martes, 30 de octubre de 2007

Aeropuertos


Me gustan los aviones, me gustas tú…
Manu Chao

…soñando con el pie en la escalerilla.
Yo, en “Candela como el macao”


Me encantan los aeropuertos. Hay, en medio de las muchedumbres que los recorren y los constantes anuncios de los altavoces, espacios de libertad, de autoconfort, donde encuentro soledad y silencio interior para mi alma. Inquietudes paso, no lo niego. Formada en la cola de documentar, siempre me carcome el temorcillo, sembrado en el fondo de mi ser, de que haya algún inconveniente: que no esté confirmada la reservación, que esté mal mi visa, que se acaben los asientos, que la maleta pese más de lo que deba… Y suelo recordarme en la sala de vuelos internacionales de Rancho Boyeros —el aeropuerto de La Habana— el 10 de febrero de 1992, con veinte dólares metidos en el zapato —¡mi única fortuna… e ilegal! (portar dólares todavía era penado por ley)—, con el sobresalto de que en cualquier momento nos dirían que no podíamos abordar. Agustín y yo no queríamos respirar fuerte para pasar inadvertidos, ni pensar… no fuera a ser que alguien nos leyera la mente.
Superada esa inquietud viene la otra: esconder el cortaúñas. Quienes me conocen, saben de la espantosa manía. ¿En la maleta de abajo?, ¿en un resquicio de la bolsa?, ¡en el bolsillo no!... que me acusarán de amenazar al piloto con mocharle las pestañas —chac chac chac— en un intento de secuestro para quedarme en el aire para siempre.
Pero del otro lado del aparato de rayos equis, respiro profundo y ya soy robinsona entre desconocidos que pasan apurados y tenderas que sonríen a lo lejos, invitándome a cruzar el umbral de alguna librería donde suelo tener la calma que no tengo en el ritmo alucinante de una ciudad donde no quedan tiempo ni ánimo para ir a ningún lado. En las librerías de los aeropuertos me entero de las novedades editoriales, puedo asombrarme con los precios —¡qué recaros están los libros dondequiera!—, acariciar las páginas del tomo, leer las primeras oraciones y dejarme transportar adonde quiera el autor llevarme.
Y como ahora hay que esperar una eternidad, a veces más tiempo del que duran los vuelos, después de las consabidas compras de cremas caras, perfumes tax free y recuerditos autóctonos a precios de oro, todavía tengo tiempo de anotar en mi libreta versos como éstos:

Compro baratijas para ti
en los aeropuertos
muñequitas de folclor
tazas de letras
cántaros pequeños y vacíos
que llenaré de luz
para echarla en tus manos
y que así me acaricies
luminosa
espléndida invención de tus dedos
mi cuerpo.


Y si disfruto las terminales, no quiero decirles los aviones… Los miro pasar desde la ventana de mi casa y corro, desde donde esté, dejando lo que estuviera haciendo, cuando escucho, como canto de sirenas, la turbina de uno enorme, como esos Jumbo de Lufthansa o KLM. Y sé perfectamente los horarios en los que sobrevuelan la ciudad de México, a punto de aterrizar. Lo único que odio de esos gigantes son los asientos del medio en las filas de tres. A quién se le ocurre que puede uno comer —¡empuñando tenedor y cuchillo!— con las manos apretadas al ancho del cuerpo o tratar de dormir apuntalada por los codos de ambos vecinos, que se disputan con malsana fruición el descansabrazos.
Pero una ventanilla es el lugar más cercano a la Gloria —así, con mayúscula—. Desde ellas observo, con asombro de niña, todas las maniobras del despegue y del aterrizaje, esa inigualable postal que es la vista del Popocatépetl y el Iztaccíhuatl nevados o la enormidad sin horizontes de la ciudad de México, las caprichosas formas que hacen las nubes blanquísimas sobre el tope del cielo, la maqueta del mundo que se ve desde arriba, la sombra diminuta del avión sobre los campos o el mar, el humito que sale de las llantas cuando tocan la pista. Desde ellas me pregunto —y me respondo— qué son las turbulencias sino Dios jugando como un gato con un haz de luz.
Desde una ventanilla, en un vuelo de regreso de Nueva York, fui testigo, una tras otra, de la más impresionante y rojísima puesta de sol y de la más aterradora tormenta eléctrica. Ese día anoté:


El duende del terror
relampagueando
dibuja en la ventana la silueta de un ángel
jinete al rojo vivo sobre el azul rielado
sombra chinesca en la fragua de Vulcano.



