martes, 27 de noviembre de 2007

Asesinos del mundo




Ay de estos días terribles,
asesinos del mundo.
Silvio Rodríguez


Cuenta una romántica canción ranchera que un charrito montaperros encuentra a su amigo lloriqueando y, presuponiendo que esos dolores se los causa alguna decepción amorosa, le sugiere que para vengar las injurias que “esos seres” les inflingen a los pobrecitos y sufridos machines, se consiga una pistola o una daga y se vuelva asesino de mujeres. Eso lo dice Alejandro Fernández con un sentimiento tan lastimero, que la mitad de las damas que lo escuchan, hijas del maltrato, en vez de la furia instantánea que me posee en cuanto la oigo, seguramente darían lo que fuera por consolar al Potrillo y a su amigo el chillón.
Me indigna la cancioncita porque en este país —y en este planeta— la violencia, doméstica y social, es una realidad de todos los días, especialmente la ejercida en contra de las mujeres y los niños. Sólo en un contexto así puede este tipejo, tan enfundadito en su traje vernáculo, hacer tal proposición y que sea celebrada en las cantinas y en las alcobas como si fuera lo más normal.
Y es que en la historia humana —al menos en la del patriarcado que, viéndolo fríamente, es toda la historia registrada—, la violencia ha sido tan constante y sistemática que pareciera natural. Incluso a mí —que aquí me tienen despotricando contra el Potrillo—, me gustan mucho más los asesinos que las muchachas románticas. Y prefiero a los despiadados, que a los que se demoran dando inútiles explicaciones interminables para dar tiempo a que llegue el detective.
A eso nos acostumbran el cine, la literatura, los noticiarios. Y aunque la mayor parte de nosotros jamás vaya a encontrarse con uno de verdad —¡gracias a Dios!, diría mi abuela Cristina—, nuestras vidas están colmadas de asesinos. De tal modo, lo que en la realidad es inaceptable, se convierte en material de fábula y entretenimiento gracias a la magia del arte y la televisión, gracias a las mentes asesinas de sus creadores y a las mentes asesinas de nosotros, los consumidores.
Y así, nos fascina la destreza de Jack el Destripador, el excelente apetito de Hannibal Lecter, la sangre fría de los personajes de Tarantino (Travolta y Jackson en Pulp Fiction, la Thurman y pandillas en Kill Bill), el ingenio y la creatividad del John Smith de Seven, las idioteces de Freddie Krueger y Jason, los criminales bichos intergalácticos de Alien o Especies, los anormales de Scream y sus parodias, la encantadora y macabra muchachita interpretada por Kate Winslet en Criaturas celestiales, la sensualidad latina de Rosario Tijeras y la sanguinaria locura del Pitt de Kalifornia. Ese Pitt que sí es asesino de mujeres comprobado y confirmado: dejó muerta a la Paltrow cuando se fue con la Aniston, y a la Aniston cuando prefirió a la jugosa Mrs. Smith, o sea, la bembona Angelina. Y es el preferido number one de las damas del orbe. ¡Hiiiijas del maltrato!
En la realidad, en estos días terribles, también pululan. Ahí tiene a los serial killers a la azteca: la Mataviejitos, una ex luchadora de Triple A que se hacía pasar por enfermera antes de aplicarles la quebradora a los ancianos y robarles sus cositas; el Mochaorejas, que no es necesario decirles cuál era su pasatiempo favorito y, más recientemente, el Poeta Caníbal, bardo, dramaturgo, periodista y cheff… todo un artista posmoderno, que desplegaba esas aptitudes para convencer a sus víctimas en los días previos a devorarlas frititas y con limón.
Y si no le bastara con éstos, ahí tiene a los proyectistas de la segunda línea del metrobús de la ciudad de México, que acaban de liquidar toda lógica vial en el Eje 4 Sur Xola; a Mario Aburto, que en 1993 se despachó al candidato presidencial Luis Donaldo Colosio en medio de un acto de campaña, a la vista de todos; al chinito malmodiento que limpió aquel tecnológico gringo hace unos meses; a los guaruras que le metieron el plomazo al ingeniero Belmar en pleno viaducto y hora pico sólo por interponerse entre su carro y el de su boss; al aún desconocido que dejó como colador al conductor televisivo Paco Stanley; a los capos, gatilleros y reinas de los narcocarteles, encomendados píamente al santo Valverde; a los cómicos de la televisión, asesinos del humor; a Juanes y Arjona, homicidas de canciones; a los presidentes y los soldados gringos; a Bin Laden y los rebeldes de cualquier latitud. Y para no pensar en ellos… ¡nos vamos al cine!
Yo no me quedo atrás, lo confieso. Aunque hace unos días, cuando trataba de darle cran a una de esas hermosas mariposas brujas —tataguas se les llamaba en Santiago— le pedí disculpas antes de echarle medio pomo de flit y propinarle dos caritativos escobazos —“Perdóname, vieja”, le dije, “ya sabes que así es esta mugrosa vida… ya te vengarás tú con tus maldiciones”—, he escrito un poema titulado “Las asesinas de la calle del Carmen”, cuyas protagonistas, dos encantadoras jovencitas, se meriendan al niño, a la muchacha de los lentes de botella, al vendedor de enciclopedias y a ellas mismas, una a la otra y la otra a la una.
Y aunque la Villamar dice —no sé de dónde lo saca— que en mi literatura pululan los suicidas, realmente se multiplican los asesinos, encabezados por la mosquita muerta de Mar, que quién hubiera imaginado… (“Un puñado de cenizas”, Con la boca abierta, Madrid, Odisea, 2006). Otros se han de encontrar en los próximos libros, que los dejarán igual de helados y patidifusos.
¿Quieren leer un fragmentito de “Las asesinas…”? Ahí les va, en exclusiva internacional:


