martes, 24 de junio de 2008

Sobre el tejado de vidrio de “Quien Tú Sabes”

Una de sus invaluables lecciones


Los mexicanos dirían que al comandante le ha ido como en feria la última semana allá en su tumba. No le ha escampado sobre su tejado de vidrio al pobre occiso. Lo que pareciera una excelente noticia —el levantamiento de sanciones de la Unión Europea contra el gobierno de la isla y el reinicio del diálogo—, realmente no lo fue tanto para la jerarquía revolucionaria. La liberación de cuatro prisioneros de conciencia —condición de la UE— demostró que en Cuba hay presos políticos, es decir, personas privadas de su libertad por pensar distinto a como parametra el comité central del Partido. Eso no es noticia para nadie que tenga dos dedos de frente, pero la (in)justicia revolucionaria se empeñó por décadas en imputarles causas comunes y negar su existencia.
Mientras esto se cocinaba en La Habana, en México un comando de hombres armados y encapuchados —presumiblemente Zetas— se “robaban”, como en película del sábado, una guagua con 33 cubanos, interceptados en medio del mar antes de llegar a Cancún y que eran trasladados, en calidad de detenidos, a la estación migratoria en Chiapas. Esto viene ocurriendo hace mucho y tampoco es un secreto, por más que los involucrados traten de ocultarlo: lanchas rápidas —dicen que yates de lujo— son cargados de cubanos en las costas de Pinar del Río y trasladados a Cancún. Allí los esperan autobuses —dicen que también de lujo— que los llevan hasta la frontera norte, donde se entregan a las autoridades estadounidenses y, acogidos a la Ley de Ajuste Cubano, reciben su documentación legal en cuestión de horas.
“La mafia de Miami”, gritan aquí repitiendo una frase de factura isleña. Lo cierto es que además de las redes de tráfico que cobran a los familiares de Miami por sacar clandestinamente a los suyos de la isla, hay redes coludidas en Cuba, porque cualquiera que conozca aquella realidad sabe que para llegar al extremo occidental, donde los recogen las lanchas, hay que ser trasladados por horas en algún medio de trasporte. Y en Cuba todas las guaguas son del gobierno. Que no se hagan ahora los chivos locos ni digan que es simple tráfico de talentos que "el imperio" malsano les quiere robar. Mucho más cuando la responsable de las cuestiones migratorias de la Secretaría de Gobernación mexicana acaba de balconear que la embajada de Cuba, en lo que va de administración, no ha respondido una sola comunicación de las que les mandan para consultarles la repatriación de los compatriotas ilegales. Un hecho es innegable e inocultable: a las autoridades cubanas les conviene que la gente se vaya porque mientras más estemos de este lado, más remesas llegarán a la isla.
Y hablando de dos dedos de frente, no son gratuitos los cuestionamientos a la veracidad de esas imágenes que transmitió la televisión cubana el pasado 17 de junio de un supuesto encuentro entre Fidel, Raúl y Chávez. "¿Acaso te dejaste engañar por ese video prefabricado?", me echaron en cara unas amigas. “¿Desde cuándo Raúl no usa traje militar?”, dijo una desde Nueva York; “¿no viste a Chávez más flaco que actualmente?”, apuntó la otra desde una latitud más sureña. Y luego, siempre con el mismo mono deportivo
Picada mi curiosidad, me di a la tarea de revisar todas las versiones del video —que es una sola, por supuesto: la que difundió Cubavisión y que, dicho sea de paso, no aparece en ninguno de los medios cubanos— y no resultó muy sorprendente comprobar que no tiene el sonido original más que cuando Chávez saluda con un “Hasta la victoria siempre, venceremos”. El resto del tiempo, que no es mucho, apenas un par de minutos y medio, sólo se escucha, encimada, la voz del locutor cubano que enlista los temas sobre los que supuestamente departieron. ¿Por qué no habría de oírse la charla si realmente estuvieran tratando asuntos tan actuales como la crisis de los alimentos?
Recordé de inmediato que durante mi último viaje a Cuba, viendo el noticiero del mediodía, Dora, con ese ojo entrenado que su experiencia en la producción de medios audiovisuales le ha dado, saltó en la silla señalando a la pantalla donde una profesora, asistente a uno de los tantos congresos que hacen allá, hablaba de las maravillas y avances de la práctica de la química en la isla. La mujer era colombiana —o sea, hablaba español— y, sin embargo, la voz de una locutora cubana traducía encima del sonido original. Acto seguido, otro traductor interpretaba sobre un audio en taiwanés lo que decía —¡quién iba a entenderlo!— elogiosamente hacia Cuba un dirigente del deporte de la nación asiática. Ninguno de los cubanos presentes —ni yo— reparó en tal incongruencia y pillería hasta que ella nos lo hizo notar.
Como si fueran poco los traspiés internacionales, bien enchilado, dirían mis actuales coterráneos, Reinaldo Escobar, “representando” a su mujer —Yoani Sánchez, la bloguera de Generación Y, en un enfrentamiento de hombre a hombre —que no en balde a Reinaldo lo apodan Macho Rico— acusó al máximo líder de llenar de medallas con la efigie del Apóstol los pechos de asesinos, corruptos y sinvergüenzas internacionales. “Lo peor que le pudo pasar a Martí se llama Fidel”, remató una de mis amigas. El susodicho había acusado a Yoani de hacer “labor de zapa y prensa neocolonial” al no rechazar el premio “Ortega y Gasset” que le otorgó El País hace unas semanas.