Desde una de Air France vi la silueta de Irlanda en un amanecer de otoño, y desde otra de TACA, tocando en mi bolsillo al Elegguá viajero que siempre me acompaña, escribí de un tirón “Hija del aire”:


Hija del aire
hacia el aire voy
en el aire sostengo las palabras
con alfileres invisibles
con cintas de papel
que el aire desperdiga.
Encima de las nubes
danzo
como un corcel sin riendas
libre al fin.



Nada en la tierra se le compara: lo que veo desde arriba es lo mismo que ve Dios. Su mirada en la mía. Un momento Kodak de la Divinidad.

martes, 23 de octubre de 2007

Yegua y qué


¡Niurka Marcos está escribiendo un libro! Bien decía aquél —o al menos se le atribuyó— que las putas cubanas eran las más cultas del universo. Un libro autobiográfico, uno de cuyos capítulos se titula “Sí, yegua y qué”… ya podrá usted hacerse una ligera idea. Como dice mi prima Astrid recordando sus tiempos en Jamaica, donde los negros son lores ingleses: Low class, man, low class.
Para quienes no la conozcan, Niurka Marcos es una ex bailarina del cabaret del Riviera que tuvo amores con Héctor Téllez —chisme al margen— y en la gran huida de principios de los noventa vino a recalar en la península de Yucatán donde, haciendo lo que sabe hacer —o sea, bailar en los cabaretes y lo que de ello se derivare—, conoció a un productor de Televisa que la trajo a la capital y la convirtió en vedette.
Desde entonces, Niurka ha sido un fenómeno mediático sin fin ni receso, un genio del marketing: cuando va menguando un escándalo, empieza el siguiente y cuando abre esa boquita, lo que echa por ella es de padre y muy señor mío. Esas desinhibiciones lingüísticas en mexicano y en cubano, encueraciones de toda índole y explicaciones pormenorizadas de cómo se hacía el amor ella solita cuando su marido parecía más interesado en el noticiero de López Dóriga, o de cómo le rascaba los huevitos (sic) al siguiente marido con esas uñas de gavilán que puede verle usted en la foto, o cómo el marido de ahora —un mulato cubano sin oficio ni beneficio— le “llena el tanque por delante y por detrás” (también sic), han sido algunas de las revelaciones que dejan a la audiencia mexicana con palpitaciones.
Pero Niurka no tiene culpa de ser como es: una de las herencias más constatables y detestables que dejará el último medio siglo al pueblo cubano es la vulgaridad. En contraste con la idea mundialmente generalizada de su elevado nivel de instrucción educativa, en el ámbito doméstico y social la bastedad es un cáncer en fase terminal que carcome sin descanso y deja marca.
En la Cuba entusiasta de los sesenta y setenta —época en la que Niurka y yo éramos niñas y luego adolescentes—, el que no dijera malas palabras o gesticulara como orangután poseído era señalado inmediatamente como burgués. En cada escuela, en cada barrio, había dos bandos: los burgueses y los revolucionarios. Vale decir que los burgueses de verdad hacía rato se habían ido a Miami; a quienes se llamaba así solía ser a personas bien comportadas, como diría mi abuela Cristina: decentes y educadas. La turba arremetía contra ellos convirtiéndolos en objetos de burlas, bromas pesadas y hasta actos de saña. Recuerdo todavía con terror a una jabá de ojos verdes —cuyo nombre no mencionaré— que martirizaba con lujo de sadismo a todos aquellos a los que consideraba débiles. De tal suerte, incorporar los modos y costumbres de personas como ella, líderes de pandillas, era un acto de sobrevivencia social.