Tal para cual
como dos adolescentes entusiastas
salían en las noches.
Nada existía alrededor
más que ellas mismas y su reloj de hambre.
Levantaron la casa en el centro del barrio
y los dedos señalaban
allí viven las brujas
allí
en sus aquelarres
devoraron al niño
a la muchacha
al vendedor de enciclopedias.
Y ellas
tan jóvenes y hermosas
pasaban saludando a todo el vecindario
como si no supieran.
Ebria
la luna se reía entre las nubes.

martes, 20 de noviembre de 2007

Madre alquilada

Mi madre y yo ayer

A Ena y Anielka, con todo mi cariño

Ahí tienen a Istria, mi madre, ayer, recién llegadita de la isla. Por fin, después de un año entero de trámites. Un año, sí… no es exageración. En el taxi, camino a casa, dijo que le parecía mentira estar aquí después de tantas dificultades y obstáculos; que a veces llegó a pensar que sería imposible lograrlo. Y es que salir de Cuba es un via crucis, aun cuando sea por poco tiempo.
El que puede, claro está; el que tiene la oportunidad de que alguien lo invite desde el extranjero y sufrague todos los gastos que ello implica. Porque sin adentrarnos siquiera en el arduo asunto del poder adquisitivo, el cubano común no puede decidir dar un viaje internacional, aunque tuviera la oportunidad de guardar un dinerito para hacerlo. Ni ir a una agencia para cotizar paquetes turísticos o boletos aéreos. Ni presentarse a una embajada a solicitar una visa. Para eso hacen falta miles de artilugios y permisos de toda índole, y luego aprestarse a recorrer un laberinto burocrático barroco e inmisericorde.
Porque como todo lo que habita y existe dentro de los límites de la isla y archipiélago adyacente forma parte del inventario nacional —o sea, es propiedad del Estado socialista de obreros y campesinos—, ningún artículo puede ser extraído del país sin antes haber dado conveniente aviso, solicitado y recibido la debida autorización y pagado el arancel correspondiente. De modo que mi madre —como todo el que pretende salir de Cuba por vías legales— debió presentarse en la oficina de Migración y pedir un permiso de salida por el que pagó 150 CUC (esa moneda inventada de la que ya hemos hablado).
Antes, mucho antes, a mediados de noviembre del año pasado, tuve que presentar ante el consulado cubano en México una declaración jurada —acompañada de 1,800 pesos mexicanos— en la que aseguraba —y demostraba ampliamente con documentos probatorios— que ella es mi madre y que quería invitarla en calidad de turista a pasar unos meses conmigo. Documento absolutamente imprescindible: nadie puede salir de Cuba sin una carta de invitación. Al mismo tiempo, como la cubana es una nacionalidad restringida en México, solicité ante el Instituto Nacional de Migración (Inami) —también con miles de documentos que acreditaran parentesco y solvencia económica— un permiso de internación con el que ella pudiera presentarse al consulado mexicano en La Habana y buscar su visa, siempre y cuando desembolsara sus correspondientes 33 CUC.