La avalancha de manifestaciones de apoyo y cadenas de emailes no se hizo esperar desde el gran solar de la blogósfera cubana, ese paraíso de la libertad de expresión. Los mismos espacios que mi paisano Eliades Acosta, jefe del Departamento de Cultura del CC del PCC, ha catalogado como “blogs en contra de Cuba”. Ésa ha sido siempre una de las estrategias más fructíferas de la represión y del silenciamiento: la santísima trinidad revolucionaria que ya mencioné hace unos días: igualar al gobierno y a sus cabecillas con la Patria. Si cuestionas a la revolución o a Fidel, estás atacando a Cuba… ¿Por qué, chico?, si Cuba es una isla inocente, pura tierra, matas y ríos, cuya única culpa, la pobre, es lo que de “humano” pulula sobre su superficie.
Pero dígame usted: ¿dónde se ha visto que un jefe de estado (o ex) —suponiendo que haya sido él quien lo escribió o lo dictó desde el más allá—, en el prólogo de un libro biográfico que habla de Bolivia, tenga que emprenderla contra una ciudadana común y corriente, que vive en un edificio de microbrigada y anda en bicitaxis y en camellos —a quien, además, nadie lee en Cuba porque allí está limitado el acceso a internet—, así haya ganado el Pullitzer? Ahí se demuestra lo fuera de perspectiva que está todo en Cuba. ¿Alguien puede imaginarse a Zapatero callando a una bloguera de Extremadura o Valladolid o a Calderón reprendiendo a un indio taraumara por haberse atrevido a decir que en la sierra pasan hambre y frío?
Miren la foto de arriba y díganme cuál jefe de estado en qué lugar del mundo o época histórica ha salido en la televisión mostrando cómo se usa una olla de presión. Eso no es humildad ni cercanía con la gente; no se engañe el mundo: es control. Por eso somos un pueblo torpe, inmaduro, maleducado y dependiente. Cómo podría ser de otro modo, si él ha determinado durante medio siglo hasta lo más insignificante: lo que comíamos; en las cantidades y frecuencia en que debíamos consumirlo; en la olla en que debía cocinarse y con qué combustible. Cómo vestirnos; cada cuándo adquirir ropa, calzado o artículos de higiene —hasta el jabón, el desodorante, las toallas sanitarias—; con qué atuendo entrar a los sitios públicos, restaurantes, cines, espectáculos, y con qué chancletas, shores o largo de mangas era inaceptable, en un país en el cual no hay dónde comprar la indumentaria que exigen.
Asimismo era él quien determinaba qué actos eran constitucionales y cuáles dejaban de serlo en un segundo. Qué culto podíamos profesar; en qué dios podíamos creer y en cuáles no; cuándo en uno, cuándo en otro y cuándo en ninguno. A qué familiares podíamos escribirles y a cuáles no; cuándo podíamos hacerlo y cuándo por nada del mundo; cuándo aceptarles regalos como viles pordioseros y cuándo esos obsequios eran veneno ideológico para nuestras débiles mentes poscapitalistas. Quiénes eran nuestros amigos, quiénes nuestros enemigos y cuándo ese cuadro cambiaba para ser todo lo contrario. A quién podíamos admirar y venerar y cuándo se convertía al héroe en defenestrado. Quiénes se quedan en la patria socialista y quiénes podían irse; quiénes son recibidos y quiénes expulsados.
A qué viajes teníamos derecho y a cuáles ni soñarlo. A qué adelantos tecnológicos podíamos acceder y cuáles eran bloqueados por resultar perniciosos. Cómo debíamos divertirnos; cuándo podías tomarte una cerveza y cuándo no había ni en los centros espirituales; qué música debíamos oír, qué libros podíamos leer, qué caricaturas veíamos en la televisión. De qué temas podíamos escribir y por cuáles caeríamos presos o perderíamos la carrera o el trabajo; qué cuestionar de pronto, cuando él estuviera de buenas, y qué era absolutamente incuestionable. Y, en todos los casos, qué castigos aplicar a quienes contradijéramos cada una de esas disposiciones. La lista podría ser interminable.
Somos un pueblo sobreprotegido y, por tanto, menospreciado. Subestimado e inutilizado. Castrado; que nunca coincidieron mejor un verbo y un apellido. Lleno de miedos que sostienen el gran círculo vicioso: por habernos enclaustrado durante décadas —además del ostracismo y el despiste que constituye de por sí la condición insular—, los cubanos no saben cómo es el mundo, cómo manejarse o sobrevivir en él y, por eso mismo, prefieren mantenerse encerrados. Cualquier psicólogo diría que ésa es una reacción natural: allá adentro sienten protección. Sea como sea, se creen a salvo. Y eso es muy respetable.
Quienes hemos tenido la oportunidad y el privilegio de traspasar horizontes podemos alertarlos, tratar de orientarlos, abrirle los ojos. Pero si con esa necedad gallega que nos corre por las venas prefieren hacer oídos sordos y creer que el futuro pertenece por entero al socialismo, no veo que haya mucho qué hacer que no sea seguir dándole la vuelta al mismo ladrillo. Y yo, al menos yo, no tengo vocación bizantina.