Así, la pinga y los cojones empezaron a llenar las bocas de las muchachas y muchachos de la isla. Y no sólo en sentido figurado: practicar el sexo desprejuiciadamente y comentar los detalles sin inhibiciones fueron características distintivas de ese fenotipo bravucón del hombre nuevo, a prueba de imperialismo y mariconería ñoña. La que no tuviera un novio —o dos— y no se acostara con él era burguesa y además comemierda. De los varones, ni hablar… Por eso cuando llegaron los extranjeros con sus bolsillitos llenos de dólares, el jineterismo fue una avalancha natural e incontrolable. Ya estábamos entrenados.
Si los cubanos somos de por sí rezongones y respondones, eso se exacerbó. Hordas de hombres sin camisa y mujeres con diminutos atuendos de tela elástica que muy poco dejan a la imaginación recorren gritando las calles de la isla. Si usted los escucha y los ve manotear, le parecerá que están a punto de liarse a golpes, pero no: conversan tranquilamente. Ése es el tono y ésos son los gestos con que se habla en Cuba. Y hasta los más connotados académicos, investigadores, intelectuales y artistas suelen saludar diciendo “qué bolá, asere” (un equivalente de “qué transa, güey” en México o “passa, tron” en España) a altísimos decibeles y nasalizando.
A estas alturas, que usted diga “qué bolá, asere” no lo hace vulgar aunque en su origen esa frase lo fuera; ése es el saludo cotidiano del cubano. A tal punto interiorizado, que cuando les preguntaba a mis amigos los equivalentes en otras partes del mundo, me decían casi “buenos días, cómo estás”. De igual modo, con toda naturalidad, Piri dice comepinga como decir “qué lindas flores” y la hermana de una amiga, para expresar sus disgustos o como muletilla común, grita: morrongón. Normal. Qué tiene eso de raro, morrongón. ¡Qué comepinga eres si te parece vulgar!
Y la cosa no se limita a la altisonancia de los términos, el volumen o la gesticulación. Como buen bailador que es el cubano, los movimientos sexuales más explícitos y exagerados —¿exagerados los cubanos?— se integraron a las danzas populares. Así llenan las plazas públicas o las fiestas privadas meneándose como lombrices contorsionistas reggaetoneras. “¡Qué tiempos aquellos del danzón!”, diría mi abuelo Peruchín. “¡Qué manera es ésa de moverse una muchacha decente!”, protestaría mi abuela Cristina. Pero la decencia, ese término burgués, se fue diluyendo en el camino del todos somos iguales. Personas decentes hay, por supuesto, amigos tengo allá que lo son, pero la inercia elemental, la costumbre cotidiana, les hará saludar diciendo “qué bolá, asere” —sólo por recurrir al mismo ejemplo—, como lo hacía yo entonces, como siguen haciéndolo muchos de los que viven fuera de la isla.
Desde los cinco años nos enseñaron que cuando un compañero de escuela nos dijera: me cago en el coño de tu madre, uno debía responder: me cago en el coño de la tuya. Y como un buen cubano jamás puede quedarse dado (eso sería una muestra de blandenguería burguesa), el compañerito tendría que respondernos: el recoño de la tuya; y uno, entonces: el reconcoño de la tuya. Y él: el recontracoño de la tuya; y uno: el recontrarreconcoño de la tuya… y así hasta el infinito, hasta que sonora el timbre del recreo o hasta que una maestra llegara a regañarlos.
Entonces, no se asombre de que Niurka Marcos no cierre esa boquita sucia que Dios le dio y que ahora, además, lo perpetúe por escrito para que el viento no se lleve sus finísimas palabras. Ésos son los hijos de la revolución. También yo, es cierto; pero —¡oh fracaso de la educación socialista!— no todos somos iguales. Cuando me fui de Cuba, entre las cosas de las que me alegró alejarme fue de esa vulgaridad cabalgante y generalizada, mientras algunos de mis compatriotas —como Niurka— la instauran, la presumen y la ostentan como si fuera una identidad —y acaso lo es— en cualquier lugar donde se asienten.

