuántos ataques de este tipo pueden acontecer al año en la red metropolitana?... Por algo ese animal me mancilló el cogote precisamente a mí. ¿Y por qué a mí?, insisto y recuerdo a Maya, que siempre dice que la pregunta correcta no es ¿por qué? sino ¿para qué?
¿Para qué pues?, reflexiono mientras me palpo la bola dura y caliente como del tamaño de un limón, y de pronto aparece ante mis ojos el broquel que tienen en la nuca los personajes de Matrix. Mmm, pensé, tal vez necesitaba un hoyo por el que entrara a mi cuerpo toda la preciosa energía que despidió la apertura del Portal de Orión, suceso cósmico que según los expertos aconteció el 8 del 8 del 8, o sea, la jornada siguiente al ataque de la avispa.
Días atrás había observado en las noches, con el rabillo del ojo, unas sombras oscuras desplazándose alrededor. Más que sombras, grandes bloques de realidad que se movían, sobreponiéndose unos a otros, serpenteando al ritmo de los latidos de mi corazón. Como un rompecabezas cuyas piezas no embonaran perfectamente o se salieran de lugar. Como el tremor que dejan los jumpers en la pantalla de la vida al saltar de un escenario geográfico a otro. Como si el programa de la matriz se hubiera desconfigurado y estuviera fallando. ¿A qué explicación adscribirme? ¿Demasiado estrés, alta tensión del ojo… o polvo de fantasmas y puertas interdimensionales?
¿Qué sería de la vida sin la fantasía y la magia de esas explicaciones otras? El llano aburrimiento de la razón y la lógica. Sé que hay quienes gustan de realidades sin orlas, ¿pero qué sería de mí si no pienso que esto es sólo una espera, un entrenamiento, y que después de tanta chatez cotidiana vendrá —¡tiene que venir!— una recompensa amable o, al menos, tiempos más animados, menos conformistas?
Por eso atravieso el ojo dorado que veo detrás de mis párpados cada mañana mientras me lavo la cara —¿el ojo de Dios?— y ya estoy en una aséptica estación de metro, blanquísima e iluminada como el limbo, donde una niña que se parece a mí me da instrucciones, en una lengua incomprensible, como un canto antiguo, de hacia dónde debo dirigirme. A lo lejos, casi imperceptible, un violín rechina una danza húngara o un huapango.
Me subo a un tren vacío, silencioso, veloz —¿así será la muerte?—, y desemboco en la gran sala donde se celebra una especie de congreso de confederados galácticos. Ancianos de batilongos blancos y barbas crecidas; gallardos comandantes en sus trajes espaciales. Discuten —siempre otros; nunca nosotros mismos— la verdad o apariencia del supuesto cambio climático que nos llevará a los tiempos del fin, la sucesión de eventos catastróficos que conducirán al mismo desenlace y nos permitirán entender a los terrícolas cuán chiquitos e irresponsables somos, la ocurrencia de guerras futuristas con sables de hoja láser o tradicionales puñaladas traperas, la salvación del puñado que trascenderá a la nueva era después de recibir el punzonazo ponzoñoso de un insecto inesperado o el mensaje de “Follow the white rabbit”.
Bah, puras películas de Spielberg, Lucas y los Wachowski, dirán algunos, pero el viernes, cuando abrí los ojos y miré el reloj eran las 8:08 de la mañana del 8 de agosto de 2008. En Pekín, ahora Beijing, se estaban inaugurando los Juegos Olímpicos y en el cielo se abría el Portal de Orión. ¿Por qué no desperté a las 8:07 o a las 8:09? Quienes digan: casualidad, no me convencen. Si todo fuera casual, no existirían las casualidades.
Cinco veces 8 es 40. Cuatro y cero: 4; los cuatro caminos, el número de Elegguá. 5 es el dígito de los cambios; 4, el equilibrio; 8, la omega, el símbolo del infinito, el número de la comunicación con otras dimensiones. Mmm, reflexiono, hoy debe ser efectivamente un día muy especial; el primero de un buen ciclo. Y justo en el momento en que todo esto anotaba en mi libreta, salió el tren del túnel en CU y toda la luz de las diez de la mañana cayó sobre mis letras.