martes, 17 de junio de 2008

Evita Castro

La anuencia



Llegan de Cuba noticias de las que nos dejan, como dirían los mexicanos, con el ojo cuadrado: que en breve se autorizarán las cirugías para cambiar de sexo y que serán costeadas por el Estado.
La jerarquía cubana se enoja con quienes señalan que sus recientes medidas han sido cosméticas. Y lo son, porque la compra de celulares y electrodomésticos, el alojamiento en hoteles y las operaciones de cambio de sexo no constituyen los problemas fundamentales de la nación. Dónde están el cambio del modelo económico, la revaluación del peso cubano, la apertura democrática, la incursión en la vida política de fuerzas y partidos diferentes del PCC, la amnistía para los presos políticos, el respeto al derecho de huelga y manifestación, la libertad de expresión y de prensa, el derecho al libre tránsito que permitiría a un oriental vivir en La Habana sin salvoconducto o a cualquiera de los habitantes de la isla salir de ella sin tener que pedirle permiso al gobierno y desfalcar a sus familiares en el extranjero, que somos quienes pagamos a precio de oro esos viajes y, sobre todo, los engorrosísimos e interminables trámites que conllevan. Dinero con el que ahora el magnánimo Estado socialista se para el cuello y hace caravana con sombrero ajeno al prometer pagar los cambios de sexo con ésos, que son los ingresos reales del país: turismo, prostitución y residentes en el extranjero.
Tan cosméticas han sido sus medidas, que es retórico preguntarse cuántos cubanos se benefician con ellas. ¿Qué ciudadano normal, que no sea traficante, puta o no tenga parientes fuera, puede activar una línea telefónica móvil y sostener el costo sistemático de las tarjetas de prepago?, ¿cuál tiene para comprar un horno o un estéreo?, ¿cuántos caballeros quieren convertirse en señoritas y viceversa? Porque el revuelo mediático de esta última nueva hace parecer que todos los cubanos van a cambiar de sexo en los próximos meses.
No me malinterpreten —que siempre hay quien está dispuesto a tergiversarlo todo—: no me parece mal que a quienes así lo necesiten les sean practicadas esas intervenciones; ése también es un derecho humano. Me parecería genial que la seguridad social cubriera el costo de operaciones tan caras (si no fuera, además, una demagógica artimaña publicitaria). Me parece magnífica la civilizada convocatoria de respeto a las diferencias y a la diversidad, especialmente hacia el homosexualismo, el travestismo y la transgeneridad. Pero repito: ésos no son los problemas esenciales hacia los que deberían enfocarse los cambios verdaderos. Más bien parecieran una alharaca que desvirtúa, que levanta mucha hojarasca para cubrir la otra parte de las cosas: lo que no se ha hecho y posiblemente no se vaya a hacer en los próximos tiempos.
Estas noticias de las operaciones transgenéricas llegan después de la celebración apoteósica, sin precedentes en la isla (a excepción hecha de las Jornadas de Arte Homoerótico organizadas por Norge Espinosa en La Madriguera, entre 1998 y 2000), del Día Mundial contra la Homofobia el pasado 17 de mayo en La Habana, con simposio, lecturas poéticas, exposiciones y show de travestis. Sin pretender demeritar su trabajo, que es verdaderamente loable, las acciones propiciatorias de Mariela Castro Espín, hija del actual presidente cubano, directora del Centro Nacional de Educación Sexual (Cenesex) y organizadora de la gran jornada cultural, llegan cuando ya el terreno está bastante llanito. Digamos, marxistamente, cuando ya estaban dadas las condiciones objetivas y subjetivas para dar el salto de los pasos cuantitativos a los cualitativos. Porque hace al menos veinte años que reprimir homosexuales no ha sido prioridad del gobierno cubano. Y no podría serlo, en tanto que la práctica del sexo, en todas sus variantes, se convirtió en la primera industria nacional y la primera fuente de ingresos para muchas familias con la avalancha de un turismo especialmente interesado en ello. La anuencia gubernamental favoreció, a su vez, su aceptación en una población de mente cada vez más abierta y desprejuiciada.