martes, 16 de octubre de 2007

Allá tú con tu condena


Estoy parada frente al escaparate de los champuses —perdón, champúes— en la más absoluta desorientación. Como en medio de un desierto, sin poder decidir el siguiente paso. Y no por falta de nociones, sino por exceso de ellas. Quiero un champú con el que lavarme la cabeza despreocupadamente, tranquila bajo el agüita, cerrando los ojos y abriendo la boca para que la espuma no me asfixie, pero frente a mí tengo una infinita colección de botellitas y botellones de todos los colores, formas y marcas.
Y esa variedad sería lo de menos, si dentro de cada uno de esos grupos no hubiera incontables posibilidades. Para cabello lacio, rizo, teñido, dañado, opaco, reseco, rebelde, horquetillado. Para calvas y para peludas, para casposas y para grasientas. Divididos por adjetivados tonos: dorados soleados, rojos ardientes, chocolates pasión. Adicionados con proteína de perla, extractos de frutas, omega, ceramidas, silicona, keratina, aminos, filtros UV, aceite de oliva y hasta grumos de placenta.
Tendré que inscribirme a un doctorado en cabellología para poder determinar cuál es mi tipo de pelo o qué debe hacer quien tiene, a la vez, rizos, orzuelas y un poquito de caspa. ¡Pero si sólo quiero un champú normal, de preferencia 2 en 1 para no tener que embadurnarme dos veces! Pues no… tengo delante la misma cantidad y variopinta selección de acondicionadores, tratamientos, cremas para peinarse y para despeinarse, espumas modeladoras, sprays y geles fijadores.
Aturdida —y un poco asustada—, decido ir mejor por la crema, en lo que mi cabeza registra y digiere tanta información. ¡Ilusa de mí! Ahí encuentro ungüentos y pomadas para epidermis seca o grasa, para borrar arrugas o celulitis, para rehidratar y para reafirmar, con reflejos dorados que te hagan parecer una morenaza de revista o si eres una morenaza, sustancias dermatológicamente probadas para ponerte blancusina en tres días, con aloe vera y con Q 10 para sacudirte mil años de encima, con lactonutrientes y colágeno, antialérgicas y antiespasmódicas.
Y al ladito, los desodorantes: antitranspirantes, hipoalergénicos, que no manchan la ropa, que te aclaran el sope… A la vuelta las pastas para dientes sensibles, para blanquear la sonrisa y refrescar el aliento, contra la placa y la gingivitis o a favor de ellas, con saborcitos explosivos y dinámicos como golpe de karate… y flanqueándolas, unos cepillos enormes con mangos aterradores como brazo del ET —ampliamente recomendados por los odontólogos fake de la televisión—, que giran la cabeza como la niña de El exorcista, con aditamentos para raspar la lengua, desatorar la glotis, desempercudirte cada muela y darle brillo a las amalgamas, sacar la mugrita del hueco más escondido y dejarte la quijada como la de la calaca de Scream.
Girando en un caleidoscopio, presa de un principio de psicosis como la de Hitchcock, veo refrescos sin calorías, cervezas sin alcohol, cafés sin cafeína, chocolate sin azúcar, azúcar sin sacarosa, Bayles sin sabor a Bayles, quesos sin grasa, jamones sin sal, mayonesas sin aceite, galletas con poca harina y panes dietéticos. Y yogures y leches deslactosados, descremados y desgrasados para estreñidos, para flojos, para niños, para viejos, espesos, aguados, licuados, integrales, endulzados y agrios… Y en el área de enlatados, cereales y jugos, todo adicionado con vitaminas y minerales, ácido fólico y veinte mierdas que tienen a los niños como elefantes trasgénicos y a todos gordos como cerdos hidropónicos, con las grasas desbordándosenos por encima de esos horrendos pantalones a la cadera tan de moda y tan desfavorecedores… ¡y luego les echamos la culpa a las papas Sabritas y a las hamburguesas gringas!
Desesperada, me pregunto si ya no habrá —nunca más— cosas normales, estándares, para personas normales y estándares. Nada es auténtico ni original, voy rumiando para mí cuando desemboco en el pasillo de alimentos para mascotas y me doy cuenta de que tampoco se libran las pobres bestias: hay croquetas para cachorros, para perros que corren, para perros pasmaos, ancianos, huevones e inapetentes.
En esta era de la globalización, en la que supuestamente todo es tan mundial y totalizado, resulta que cada vez somos más sectoriales y específicos, cada vez más minoría. Y ya no sólo pobres, mujeres, morenos, indígenas, gordos, ancianos, homosexuales, discapacitados y extranjeros, sino también cada vez más individuales y minoritarios según la crema que nos ponemos o el refresco que tomamos.
De regreso ante el estante de los champuses —ya sé, ya sé: champúes… ¡qué champusera estoy hoy!—, pido asistencia al cielo: Ay Dios miíto, chico, anda, no seas malo, échame una luz, cuál tú crees que deba comprar… Y él, como siempre, da la espalda. Allá tú con tu condena, parece decir.