martes, 5 de agosto de 2008

El pasado y el cielo

La ciudad de México en 1628,
grabado de Juan Gómez de Trasmonte



Estos años son el pasado del cielo.
Silvio, el viejo


Y de pronto estoy bailando con Karina una de esas rancheras o norteñas, nunca sé bien, en las que se dan saltitos y el hombre te lleva de la cintura alterando a ratos el ritmo con pasos largos que te dejan literalmente colgando de sus brazos. Estamos en una de aquellas fiestas raras de la casa vieja, llena de muchachos rebeldes y comprometidos que hacían las revistas La Guillotina y Las Brujas y para quienes Barry era algo así como un gurú.
De pronto estoy borrachísima, sacando la cabeza por la ventanilla del carro de Jorge, a ver si el viento me despeja, la noche en que recibí en la UNAM el premio Punto de Partida. Vamos hacia aquel edificio del Olivar del Conde, imperio de cubanos —Miliki, Carralero y Gisela con Jorgito pequeño, Susana Montero, Madeline Cámara—, a que alguien me abrazara el solitario corazón en esa hora feliz. Y allí estaba Elena, con Nazim y Osvaldo recién llegados, abriéndonos su puerta casi en la madrugada. Que como en Cuba, allí no había hora para los amigos.
O voy con Efraín, Carlitos y Omar a Cuernavaca aquellos fines de semana en los que conocí al charro negro [tequila con coca cola] y la piscina helada me contrajo de tal modo los músculos del pecho, que creí tener un infarto. Esa madrugada escribí una carta de despedida para mi madre y el número confidencial de una tarjeta que tenía una fortuna como de 700 pesos —unos 200 dólares de entonces; 70 de ahora—, el monto de mi primer salario en México, recibido a cambio de ser secretaria, recepcionista, capturista, correctora y jefa de redacción de dos revistas. Las ventajas de la inmigración ilegal para los empresarios aguzados; que no en vano los mexicanos lo dicen con “b”, abusados, sabiendo que precisamente de abusos se trata esa destreza.
Y me veo echada en la colchoneta del depto de Tacubaya con el gato Pericles sobre el pecho, señorial él como buen emperador griego, escuchando el The Wall de Pink Floyd, a Queens, Deep Purple y Jethro Tull. Aquel depto donde una noche de marzo nos sorprendió la noticia del asesinato de Colosio, candidato presidencial priista en plena campaña, y otra noche prepararon los carteles para la marcha del orgullo.
Después de unas cervezas Bohemia cuando Sanborns todavía era un lugar agradable —¿será que alguna vez lo fue realmente?—, recuerdo un concierto de Pablito [Milanés, por supuesto] y Mercedes Sosa en el Auditorio Nacional, al que fui con Minerva, Rita y Marta Valdés; y uno de Argelita Fragoso en Radio UNAM. Me acuerdo de haber escuchado a Jorge Hernández y a Elena Burke, La Señora Sentimiento, en el reducidísimo espacio del Mamá Rumba original, el de Querétaro y Medellín, donde aquella noche bailamos “Ya vienen llegando”, cuando todavía creíamos inminente que “nuestro día” llegara. De eso hace casi veinte años y seguimos en las mismas…
Sentada en los escalones del Auditorio, mientras esperaba a Ricardo Bernal, miraba los hoteles de Polanco, contaba uno a uno sus pisos y me preguntaba que tenía aquel Hilton que no tuviera el antiguo Hilton de La Habana… Ricardo, al que conocí en la Casa Internacional del Escritor de Bacalar, mi primera escala en este país, fue quien me invitó a la ciudad de México y me mostró sus rincones básicos en aquel inicio del verano del 92. Mi primer momento mágico fue la noche de mi llegada, cuando salimos a la plancha del Zócalo. La imponente catedral iba apareciendo poco a poco ante mis ojos, bajo una llovizna finísima y copiosa, mientras ascendía cada peldaño de la escalera del metro. Era una visión indescriptible y sobrecogedora que todavía evoco cada vez que mis pasos me llevan a ese sitio.