Con Mariela, lo que era tácito se transforma en oficial. Porque la aprobación viene, entonces, no sólo del organismo que dirige, sino de una integrante de la familia Castro que, nos guste o no, han sido durante medio siglo los dueños de la finca y de sus animalitos. En uno de los videos de YouTube que da cuenta del gran festejo realizado en el Pabellón Cuba, un gay, con lágrimas en los ojos e intensidad histriónica, agradecía a la hija de Raúl como si fuera Santa Juana de América o Evita Castro. Y es que de pronto pareciera que Mariela es la madre de la patria, la vocera del nuevo régimen, el emblema de la transición, la estratega de los cambios, la reina del carnaval.
Nadie como ella —ninguna mujer cubana en la segunda mitad del siglo XX y lo que va de éste— encarna ese espíritu familiar que combina dulzura, comprensión e inteligencia. Los cubanos, acostumbrados a la rígida tiranía encabezada durante medio siglo por un hombre tan recio, encuentran en Mariela una suerte de amable remanso. Pareciera que es ella quien les ha enseñado qué pasa en la pubertad o por qué respetar y tratar como iguales a los homosexuales. Y no habla en representación del gobierno —porque no pertenece a él— y muchas veces tampoco a nombre del Cenesex sino, lo quiera ella o no, a título familiar. Con la fuerza que le da su apellido y el hecho de ser la asesora personal de su padre.
Los isleños la llaman por su nombre de pila. Dicen Mariela y todos saben quién es, como si Mariela hubiera una sola —y única— en toda Cuba. Como quien dijera El Fifo o Raúl que son, en definitiva, parientes con los que hemos convivido por décadas. Como los tíos y los primos, Silvio y Pablo, Pinelli y Consuelito, Juantorena y Capiró. Así somos los cubanos: familiares, confianzudos, sin empaques, protocolos ni solemnidades. Niños de alma tierna y dulce como el azúcar de caña. Y muy ingenuos, aunque nos hagamos los duros y los cabrones.
Y esa inocencia se me revolvió como tocada por un aguijón cuando vi en el noticiero de López Dóriga, el líder de la televisión mexicana, a Fidelito Castro Díaz Balart, aterradoramente exacto a su padre, entre la comitiva que recibió en La Habana a la canciller mexicana Patricia Espinosa, cuya visita, dicho sea de paso, poco encubrió las intenciones del gobierno de México de “ocuparse” de los yacimientos petrolíferos localizados en la costa noroccidental de la isla. A pesar de haber sido por años el responsable del desarrollo nuclear y energético cubano —por eso estuvo tan cerca de la Espinosa en esa ocasión—, Fidelito no ha sido nunca una figura pública. Como no lo fueron jamás Dalia Soto del Valle, la esposa del comandante, ni sus otros hijos. Mucho menos Alina, que es la bastarda. Ni los de Raúl —aunque su vida familiar fuera un poco más abierta y visible— hasta que Mariela se volvió como el arroz blanco (que está en todas partes).
En Cuba se sabe que Fidel tiene mujer e hijos, pero (casi) nadie los vio nunca. Eran un secreto de Estado, sólo un rumor, un chisme que corría de boca en boca pero oculto. A su mujer, madre de sus cinco vástagos menores, la vi por primera vez en unas fotografías que sacó el semanario mexicano Proceso hace un par de años. Ahí mismo la conoció mi mamá, que afirmaba boquiabierta, como ya les he contado otras veces: “Hay que salir de Cuba para saber lo que pasa en Cuba”. Por eso me extrañó, de pronto, ver a Fidelito en televisión. Es cierto que su presencia no es tan abrumadora como la de su prima Mariela —que es la más constante de un funcionario cubano en la prensa internacional—, pero ahí estaba, muy dueño de la situación; Pérez Roque y la Espinosa rindiéndole pleitesía. Vean esta foto de Reuters. “Algo pretenden los herederos”, le dije al día siguiente a uno de mis amigos que de inmediato respondió: “Ay Ode, pero claro, cómo crees que esa gente va a dejarse quitar el poder así como así…"
Que Mariela es la nueva fantasía sexual del exilio cubano decía alguien hace unos días en la Finca de Sosa. A mí Mariela no me para ni un pelo y, al mismo tiempo, me pone todos los pelos de punta. Por más que trato de ser flexible y persuadirme de lo contrario; por más que reconozco que es listísima, simpática, buena gente; por más que sé el valor de su trabajo educativo y de su apoyo, no confío en ella. Siento que detrás de lo que hace hay segundos propósitos, más políticos. Me parece lo que los mexicanos llamarían mustia; o sea, mosquita muerta. Mi abuela Cristina diría: “es de las que hablan blandito pero cagan duro”. Tal vez sea injusto, irracional y paranoico —lo confieso—, pero es el precio de llevar ese apellido. Y de pronto pienso que Evita Castro debiera ser no sólo un mote individual, sino una advertencia que los cubanos tuviéramos muy presente antes que se nos venga encima la nueva castríada.