Les ahorro el trance de cuando en el Inami se dieron cuenta de que el nombre de mi madre aparece con “I” en unos documentos y con “Y” en otros. Les ahorro el trasiego y el inútil despeluque monetario de un notario a otro, incluido el de la embajada cubana, por supuesto. Sólo les digo que tuve que cancelar el trámite mientras esperaba —cinco meses— a que en Cuba pudieran expedir y legalizar una nueva acta de nacimiento en la cual, para colmo, pusieron OdetteAlonso sin espacio y los del Inami no querían aceptarla, porque de nuevo no coincidía el nombre —ahora el mío— con los otros documentos.
¿Eso le parece ridículo e increíble? Espérese a oír lo siguiente: el permiso de salida de Cuba autoriza a ausentarse del territorio nacional por treinta días, prorrogables a once meses. Pero los 150 CUC sólo amparan los treinta primeros días; a partir del segundo mes, hay que pagar al consulado cubano 12 pesos por cada día que la persona permanezca fuera. Dígame si eso no se llama en perfecto cristiano pagar un alquiler. Y como a todo tienen que sacarle ventaja, aunque esa tarifa es originalmente de un dólar y el equivalente al susodicho son 11 pesos mexicanos, Cuba cobra 12 pesos. Pa’ redondear, digo… por si acaso.
Este proceso se complica y se encarece cuando la persona viaja con categoría superior a la de turista o emigra definitivamente. Un amigo —cuyo nombre ni mencionaré, porque con Cuba uno nunca sabe dónde está el peligro—, invitó a su madre como dependiente económica por los susodichos once meses. El Inami fijó un pago de dos mil y pico de pesos mexicanos, que debía hacerse en la embajada en La Habana. Pero como en La Habana la moneda “oficial” para este tipo de trámites es el tal CUC, y ése es más caro que la moneda azteca, mi amigo tuvo que mandar más de tres mil pesos para cubrir las maquiavélicas equivalencias y conversiones.
Si la salida fuera definitiva, el costo sería mucho mayor, porque si el ciudadano cubano que se va es el dueño de la casa —como sería el caso de mi madre, por ejemplo—, tendría que entregarla al Estado revolucionario de obreros y campesinos sin importar que fuera propiedad de su familia desde el tiempo de la Colonia. La casa y todo lo que contuviera, porque los funcionarios del gobierno irían a hacer inventario y confiscación de lo que encontraran, desde una aguja de coser hasta los aparatos electrodomésticos.
De modo que no me quejo demasiado: la vieja está aquí finalmente. Recapitulando —¡qué costumbre tan fea estar haciendo cuentas!—:



Carta de invitación: 1,800 pesos mexicanos
Trámites ante notarios: no quiero acordarme
Visa: 33 CUC
Permiso de salida de Cuba: 150 CUC
Boleto en Mexicana: 7,300 pesos mexicanos
Gasolina para llegar a Rancho Boyeros: 15 CUC
Impuesto de aeropuerto: 25 CUC
Renta por día: 936 pesos mexicanos


Verla feliz, hablando sin parar,
mirar con nostalgia los Santa Claus del mall pensando en el nieto,
comerse su sanwichito cuando le venga en ganas,
saborear sus chocolates
y pasearse por los quinicientos canales insulsos de la tele:
¡no tiene precio!


Para todo lo demás existe Master Card.


(A los fanáticos de las conversiones: un CUC es poco más que un dólar, poco menos que un euro... ¿No me cree?... ¡No me crea, pero el CUC es la moneda más fuerte del planeta Tierra!)