viernes, 12 de octubre de 2007

Sin patria pero sin amo




No siempre las noticias son alegres. A veces no es posible hacer festejos ni en día de festejos. Acaba de llegarme la noticia de la muerte en Miami del narrador cubano Carlos Victoria.
La muerte siempre anda cerca, aunque a veces tome caminos que finjan alejarla o la escondan de la vista por un rato. Pero en los últimos meses pareciera que “esa mujer lo que quiere es que la miren”, como diría aquel guarachero comandante. Hace sólo unas semanas murió en Santiago de Cuba el poeta Jesús Cos Causse y antes, Jorge Luis Hernández, Guillermo Vidal, Joel James… hombres a los que estuve tan cercana en Cuba, amigos a los que quise.
Hace un rato le decía a Ena que a veces no sabe uno a quién decirle: lo siento mucho. Yo no conocí personalmente a Carlos Victoria y sin embargo, siempre lo sentí como a uno de esos amigos con los que coincidíamos en las actividades culturales o en alguna fiesta, o de los que tomaban cervezas en los tiros de la Uneac; de esa gente a quienes respetamos, estimamos y admiramos, aunque sólo saludemos con un gesto de alzar las cejas, una sonrisa o un guiño.
En más de una ocasión, cuando han venido amigos de Miami y preguntan: qué te llevo, he pedido los libros de Carlos Victoria y los he leído como a los de los amigos. Como los de Jorge Luis o Guillermo. Así lo he respetado y admirado.
Hace sólo unos segundos Félix Luis Viera me dijo: “poco a poco nos vamos muriendo lejos de aquella tierra”. Y aunque un amigo me ha espetado, remedando a otros, que “ya basta de acusar de cobardía a los cubanos, que ningún pueblo de la modernidad ha conseguido sacudirse una tiranía sin ayuda exterior”, vuelvo a hacerme la misma pregunta que cuando murieron, lejos de Cuba, Celia Cruz y Jesús Díaz, Cabrera Infante y Benítez Rojo, Heberto Padilla y su hermana Marta, Gastón Baquero, Eliseo Diego y Joaquín Ordoqui, tantos otros: ¿con qué derecho un hombre, tan mortal y tan miserable como cualquier otro, puede negarle a un compatriota la posibilidad de regresar a su tierra natal, de morir en ella, y qué clase de pueblo puede permitir que durante casi cinco décadas un solo hombre decida por él su destino? ¿Qué clase de pueblo permite, tan mansamente, que sus hermanos mueran como parias por el mundo?
Descansa en paz, Carlos. Sin patria pero sin amo.