martes, 10 de junio de 2008

Sólo por hoy

Elenco de la puesta mexicana de Avenida Q



El sábado vi el musical Avenida Q. Una historia de muñecos de peluches manipulados por actores, reminiscencia de Los Muppets o Plaza Sésamo. Eugenio, un joven recién graduado de Filosofía y Letras, renta un apartamento en la Avenida Q porque los recursos que le proporcionan sus padres no alcanzan para los precios y niveles de vida de las avenidas A, B, C, etcétera. Allí, en la Q, un suburbio desde donde se ve en lontananza la gran ciudad, tiene por vecinos a un cómico frustrado y su esposa, japonesa, sicóloga y desempleada; una asistente de maestra de primaria despedida; un portero que fue estrella infantil de tele pero sus padres le robaron lo ganado; un gay de clóset y su roommate, que termina siendo mendigo; un monstruo peludo adicto a la pornografía por internet. Todos, en alegre oppening, reciben a Eugenio con una canción que repite: “Qué pinche ser yo, qué pinche ser yo…”
Para los no mexicanos, digamos que pinche, en esta acepción, vendría siendo algo así como desafortunado. Una mirada rápida al auditorio me hizo ver a muchos sonreídos. Sin embargo a mí, que me desagradan los lastimeros, me estaba disgustando esa alegre mediocridad y me preguntaba si podría considerar así, pinche, mi propia vida; si alguna vez, aun en los peores tiempos, la habría pensado como tal. “Relájate, vieja”, me exigí entonces, “vamos a disfrutar esto, que bastante caro es”.
Que no está mal ser un poquito racistas y reírnos de lo feo que huelen los negros, lo naco que son los nacos y los remamones de los argentinos, dijeron a media obra. Claro, si no eres negro, naco o argentino, pensé acordándome del artículo “El sano e inocente racismo cubano” de Paquito D’Rivera, el gran músico radicado en Nueva York, que plantea: “Es curioso, y hasta digno de lástima, ver cómo tantos cubanos de ambas orillas del estrecho de la Florida estiman ‘graciosos’, desagradables temas raciales que para las demás comunidades de este país se consideran vergonzosos, políticamente incorrectos y sobre todo vulgares y de pésimo gusto”.
No sólo los cubanos, Paquito, ¿ya ves?; es un mal mundial. Y me llama mucho la atención que esto provenga de una obra originalmente gringa. Efectivamente, mucha risa nos da hasta que el susodicho nos riposta: “¿Qué te pasa, blanquito peste a leche?”… Y es que aunque lo “políticamente correcto” suele parecerme extremo y exagerado, casi siempre incorrecto o redundante gramaticalmente, lo cierto es que la gran mayoría somos minoría. Y más de una. Porque hombre caucásico sano y nativo de país del primer mundo son contaditos.
“¡Que te relajes, repinga!”, me insistí como si lo hiciera mi hermana con su boquita sucia, “o atiendes o no vas a saber de qué se trata”. Y así, después de algunas simpáticas peripecias de tono cotidiano y en ocasiones bastante local —o sea, de algún modo, entonces, universal—, matizadas de buena cantidad de expresiones a ratos más vulgares de lo que mi gusto —no tan refinado— aceptaría con tranquilidad, la obra termina un poco intempestivamente —tal vez sólo no tan espectacular como otras del teatro musical—, con una canción que plantea, en resumen, que debes vivir “Sólo por hoy”. Y que si no hallas tu propósito en la vida, esa meta que Eugenio buscó durante toda la pieza, ni te preocupes, que hay miles así y no pasa nada.