martes, 13 de noviembre de 2007

El espíritu de la Navidad


El sábado el escándalo era inusual en esta ciudad de por sí bulliciosa. El camión del agua sonaba como si los garrafones fueran de hierro; en los televisores Chávez interrumpía a Zapatero y el rey Juan Carlos lo mandaba callar; los niños chillaban por doquier, los padres hablaban alto, Juanes enumeraba las razones que lo enamoran y en los altavoces de Gigante, la muchacha de la voz tipluda anunciaba las ofertas con singular galillo. La gente arrastraba los carritos con un ímpetu entusiasta que apenas daba tiempo de apartarse y los demostradores de productos la emprendían para arriba de los clientes con sus bandejas repletas de vasitos y unas sonrisas amenazantes. “O esta gripe me tiene muy sensible o algo raro está pasando”, me decía extrañada y la respuesta fue haciéndose oír a modo de un tintineo que subía de volumen a cada campanada: ¡Ha llegado la Navidad!
Para ser justa, tiene semanas que llegó. Mucho antes de que las brujas emprendieran su vuelo de aquelarre hacia la convención anual en Salem y de que los difuntos vinieran de visita y se regresaran resignados a su morada eterna, las tiendas departamentales y los supermercados se llenaron de un día para otro de esferas, guirnaldas, series de luces, listones dorados y plateados, abetos plásticos, ramos de muérdago, nacimientos artesanales o minimalistas y toda suerte de ridículos adornitos multicolores.
Ya Marisa le regaló a Orlando una bota del gordo de los renos; Dora y Víctor están planeando hacer frutcakes para regalar; la vecina de los altos colgó su Santa Claus polvoso y la de abajo la nochebuena de fieltro, cubriendo onerosamente sendas calcomanías de “Mi presidente se llama Obrador”; Fabi tiene contaditos no sólo los días que le restan al año laboral, sino también los que faltan para Semana Santa, y ya Elsa debe haber encargado las latas de galletas —más grandes o más chiquitas dependiendo de la jerarquía del destinatario— que nos obsequia cada año en víspera de vacaciones.
¡Ha llegado la Navidad! Todo es paz y amor. En cualquier momento empezarán los villancicos que nos recuerdan, año con año, no la alegría del nacimiento del Salvador, sino la verdadera causa por la cual se dejó clavar tan mansamente: debió estar harto de que le taladraran los tímpanos con esa musiquita demoníaca que pretendiendo narrar lo que le pasó a la Marimorena en el portal de Belén —que no era portal sino vil establo— y festejar cómo beben los peces en el río campana sobre campana, realmente tiene como único objetivo enajenar a los oyentes para que compren sin límite, traguen como barriles sin fondo, beban y beban y vuelvan a beber como las acuáticas criaturas ya referidas, y no despierten de ese frenesí hasta que el año nuevo los deje completamente desplumados ante lo que en México se llama cuesta de enero.
Y me quedo pensando que casi tres décadas viví sin Navidad. Mi único recuerdo de esa época en Cuba es adornando un pino natural junto a mi tía Noris; Piri e Isel casi recién nacidas. Es una imagen muy difusa, tal vez retomada inconscientemente de alguna vieja fotografía más que del laberinto de la mente. Era el año 67, 68 tal vez. Después, nunca más volvió a desempolvarse la caja de las esferas —bolas se dice allá—. La Natividad, los Reyes Magos, la Semana Santa… todos fueron desterrados de la vida cubana hasta que llegaron los turistas en los últimos noventa, con sus bolsillitos llenos de dólares, a celebrar en la cálida isla el descanso de fin de año y entonces, con todo y arbolito, resucitó muy convenientemente la Navidad, como el Ungido al tercer día.
Así, nos ahorraron treinta años de regalos y felicitaciones y nos desacostumbraron de musiquitas y lucecitas alegóricas, brindis con sidra y olor a manzanas maduras. Y de paso nos evitaron matinés interminables de “Mi pobre angelito” y “Milagro en quién sabe qué calle”, estampas piadosas de la vida de Jesús y cuentos lacrimógenos del Canal de las Estrellas. ¡Eso sí que fue favor!
La costumbre que no perdimos en Santiago fue reunirnos los últimos minutos de un año y los primeros del otro en el parque Céspedes, centro de la ciudad. Generalmente había allí un espectáculo musical de esos inmetibles, pero justo después de las campanadas de la catedral y antes de los fuegos artificiales, mientras se oía el himno nacional, una bandera enorme era izada en el edificio del Ayuntamiento. Atendiendo a la tradición, según como fuera elevándose, sería el año: si ondeaba, nos sonreiría un poquito la suerte; si subía achurrada, la cosa estaría pa’ los leones. Incluso luego de irnos a La Habana o más lejos —los que nos fuimos—, seguimos en vilo hasta que llamamos a preguntar cómo sube la bandera, cual si la susodicha superchería tuviera alcance extraterritorial.
Pero bueno, como esto ya se va alejando del tema y no quiero anónimos en los comentarios mentándome la madre o diciendo que qué amargada estoy, aquí me callo. Y mientras espero que la antena de Televisa Chapultepec se forre de bailarines bombillitos de colores que se vean desde toda la ciudad, que los árboles de Reforma se vistan de luces y empiece la Navidad Coca Cola, se despide de ustedes con saludos revolucionarios,
su amiga El Grinch