martes, 9 de octubre de 2007

Mi gran boda cubana

Carlitos Galván en los noventa
Autorretrato pre Photoshop


Una tarde del año 91, sudando la gota gorda, Carlos Galván y yo decidimos casarnos. ¡Estoy hablando en serio! (jajajá) En una mesa del patio de la Casa del Joven Creador de San Pedro y Sol, mientras planeábamos la próxima noche de BarTolo o alguna de las actividades culturales del programa mensual, nos moríamos por una cerveza fría… ¡y decidimos casarnos! A punto estuvimos de salir corriendo para el Palacio de los Matrimonios de La Habana Vieja, si no hubiera sido porque Omar llamó a una de esas reuniones eternas que le fascinan.
¿Casarse para tomar una cerveza?, se preguntarán extrañados y confusos los no cubanos. Pues sí, por esa época del recio período especial un cubano normalito y corriente sólo podía tomarse una cerveza en las bodas. Cuando la futura pareja se anotaba en la lista de matrimonios de la que les contaba hace unos días, ganaba el derecho a comprar —que nada nos regalaron nunca, no les crean a quienes eso dicen— un cake, dos o tres cajas de cerveza, un par de panes de moldes para hacer los bocaditos, un juego de ropa interior y una muda exterior para cada novio y, si estaban de suerte y había, una caja de jabones de olor, un desodorante o un talco, tal vez un perfumito o un juego de sábanas. Y en los mejores tiempos, hasta una semanita de luna de miel en algún destino turístico nacional y para nacionales. Nada de eso podía comprarse en otra tienda que no fuera la destinada única y exclusivamente para surtir a los futuros matrimonios.
Claro, que esto podía tener algunas variantes si los enamorados tenían dólares, euros, yenes o la moneda inventada de turno, ese montón de papelitos de colores fotocopiados que antes se apodaban chavitos y ahora se llaman ceucés (CUC), a veces equivalentes con las extranjeras y a veces —como hoy—, las más fuertes de todo el universo. Porque en el país más equitativo del mundo, donde todos somos iguales, hace poco más de una década circulan, cuando menos, dos monedas de curso legal —el peso cubano y las divisas extranjeras disfrazadas de ceucés o chavitos— que marcan la primera diferencia esencial entre los cubanos: los que las tienen y los que no. Diferencia económica fundamental, rotunda, notable y definitiva… Y bien que nos enseñaron en Economía Política del Socialismo y Comunismo Científico que la economía es la base de toda sociedad; lo demás es superestructura que sobre ella se erige y por ella es condicionada.
Si uno tenía acceso a esas moneditas otras, les digo, las cosas —y las bodas— eran muy diferentes. En el verano del 94 fui invitada al enlace matrimonial de un anciano sueco (de Suecia, aunque también se hacía el sueco, como todo buen extranjero) y una negrita jinetera, retinta como el buen café cubano y con cabeza de María moñitos, que hizo tan buen trabajo que le sacó la boda al temba. La tarde en cuestión, Teresa, Silvita, Piri y yo nos subimos a una guagua que dio rueda por siglos antes de llegar a San Miguel del Padrón, o sea, casa del carajo, fin del mundo, casi monte. Allí vivía la desposada con una familia numerosísima que, por ser invitadas del novio, nos recibieron como a reinas, nos llenaron la barriga de cervezas —que no eran de la lista del Palacio de los Matrimonios sino de la diplotienda, o sea, la que vende en dólares—, nos llevaron al patio de la casa a ver cómo asaban el cerdo —comprado en dólares también— y nos dieron a degustar cueritos del porcino cadáver. Las esmeradas atenciones terminaron en cuanto se empezó a servir la cena. Ahí sí fue de sálvese quien pueda. El animalito fue devorado ipsofactamente por tanto pariente, vecino e invitado, que nosotras sólo alcanzamos una cucharada de arroz con tres frijoles encima y una tripita. Así que regresamos a La Habana medio muertas de hambre pero felizmente borrachas. Creo que hasta cantamos durante todo el trayecto de más de dos kilómetros que tuvimos que caminar desde donde nos dejó la guagua hasta la casa de Concordia.
Pero si de la casa de Concordia y si de bodas se trata, ninguna como la de Arístides y Stina (sueca también, en ambas acepciones). El apartamento estaba lleno como lata de sardinas y los novios disfrazados. Él en short de rayas rosadas y tirantes verdes sobre el pecho desnudo —algunos dicen que no tenía tirantes… ¡qué más da eso a estas alturas!—; ella con una bata como de diosa griega, hecha con la sábana percudida con la que se tapaban —si alguna madrugada soplaba un vientecito—, agarrada a la cintutra con vaya usté a saber qué pedazo de soga vieja. Él llevaba unos tenis bastante sucios —visto el asunto a esta saludable distancia—; ella iba descalza. La notaria que fue a casarlos no daba crédito de lo que veía. Creo que hasta miedo tuvo, porque cuando declaró lo que tenía que declarar, o sea, marido y mujer a aquellos locos, salió corriendo escaleras abajo como alma que lleva el diablo. Justo antes de que empezara el despelote.
¿Qué si había bodas “normales”? Todo depende de lo que se entienda por “normal”. Supongo que sí, pero quién evocaría una boda normal teniendo estos recuerdos… ¿Te imaginas, Carlos Galván, lo que hubiera sido nuestra boda si Omar no nos jode el plan?