Mientras todos ovacionaban a los actores, una inquietud se revolvía dentro de mí. A pesar de que está simpática y bien puesta, con una escenografía bonita y colorida, coreografías sencillas pero bien logradas; a pesar de que las muchachas cantan muy bien y los varones no desentonan demasiado, que todos manejan con destreza los muñecos y actúan al mismo tiempo… algo no me dejaba satisfecha. Algo no anda bien en una obra que empieza diciendo “Qué pinche ser yo” y termina proponiendo que si no tienes objetivo en la vida ni te preocupes.
“Es un canto a la mediocridad, el musical de los jodidos pero contentos”, concluí e inmediatamente me asaltaron las angustias. Oh oh, ¿no estaré demasiado amargada?, me pregunté. Sé que en el mundo abunda el infortunio y no tengo el menor reparo en que el arte lo refleje, que lo ha hecho por toda la eternidad… ¡Pero de ahí a que el mensaje sea que es bueno vivir en la mediocridad!... ¿Estaré muy permeada del realismo socialista y de los happy endings de Hollywood? ¿El mundo ha cambiado tanto como para que la moraleja de una obra sea contentarse con el conformismo?
La semana pasada me encontré, echado en la puerta del Oxxo, a un muchacho entre mendigo y loco que suele deambular, descalzo y sucio de meses, por las calles de mi colonia. Estaba boca arriba, dormido al solecito tierno de las nueve y pico, tapándose la luz con la mano sobre los ojos. Tranquilísimo. Me quedé mirándolo muerta de envidia porque yo iba hacia el banco atolondrada de gripe, como si respirara ácido que corroyera mi garganta en carne viva, tratando de apurar los pasos que se negaban a acelerarse. Iba a pagar las cuentas a punto de vencer, o sea, a que me desplumaran voluntariamente, y luego, a aplanarme las nalgas durante diez horas en una oficina en la que desde hace meses no hay absolutamente nada qué hacer.
“A qué vienes, si todavía estás mal”, me regañó Inesita, mi compañera y vecina de gabinete. Yo pensaba en el muchacho. No te dejes engañar, me dije, ésa es la libertad: un mendigo mugroso durmiendo a media calle cuanto le viene en ganas. La antípoda de la libertad sería la prisión, y todos vivimos apresados en miles de ellas. Las de la moral, las de la salud, las de la educación, las de la conveniencia, las del hastío, las del miedo. Miedo sentí el domingo al pensar en la semana que empezaba a desplegarse ante mis pasos. Una semana más de vacío, perdida miserablemente, como alguna vez me dijo Félix Luis que serían todas las semanas que dedicara al trabajo de oficina.
Sin embargo, cada mañana cuando salgo a la calle un aluvión de imágenes, de ruidos, de impresiones, me dicen que estoy viva, que estoy sana, que soy joven, que tengo un trabajo hacia el que me dirijo. ¿Por qué traigo los dientes y los puños apretados de este modo entonces?, me cuestiono. ¿No debiera agradecer tantas bendiciones? ¿Y el solecito de primavera y el desayuno que acabo de tomar? ¿Será que no me conformo con el simple propósito de existir —subsistir— por hoy, sólo por hoy, aunque éste sea el tono de los tiempos? Y aun así, ¿sería suficiente motivo para cantar “Qué pinche ser yo”?
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Latinamericalandya. En el blog de Iddia Veitía hay una entrevista a Omar Mederos, quien reconstruye buena parte de la historia de la Asociación Hermanos Saíz y la Generación de los Ochenta. Cliqueen —¡qué verbo!— en el link y dense una vuelta por ahí .