Con Ricardo y Adriana Casas conocí las callecitas empedradas de Coyoacán, los murales de CU, los museos de Chapultepec, el eco de las voces en la cúpula del metro Insurgentes, las piedras milenarias de la antigua Tenochtitlan, de Tlatelolco y Teotihuacan, antes de que esta ciudad se convirtiera en la verbena de cafecitos en las aceras, centros comerciales y franquicias que es ahora. Así empezó mi fascinación por esta tierra y lo que hay debajo de ella: esa telaraña luminosa que es la red del metro. El inframundo, diría Normita. Allí donde el tiempo transcurre en otro ritmo y los trayectos infinitos pueden ser sueños o pesadillas.
Aquellos fueron tiempos de descubrir, caminando, la ciudad, calle por calle. Esa especie de mapa/radar que tengo en la cabeza para ubicarlo todo en un segundo, me llevaba sin rodeos al apartamento de Lichi en Pacífico o al de Eliseo, Bella y Fefé en la calle de Amores, donde al enorme poeta lo sorprendió la muerte lejos de la Calzada de Jesús del Monte. Allí, donde la última vez que nos vimos le dije, con ese atrevimiento de la juventud: “Cuídese, Poeta, que de los buenos quedamos pocos” y él sonrió, sabio y amable como era.
Y de pronto estoy rodeada de gente que baila en el Anyway o el Enigma, de donde regreso al amanecer, ya despuntando el día, después de unos tacos bien picosos, a casa de Pablo Picardi, de Efraín o de Dalid. O a casa de Marta e Ydalia, ese lugar donde hallé calor de hogar, en cuya sala una Noche de Brujas me convenció de quedarme. Y de pronto estoy sola con mi máquina de escribir en un diminuto cuarto de azotea en Santa Mónica, donde despierto en las madrugadas aterrorizada, soñando una vez más el ruido de unas botas militares que suben la escalera de caracol para apresarme y deportarme. Mis primos de Miami insistían en venir por mí a la frontera de Texas, que aún había que cruzar con polleros y coyotes, como cualquier mojado, porque no existía la Ley de Ajuste Cubano que nos hace exclusivos y privilegiados a las puertas del monstruo y sus entrañas.
Aquellos días en que, en medio de un peregrinar de abogados y mentiras, estafas y más estafas, al entrar al edificio de Migración en la glorieta del metro Insurgentes me registraba como Lucrecia Borgia porque temía que, de poner mi nombre, me dejaran detenida. Aquellos de recorrer la ciudad buscando teléfonos mágicos para llamar a Cuba y a todos los lugares donde estaban los amigos y parientes que acabábamos de salir de la isla como de un surtidor. Los aparatos comunicaban gratis y delante de ellos se formaba una cola interminable de extranjeros de todas las latitudes. Tiempo después —que todo se perfecciona y se moderniza—, los teléfonos descompuestos fueron sustituidos por claves de mil dígitos que podían marcarse desde cualquiera y que, se decía, usaban los narcos o los judiciales para coordinar sus acciones encubiertas.
Con Marta e Ydalia fui a una cantina por el Toreo de Cuatro Caminos donde la variedad era un muchacho que imitaba muy bien a Juan Gabriel —después supe que parodiar al Divo de Juárez es uno de los hobbies nacionales—; allí me comí el primer T-Bonne de mi vida y creo que el único. Y hablando de toreos, con ellas asistí a mi primera corrida de toros en la monumental Plaza México, con chaleco y bota de vino, como la resurrección de mi abuelo José. Meses después fui a la segunda y última —a excepción de una de Cristina Sánchez que vimos por tele en casa de Claudia Catelli—, con una muchacha de boina que no me hizo ningún caso. Porque no quiero quitarles la ilusión a quienes me imaginan como la conquistadora irresistible de mis cuentos, pero la verdad es que nunca me hicieron mucho caso las muchachas. Definitivamente no es Casanovas mi apellido. “Escribir es el placer de los eunucos”.
Todo esto me vuelve a la memoria mientras leo Lenguas en erección, el primer poemario de Juan Carlos Bautista, al que pertenece ese verso: Escribir es el placer de los eunucos. Cuaderno que acaba de ser reeditado por Quimera donde, dicho sea de paso, saldrá en un par de meses mi primera novela: Espejo de tres cuerpos, gracias al atento afán de Sergio Téllez-Pon. Leo los versos de Juan Carlos, viajo al pasado y al cielo, y me lo encuentro una tarde de los primeros noventa en el Centro Cultural Universitario, jóvenes y hermosos los dos, de pelo crecido, listos para poetizar lo que desde entonces era nuestro y tal vez no lo sabíamos.