martes, 2 de octubre de 2007

Las redes del fin


En los últimos tiempos he tenido que resignarme a ver reírse y hacer gestos de incrédula burla a mis amigos cada vez que aseguro —y sé que no me equivoco— que si algo nos llevará aceleradamente al tan cacareado fin del mundo no serán las guerras o las epidemias, la bomba de plasma u Osama bin Laden, sino la telefonía celular y el internet.
Cuarenta y cinco millones de clientes declara tener Telcel en su más reciente campaña publicitaria, en respuesta a la de Movistar que, con toda arrogancia (que resultó ingenuidad), aseguraba contar con más de dos millones de líneas en México. Sumen y van 47; agréguenle lo de las otras compañías… resultado: ¡la mitad de la población de este país! Imagínense cuántos usuarios más habrá en Estados Unidos y en la India, en China y Japón, adonde les encantan esas curiosidades de la tecnología, o en cualquiera de los países de este abotargado planeta.
A partir de su explosión desmesurada e incontrolable de la última década, la telefonía móvil ha cambiado drásticamente las relaciones personales, familiares, sociales y laborales, contribuyendo a esta carrera sin pausas en la que se ha convertido la vida del homo cada vez menos sapiens contemporáneo en las grandes urbes y también en los pueblos pequeños. A partir de entonces, en el lugar más inusitado y en el momento más inoportuno suena el ridículo timbre —desde el réquiem de Mozart hasta un relincho o una flatulencia— de un teléfono cada vez más compacto, hundido en la palma de la mano de su portador, que pronto tendrá que preocuparse de que el minúsculo artefacto no vaya a resbalársele por el conducto auditivo hasta el mismísimo tímpano.
Cada cosita de ésas hace maravillas: comunica, manda mensajes, tira y guarda fotos, graba videos, reproduce música, navega en internet, almacena recados de voz y juegos de video, sirve como despertador, tiene cronómetro, hace cuentas… nada más le falta disparar misiles. Pero lo peor es que cuándo iba uno a imaginarse que sería localizado en cualquier lugar y a cualquier hora.
Porque vivimos en el reino de la inmediatez. Antes —y no cuando La Pinta y La Santa María sino hace sólo unos años—, la gente tenía que esperar, pacientemente o no, a que uno llegara a la casa o al trabajo para hablar por teléfono; ahora nadie puede aguardar un segundo. Y cuando vas colgando de la puerta de un microbús, con un pie bailando en el vacío y aguantado de una pestaña, un codo clavado en el hígado y una rodilla en el esternón, suena el dichoso aparato. Después de hacer veinte maromas arriesgadísimas consigues apretar el botoncito verde, y todavía tienes que someterte a una masacre de preguntas y sospechas: ¡¿por qué no respondes?!, ¡¿dónde estás?!, ¡¿con quién?!
En estos tiempos en que todo es urgente, Dora siempre ha trabajado en sitios donde creen que la seguridad de los mundos —éste que destruimos y todos los demás— depende absoluta y totalmente de ellos, por lo que su teléfono puede sonar a cualquier hora del día o de la noche, feriados o fines de semana. Para “no molestar”, en las madrugadas no timbra, sino vibra. Así, entre sueños, empiezo a sentir el trepidar de los cascos de los caballos de una tropa mambisa atravesando la sabana camagüeyana. Con todo y Titán de Bronce y aquellos rotundos negros desnudos de La primera carga al machete, la película de Manuel Octavio Gómez. Cuando ya los negros se me vienen encima (en mexicano y en cubano), despierto para comprobar —aliviada en ambos casos— que es el celular.
Así, hay quienes despachan asuntos de negocios en el metro, regañan a los hijos o enamoran a la novia en los lugares más insospechados. Hace un par de días, la compañera que ocupaba el gabinete vecino en el baño de mujeres de mi adorado centro laboral hablaba con toda naturalidad mientras desahogaba los líquidos de su vientre. El chorro de ella y el mío caían al unísono en sonora armonía. No bastando eso, las dos descargamos el retrete al mismo tiempo. ¡El que oía al otro lado de la línea creía seguramente que le llamaban desde las cataratas del Niágara!
Piensen por un segundo: una telaraña de redes invisibles se cierne sobre los cielos. Casi todos tenemos, cuando menos, un celular. Casi todos tenemos, cuando menos, una computadora. De cada aparato sale, cuando menos, un cable virtual que se teje con otros miles de millones sobre nuestras cabezas como una ned cada vez más densa. ¡Que alguien me demuestre que esa cama elástica es inofensiva!
Siempre nos lo dijeron: que el más pequeño enemigo era el más poderoso y que al mundo lo acabaría un minúsculo ser aparentemente inofensivo. ¿Quieren algo más macabro y maquiavélicamente planeado que un tapiz invisible, como un mosquitero de aquellos de cuando éramos chicos, que nos aplasta pero no se ve?
No sé ni pa’ qué hago esta apocalíptica revelación. Ya verán como dentro de unos meses sale una película gringa donde Schwarze-negger, o mejor Bruce Willis —ése me gusta porque fue marido de Demí, oh, Demí—, salta por encima de todas esas redes virtuales y se lleva una colonia de humanos a vivir a la Luna mientras nosotros nos ahogamos de tos. No olviden lo que advierten los frígidos de Sin Bandera —¡que nunca sabe uno quiénes son los elegidos!—: Que to doel mundoca beenel telé fono.
Ríanse, riánse… síganse riendo.