miércoles, 4 de junio de 2008

El mejor amigo

Biblioteca de la Universidad de Coimbra, Portugal




Hace un par de semanas, en la mesa de Oportunidades de la librería de Sanborns, encontré una novela de Mayra Montero: Son de Almendra (Alfaguara, 2005). Una historia cubana, de aquella Habana del año 57 que era un hervidero de vida nocturna, vendettas de la mafia y muchachos torturados y asesinados por los casquitos de Batista; aquélla de Tropicana y del Sans Souci, de los restaurantes del Barrio Chino y los Aires Libres frente al hotel Saratoga, del Beny en el Ali Bar y el Bola en el Monseigneur, del Club 21 y los casinos del Hilton y del Capri, de los barbudos en la Sierra y de los leones del zoológico devorando los cadáveres de los muertos.
Nunca había leído a Mayra, aunque mucho he oído de ella. Desde La última noche que pasé contigo que me recomendó Alejandra Leal cuando todavía trabajábamos en la Comisión de Derechos Humanos del DF y que nunca encontré en librerías. Quienes dicen que Mayra no es una narradora cubana porque ha residido toda una vida en Puerto Rico, debieran leer Son de Almendra. ¡Qué comemierdas solemos ser los cubanos; siempre restándoles cubanía a los otros como si eso reforzara la propia! ¡Siempre demeritando a los demás, como si mientras más bobos, brutos o cobardes los consideráramos, menos lo fuéramos nosotros!
El lunes Neus mandó desde Barcelona una frase de Groucho Marx que dice que aparte del perro, el libro es el mejor amigo. Cuando la leí, lamenté que tanta gente se pierda de la oportunidad de conocer esa experiencia. Y casi la había olvidado cuando, ayer, los últimos capítulos de Son de Almendra me sacaron de un tirón del marasmo que no me permitía hilar frase coherente desde hace al menos una semana.
Una de las angustias que padezco con frecuencia es la triste certeza de que nunca serán suficientes los libros que pueda leer; de que todo el tiempo de la vida no me alcanzará para leer y saber todo lo que quisiera. A veces pienso que si hubiera reencarnación, en alguna de las próximas existencias debiera tratar de perder menos tiempos en devaneos amorosos para dedicárselo ermitañamente a leer, a estudiar, a aprender. Claro que no estoy muy segura de poderme cumplir ese proyecto si exigiera renuncias de tal naturaleza.
Sentados en la escalera del Museo del Carnaval, solos él y yo, una noche del año 87 León me prestó, en medio del más impenetrable misterio, el Libro de la risa y el olvido. Tendría que leerlo esa noche y regresárselo la mañana siguiente, a primera hora. Corrí a mi casa y leí toda la madrugada. Pero no era suficiente en ese caso: tan similar era la realidad que describe Kundera a la que vivíamos, que transcribí medio libro en mi libreta de apuntes. En las mismas condiciones de clandestinaje me prestó noches después El justo tiempo humano de Padilla, aquel que fue retirado de las librerías y las bibliotecas cuando al poeta lo acusaron de contrarrevolución. Así, de mano en mano, leídos con celeridad, pasaban los libros prohibidos, los nunca publicados en la isla, los que llegaban camuflados en las valijas de los amigos extranjeros y eran consumidos como pan caliente.
Por entonces, frente a La Moderna Poesía, la más bella tienda de libros de La Habana, había una librería de viejos que era un paraíso. Cada viaje a la capital, que eran muy frecuentes en aquellos años finales de los ochenta, regresaba a Santiago cargada de textos valiosísimos y hermosas ediciones. Esas joyas, que eran mi más preciada posesión, realmente la única, quedaron en la biblioteca familiar cuando me fui a La Habana y luego a México, y se perdieron definitivamente cuando mi madre tuvo que emigrar a la capital y deshacerse de tantos muebles finos y aparatosos que no cabrían en las nuevas y minúsculas viviendas que le tocarían por hogar.