Y ojo, ¡que es martes 13! Ni te cases, ni te embarques, ni de tu casa te apartes.

martes, 6 de noviembre de 2007

Sentados en la escalera

11 de agosto de 1990


1 de julio de 1989


Cual si todo conspirara para que volviéramos allí —como Jack Dawson y Rose al Titanic—, hace un par de semanas Eduardo León de la Hoz me mandó desde Nueva York esa foto del 1 de julio de 1989. Días después estuve en la página (aquí) donde Nicolás, Inés María y Alfredo Quintana —¿por qué nunca hemos podido llamarle Freddy aunque él insista en firmar así?— recordaban aquella época de finales de los ochenta, en la que un grupo de jóvenes santiagueros —intelectuales, artistas, diletantes, faranduleros y fauna que les rodeaba— empezamos a darnos cita cada noche en la escalera del Museo del Carnaval, ubicado en la esquina de Heredia y Carnicería.
Hace como un año, un joven estudiante de periodismo de la Universidad de Oriente quién sabe por qué razón empezó a mostrar interés por recuperar la historia de La Escalera. “¿Por qué se reunían allí?”, me preguntó entonces. No sé, todavía no lo sé; supongo que por privacidad, por tener un lugar nuestro. Porque la casona de la UNEAC, que está enfrente, era de los otros, de los miembros de la UNEAC, y aunque en aquellos balances nos sentábamos a conversar o a tomarnos un trago de La Jutía Conga —el bar instalado en el patio de la casa—, no sentíamos que perteneciéramos allí.
Visto con la perspectiva que dan los años y la distancia geográfica, creo que hacer de la intemperie nuestra sede, sin más protección que las paredes laterales de una escalinata, era símbolo de esa libertad que anhelábamos, de ese desapego o desconfianza en las instituciones tradicionales que nos hizo alejarnos del patio de la UNEAC, incluso del Parque del Ajedrez o La Isabelica, para acomodarnos sobre aquel piso duro y frío pero nuestro. Era un poco la marca de los tiempos: “Mírennos —parecíamos decir, arrogantes, los que no teníamos nada que ocultar o no queríamos hacerlo—, somos los nuevos, la generación de los ochenta”.
Sospecho que el único que sabe exactamente cuándo fue la primera vez que se sentó allí es León Estrada (el de la crecida barba en las fotos), que siempre fue el dueño de La Escalera, el jefe de destacamento. Mi primer recuerdo allí —y no estoy segura de que haya sido la primera vez— fue una noche del otro lado de la escalera —que es de dos alas—, en plena oscuridad, solos él y yo, cuando me enseñó el manuscrito de su revista Tomacorriente. Manuscrito en el más literal sentido de la palabra, porque el único ejemplar era una hoja tamaño oficio doblada a la mitad, escrita, diseñada e ilustrada de su puño y letra, que circuló de mano en mano entre un selecto, y supuestamente discreto, grupo de amigos. Tiempo después nos darían un suplemento mensual en el suplemento cultural Perfil de Santiago, para que acogiéramos en él las propuestas artísticas de los jóvenes creadores santiagueros miembros de la Asociación “Hermanos Saíz”. Como quien dice, para que no anduviéramos haciendo pasquines clandestinos.
La Escalera no era un sitio para debates intelectuales ni teorizaciones, aunque eventualmente los había. No era un taller literario ni un círculo de estudio ni una célula de conspiradores (como algunos acusaron entonces). No mediaba citación ni tenía horarios establecidos. Allí nos sentábamos los amigos a tomar ron y a conversar. Como si fuera un parque, la sala de una casa. Había intrigas, broncas, enamoramientos y desamores, amistades y enemistades que la mayor parte de las veces no tenían que ver con la literatura ni el arte. Ni tampoco con la política, un aspecto en el que generalmente todos coincidíamos.