Las mudanzas me reafirmaron el valor transitorio de lo material. En cada traslado se pierde la mitad de lo que se tiene y los míos han sido muchos. Libros fundamentales se han quedado en cada casa que dejé y constituyen mis mayores pérdidas. A veces pienso en ellos, los necesito, con la misma intensidad que a los amigos. Aquella edición de Paradiso, las Obras completas de Martí, La carne de René y las Presiones y diamantes de Piñera, donde la piedra preciosa que acaba en la taza del inodoro se llama Delphi (Fidel al revés), la Historia de la literatura cubana de Salvador Bueno, mi colección del cuento cubano de la revolución, los libros de Sartre y la Beauvoir que teníamos en la casa de Concordia, El monte de Lidia Cabrera, las Órbitas de la Casa de las Américas, El pequeño príncipe, las novelas de Agatha Christie, Conan Doyle, Hilary Queen, Dashiell Hammett, Georges Simenon… Tantos libros perdidos, algunos irrecuperables…
Cuando llegué a México otro clandestinaje, el de la ilegalidad y la falta de permiso de trabajo, me condujo, gracias a la mediación de generosos amigos, a la redacción de la revista esotérica Casos Extraordinarios. Hasta entonces, con esas rígidas enseñanzas cubanas que suelen despreciar lo popular y lo empírico aunque otra cosa digan, siempre había considerado el conocimiento, el saber, como un asunto primordialmente académico, incluso las miradas e incursiones en temas de mediumnidad, espíritus, orishas, cartomancia, reglas de Osha o de Palo, consideradas aún en la Cuba de entonces como manifestaciones folklóricas, oscurantistas, fruto de la ignorancia o, cuando mucho, underground.
Allí, en Casos..., mis horizontes se abrieron a un mundo que desconocía. Y como siempre, esa apertura aconteció a través de mis ojos, de mis lecturas. Antiguas mitologías poblaron mi cabeza fantasiosa. La Atlántida y Pompeya, Madame Blavatski, Egipto, Malaquías y Nostradamus, las culturas mesoamericanas, Stonehenge, Jesucristo y los esenios, los rollos del Mar Muerto, los registros akáshicos, predicciones astrológicas, ciudades invisibles y naves inexplicables. Extraterrestres e intraterrestres de todas las épocas colmaron mis fascinaciones.
Después, el camino que ya estaba marcado se hizo indeleble. Una carrera corrigiendo los libros de otros me ha hecho leer hasta lo inimaginable. Cada uno de esos textos, como un buen padre, tiene un mensaje que transmitir, una enseñanza que fijar para ser utilizada en algún tiempo, cuando menos se le espera. Hasta yo misma me asombro de cómo un tratado de música atonal, unos informes de ingeniería, un manual de matemáticas o de fisicoquímica, que parecieran desentrañables, pueden darnos sorpresas inesperadas.
Cuatro Ojos me decían quienes querían burlarse de mis lentes de alta graduación y por ellos, en las páginas de los libros he observado el mundo con mucho más de cuatro ojos. Siempre hay quien al verme leyendo todo el día me pregunta qué hago para relajarme, para descansar. La respuesta es una: leer. Llegar a la casa y tomar un libro por simple placer. Es entonces que, en ciertas noches de tristeza o impotencia infinitas, salen de entre sus páginas un tiroteo, el rumor del mar, un enigma coqueteando, el ritmo cadencioso de un danzón… y me rescatan.