Evoco un amasijo de noches en el que no puedo identificar unas de otras; un amasijo de amigos, de amores, de sentimientos encontrados. Miles de recuerdos fragmentados como en un nebuloso rompecabezas. Nicolás cantando “Déjate amar” o la “Historia de una santiaguera en La Habana”; Teresa leyendo “Otros les afilan las navajas” justo en aquellos días en que un delincuente la asaltó en plena calle Aguilera frente a la emisora CMKC y le asestó un navajazo en la cabeza; Sergio y Nitza, Jackson, los Poveda, Daniel Almenares, Noelito, Alfredo y Evelyn, Mirna Figueredo, Marcial Escudero, Bárbaro Miyares y Arzuaga, las Arrate, y Marta y yo alejándonos por el callejón de Carnicería la noche en que comprendí por qué los viejos no querían —ni podían— arriesgar lo ganado.
Allí, sentado en los escalones superiores, junto al barandal, veo a Pardo profetizando en una mano los cambios que no tardaron en llegar; a Elizabeth, la directora del coro del conservatorio, con Gustavo Corrales y otra niña muy linda y muy niña cuyo nombre no he podido recordar —¡los años no pasan en vano!—; a la gente del Cabildo Teatral Santiago: Saskia y Ana María, Mercedes, Larduet, Bertot y Dagmara, que era entonces una mulata espléndida y me han dicho que lo sigue siendo allá en Madrid. Y Aquiles y Gaby Soler, y Pequeño, Cos Cause y Jorge Luis alguna noche, y los amigos que llegaban de La Habana o de otras provincias, y los que venían de más lejos, como el novio marinero de Teresa o nuestra hermana mexicana Adriana Naveda y Chávez de Hita.
En el 89 me fui a La Habana, pero cuando regresaba de vacaciones, a visitar a mi madre, La Escalera era punto seguro adonde encontrarnos con los amigos viejos y los que se unieron después. Allí fuimos a recalar, desencajadas, la noche en que un orangután que parecía primo de Esteban Lazo —el entonces secretario del Partido en la provincia—, bajó de un Lada con placas particulares, empujó a Orlando contra la pared en la esquina de San Félix y Aguilera, y lo acusó de jinetear a esas extranjeras, nada más y nada menos que Darsi y yo. Al decirle que éramos cubanas, incrédulo y encabronado nos pidió el carné de identidad y vio en él la dirección de la capital. “¿Y si son de La Habana qué hacen aquí?” nos gritó, como si eso fuera delito. Cuando les íbamos a dar el número de placas, los amigos de La Escalera lo corearon: 9041 (¿era ése?). A todos los había acosado el policía secreto camuflado en el carro particular. Bien cuenta Inés María que cuando llegaba la patrulla, en aquellos tiempos de asustar y de hostigar, sacaban el carné antes de que se los pidieran, para agilizarles el trabajo a los agentes.
No estamos todos en las fotos, ni siquiera la mitad de los que éramos entonces. Ahora, casi dos décadas después, muchos ya no viven en Santiago, otros tantos estamos fuera de Cuba. Pero allí seguimos —estoy segura— como en espíritu, impregnados en esas paredes de un verde sucio, en esos escalones desgastados. León tenía razón: ese tiempo también sería la historia. Por eso lo recordamos independientemente de la tierra en la que nos hayamos asentado. Muchos de los que oímos en La Escalera “El tiempo de los fieles”, ese poema paradigmático de León, seguimos siéndolo —a él, a los amigos, a nosotros mismos y a estas memorias— aunque las mareas nos alejaran en los mapas. O al menos lo hayan pretendido. Porque cuando me encuentro con Nicolás en Barcelona, cuando Teresa se queda en mi casa o nos juntamos en cualquier latitud del planeta, cuando hablo con León desde La Habana riéndonos como si hubiera sido ayer y Nitza va a visitarme a casa de mi madre, cuando me hablan de Bárbaro en Valencia, de Lilita en Londres o de Saskia en Madrid, cuando esas fotos que ven ustedes allá arriba van de correo en correo despertando recuerdos… de algún modo seguimos todos allí, sentados en La Escalera.